Festivales de música: no apto para todo público
Los festivales se convirtieron en un atractivo que trasciende el nicho de los melómanos. En su último libro, Macrofestivales. El agujero negro de la música, el periodista español Nando Cruz ofrece una mirada implacable sobre la industria del entretenimiento y revela cómo moldeó nuestra forma de vivir la música en vivo. Leé un adelanto.

 

Por Nando Cruz*

(Fotos: Facebook Lollapalooza Argentina)

 

Cuestión de clases

El aumento de precio de los abonos para macrofestivales crispa cada año a muchas personas. Tiene una explicación obvia: otras personas están dispuestas a pagar ese precio. En 2015, los abonos de Sonorama, Resurrection Fest y Bilbao BBK Live costaban 52, 89 y 115 euros, respectivamente. En 2022, aunque algunos precios estaban congelados desde 2020 a causa de la pandemia, esos abonos ya costaron 89, 155 y 152 euros. Según el European Festival Report, solo en 2018, las entradas de festivales subieron un 8,3%. Y la inflación sigue desbocada: el precio de salida de los abonos del Primavera Sound de 2023 se incrementó un 30%: de 150 a 195 euros. Es una tendencia generalizada en Europa: el festival de Glastonbury también ha subido el precio de los abonos un 20%. En época de recesión económica, inflación desbocada y congelación salarial, los macrofestivales más caros del mundo aumentan más sus precios y en porcentajes nunca antes vistos.

El precio de los abonos rompe tarde o temprano aquella idea de que un festival es un espacio de hermandad donde todo el público tiene cabida, si es que alguna vez fue cierto. Estos incrementos provocan una doble expulsión de público: el de menor poder adquisitivo es sustituido por el de mayor poder adquisitivo y, paralelamente, el público melómano se ve sustituido por otro menos interesado en la música. Es un proceso similar al que se ha vivido en muchísimos estadios de fútbol. Los equipos de máximo nivel han visto cómo los partidos se llenaban de turistas adinerados que acudían al campo a vivir la experiencia una vez en la vida y pagaban precios que no resultaban dolorosos para sus bolsillos; precios que los seguidores del equipo local ya no se pueden permitir. El público local de los festivales más caros de España ya percibe esa misma situación.

El festival de música se ha convertido en un destino cuyo atractivo trasciende el nicho de los melómanos. Es un modelo de ocio en sí mismo. Como la ópera, el Cirque du Soleil o el Museo del Prado. Como el rafting, el Camino de Santiago o las Fallas de Valencia. Como la Fórmula 1, Disneyland París o ese fin de semana en Londres para ver un musical. El macrofestival es un parque de atracciones donde la música es la temática central, un Port Aventura para melómanos en el que también tienen cabida aquellos a los que la música no les apasiona especialmente. Los macrofestivales se han convertido en una opción de ocio ideal para treintañeros y cuarentones con pasta.

 

 

Según un estudio realizado durante el Primavera Sound de 2015, el gasto medio de los asistentes que residían en Catalunya fue de 226 euros; para los residentes del resto de España, fue de 544 euros; para el público europeo, fue de 780 euros; y quienes provenían de otros continentes gastaron 1.850 euros de media. Hasta el 40% del público entrevistado afirmaba cobrar más de 2.000 euros al mes en un momento en que el salario medio era de 1.800 euros y el SMI, de 756,7. Hace ya ocho años los espectadores del macrofestival más importante de España tenían un poder adquisitivo evidente. Y aún no había llegado el gran desembarco de público extranjero que en 2022 ocuparía un 65% del recinto; unos asistentes con todavía más capacidad de gasto.

En los últimos años, los festivales más ambiciosos del planeta han experimentado mutaciones demográficas que se antojan ya irreversibles. Las imágenes del concierto de Diana Ross en la edición de 2022 de Glastonbury eran elocuentes: gente guapa y rubia por doquier. Parecía Coachella, el festival más pijo del planeta. Apenas se veía público de color. Ese mismo mes, el diario británico The Guardian publicaba el reportaje titulado «Why Are Big Festivals Like Glastonbury so White?» [«¿Por qué los grandes festivales como Glastonbury son tan blancos?]».Su autora, Stephanie Phillips, lamentaba la falta de diversidad racial de los carteles. La situación en España va todavía más allá: aquí los macrofestivales son in-fi-ni-ta-men-te más blancos. Y es así porque el público también es blanco en un 98%. Encontrar personas de origen africano, latinoamericano o asiático es todo un desafío.

Los festivales españoles de mayor prestigio suelen ser de músicas blancas y para un público blanco de clase media. Más allá de la creciente incorporación de mujeres a los escenarios, los factores de clase y raza siguen sin ser cuestionados en un negocio estructuralmente dominado por la mirada blanca de la clase media. El argumento del eclecticismo y la apertura de miras es poco más que cosmético cuando hablamos de eventos con un 85% de artistas blancos y en los que a modo de contraste vistoso se programa un artista afrobrasileño y otro maliense. Eso es tan ecléctico como un festival de kuduro en Luanda que entre sus sesenta artistas incluyese uno de pospunk de Leeds y un cantautor de country de Chicago. Por no hablar de esos festivales de blues y soul sin apenas artistas negros.

En este sentido, la maniobra de Cruïlla en 2022 fue reveladora: programando en una misma velada a Rubén Blades y Juan Luis Guerra, en prime time y concediéndoles una merecida condición de cabezas de cartel, el festival barcelonés se llenó de migrantes latinoamericanos, vecinos que hasta ese momento jamás habían sido considerados en este tipo de eventos de programaciones presuntamente generalistas y para todos los públicos. Ningún festival es para todos los públicos si el precio no es accesible a todo tipo de bolsillos y si su programación no interpela a todo tipo de sensibilidades. Ahí queda un gran terreno que explorar: muchos festivales viven y programan de espaldas a la realidad demográfica de su entorno. Renuncian a ser punto de encuentro de todas las culturas del territorio, a ejercer su potencial como agentes que derriba barreras sociales y culturales, a entender la música como pegamento social. Sus programaciones acentúan por omisión el racismo de la sociedad española.

 

El huevo, la gallina y la zona vip

¿Es el público el que determina el precio de una entrada o es el precio de la entrada el que determina quién acude a un festival? ¿Es el público el que define el tipo de artistas que programa un festival o es el tipo de artistas el que define el público que acabará comprando el abono? Todo forma parte de un diálogo cuyo único idioma es el dinero. Porque los festivales son empresas y solo hay dos formas de generar ingresos en taquilla: vendiendo muchas entradas o vendiéndolas muy caras. Y eso pasa por ampliar públicos o por abarcar públicos de notable poder adquisitivo. Y, en ambos casos, implica moldear poco a poco la personalidad del evento. Los festivales son animales vivos que evolucionan e incluso mutan para sobrevivir en su entorno.

El festival estadounidense de Lollapalooza nació con un espíritu tan alternativo que en sus primeras ediciones acogía tenderetes que vendían libros con instrucciones para fabricar bombas; así lo explica Oliver Keens en su libro Festivales: guía de un melómano sobre los festivales que debes conocer. Hoy sería inimaginable. De igual modo, en el Primavera Sound de 2001 hubiese sido impensable la presencia de artistas mainstream como Dua Lipa. Los festivales se adaptan a su público o se adaptan para atraer a otros públicos; pero, en cualquier caso, se adaptan. Se adaptan, incluso, para albergar a distintos tipos de públicos, espectadores con distintas exigencias y bolsillos. Y ahí aparecen las zonas vips.

Durante décadas, el único entorno de representación de música popular en vivo en el que los asistentes estaban segregados por su aportación económica eran los macroconciertos. A diferencia de la ópera, el teatro y los auditorios, donde desde tiempo inmemorial se pagan distintos precios en función de lo cerca o lejos que estás del escenario, esto nunca fue así en las salas de conciertos. Y tampoco en los festivales. En los festivales todos éramos iguales. A partir de cierto momento y, sobre todo, de ciertos aforos, esta posibilidad también se trunca y el festival adopta la política empresarial de los macroconciertos, ofertando distintos precios por distintos servicios en el mismo evento. Deja de ser un espacio en el que todo el público es parte de una misma comunidad. La segregación por zonas crea distintas comunidades y formas de disfrutar la misma programación. Unos se sienten en el CBGB neoyorquinos y otros, en el palco del Bernabéu.

 

(Ediciones Península, 2023 – 352 páginas)

 

Las promotoras de macroconciertos descubrieron hace tiempo el filón de las entradas a diferentes precios. Es un invento basado en la siguiente premisa: el concierto se celebra en un recinto tan grande que resultará incómodo llegar al lugar, aparcar, verlo bien y volver a casa. Ante toda esta serie de incomodidades que han generado los mismos promotores del concierto, al que tiene dinero se le ofrece entrada con zona de aparcamiento, acceso a una zona privilegiada frente al escenario, servicio de bebidas más cómodo, posibilidad de estrechar la mano al artista, algún souvenir y, si se tercia, alojamiento en la ciudad. El macroconcierto se transformó en un pack de ocio y turismo. El macrofestival también adoptó hace años este modelo. ¡Cómo si no iba a atraer a ese perfil de público con tan elevado poder adquisitivo que se niega en redondo a mezclarse con la plebe!

Como todo en este mundo, quien más dinero paga es quien más capacidad tiene para moldear el espacio a su conveniencia. Así es como empiezan a aparecer zonas cercadas frente al escenario a las que solo tienen acceso las personas que han adquirido el abono más caro y que arrebatan ese privilegio a las que llegaban antes porque admiraban más al grupo. Imposible olvidar el ataque de cólera de Josh Homme en el Mad Cool de 2018, cuando amenazó con suspender el pase de Queens of the Stone Age si la organización del festival no permitía que los fans, hacinados tras la valla de la zona vip, pudiesen saltarla y acercarse al escenario a disfrutar del concierto. La zona vip estaba prácticamente vacía.

 

 

La creciente presencia de ricos ha propiciado también la creación de recintos dentro del festival (villages, los llaman) con todo tipo de lujos y ofertas gastronómicas impensables unos metros más allá. Y así aparecen también esas estructuras elevadas que ofrecen mejor visibilidad a los que más pagan, y a los invitados. Cada año hay más espectadores que desean vivir los festivales con un extra de comodidad y la estratificación de públicos por zonas conlleva también modificaciones urbanísticas en el recinto que pueden limitar la visibilidad de los que menos pagan, e incluso dificultar su circulación por las instalaciones. Visto desde la distancia, un macrofestival también puede ser un laboratorio de castas, un experimento social donde conviven sin mezclarse distintas clases, una burbuja de contrastes extremos en un entorno pacificado por la música.

Durante años, los macrofestivales españoles se han nutrido de música indie, lo cual interpelaba a un público principalmente de clase media. Sin embargo, en los últimos han ganado mucho terreno los festivales de electrónica de baile, los de las llamadas músicas urbanas y de pop español mainstream. Hoy tenemos macrofestivales para adultos de clase media-alta con artistas reputados, producción exquisita y abonos a precios astronómicos, y macrofestivales para jóvenes de clase trabajadora con artistas más baratos, infraestructuras endebles y abonos a precio de saldo. Hay festivales para pijos y festivales low cost. Unos y otros aclaran cuál es su público objetivo el día que ponen sus abonos a la venta. Y, por supuesto, unos y otros pueden ofrecer zona vip. Tan clasista puede ser un festival que vende ostras y cava como uno cuya oferta gastronómica se limita al choripán. Del mismo modo, hay festivales que cuidan a todos sus públicos con esmero proporcional al dinero que han pagado y festivales que son incapaces de cumplir lo acordado tanto con el espectador de a pie como con el de zona vip. Entonces ya no hablamos de clasismo, sino de vulneración de derechos del consumidor.

 

*Nando Cruz (Barcelona, 1968) es periodista musical desde finales de los años 80. Colaboró en revistas musicales, prensa general, programas de televisión y de radio. En los últimos años disfruta como nunca visibilizando realidades musicales marginadas por la cultura oficial desde la serie de reportajes «Otros Escenarios Posibles», publicada en El Periódico de Catalunya y el programa de radio «10.000 Fogueres», que emite Betevé. Es autor de los libros Pequeño circo. Historia oral del indie en España y Una semana en el motor de un autobús. La historia del disco que casi acaba con Los Planetas.

 

Bache

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Revista digital. Cultura y sociedad.

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