[Atención: contiene spoilers]
La indiferencia se les nota en la mirada
En Austerlitz (2016), documental del bielorruso Sergei Loznitsa que toma su nombre de la novela homónima del escritor alemán W.G. Sebald, vemos contingentes de turistas recorrer las instalaciones de Sachsenhausen, un ex campo de concentración nazi en Alemania. Son todos planos fijos, en un blanco y negro nítido, con sol radiante. Los visitantes llevan anteojos negros. Mochilas. Celulares. Cámaras analógicas o audioguías. Nada diferencia este recorrido del que podría hacerse en un castillo o un museo de artes plásticas. La cámara de Loznitsa pasa casi desapercibida. Registra todo como un testigo invisible. Selfies frente a las puertas de hierro de la entrada con la leyenda Arbeit Macht Frei, una pausa para comer, un hombre que posa para la foto: en el patio, junto a unas columnas de piedra donde ataban a los presos y los dejaban morir a la intemperie, extiende los brazos simulando su ejecución. Clic.
¿La museificación del Holocausto convirtió a los campos en parques temáticos? Loznitsa: “Si las personas se comportan de modo indebido es algo que debe decidir cada espectador por sí mismo. A mí me pareció que la película funcionaría mejor en verano porque las cosas saldrían a la luz de modo más claro. Es el recurso de la hipérbole: para hacer visible algo tengo que reforzarlo. Pero en el fondo no es decisivo qué ropa tiene la gente. La indiferencia es imposible de ocultar. Se la puede ver en las miradas”.
La Zona de interés, film de Jonathan Glazer basado libremente en la novela de Martin Amis, tiene varios puntos en común con el documental de Loznitsa, empezando porque aborda el Holocausto sin mostrar una sola víctima. En ambos casos, la luz es estridente y natural. La elección de los encuadres, al momento de componer las tomas y los retratos de los personajes, busca evitar cualquier componente emocional o subrayado (en La zona de interés, la única excepción a este premisa estética ocurre cuando el primer plano de una azalea funde a rojo sangre).
Cualquiera de las películas del Holocausto, desde La lista de Schindler (1993), El Pianista (2002) o El Hijo de Saúl (2015) a los documentales más cruentos, como el célebre Noche y Niebla (1955), de Alain Resnais, despierta en nosotros sensaciones que se cierran sobre sí mismas: indignación, tristeza, perplejidad, el horror más absoluto. Quedamos vacíos y con pocas cosas para decir: las imágenes hablan por sí solas. En cambio, tanto en el caso del documental de Loznitsa como en el film de Glazer, como espectadores sentimos una incomodidad que va creciendo con los días y abre distintas líneas de discusión y pensamiento. Volvemos a la película para preguntarnos qué nos pasa con lo que vimos y, en el caso de La Zona de interés, también con lo que escuchamos.
El álbum familiar
La zona de interés está ambientada en la casa familiar de Rudolf Höss, teniente coronel de las SS y las Waffen-SS, y comandante de Auschwitz desde mayo de 1940 hasta finales de 1943. Vivía junto a su esposa, Hedwig Hensel, cuatro hijos y dos sirvientes cama adentro, en una casa de diez habitaciones, baños, cocina y jardín con pileta e invernadero al lado del campo de concentración. El jardín de la casa de los Höss limitaba con el muro de Auschwitz. El film surge a partir de veintiséis fotografías que componen el álbum familiar de los Höss. Las imágenes del álbum muestran a un ama de casa con sus hijos en la pileta, niños tirándose por el tobogán, corriendo, jugando con los conejos, personal de la casa preparando una fiesta en el jardín. Son fotos que podrían haber sido sacadas en cualquier lugar. En ninguna de las fotografías se muestra el reverso de la toma, es decir, el muro del campo de concentración.
Glazer reconstruyó el invernadero, el jardín y la pileta de los Höss. Y mostró el otro ángulo, donde aparecen el muro, los alambrados de púas, el perfil de las chimeneas, la humareda manchando el cielo. Con su director de fotografía, el polaco Łukasz Żal, montaron en la casa y el jardín diez cámaras que operan simultáneamente con escenas desarrollándose y siendo filmadas como si el público estuviera viendo transmisiones en vivo de Gran Hermano en el corazón del poder nazi.
En buena parte de la filmación, el director y sus asistentes no estaban presentes en el set. Observaban a los personajes en su entorno, que debía ser completamente verosímil para ellos en 360 grados. Necesitaban que las cámaras grabaran todo simultáneamente para que no fuera necesario moverlas y repetir la acción. Capturaron todos los ángulos a la vez para lograr un sensación de tiempo presente. Todo está filmado con luz frontal y natural. Todo está en foco.
El resultado es una recreación perfecta de la cotidianidad de la familia, que vivía en un estilo de vida campestre, de casa quinta con pileta. Los vemos nadar, hacer picnics, andar a caballo. El jardín desborda de flores y verduras, registrados obsesivamente por el ojo de Glazer. Höss va al trabajo y regresa, pero nunca vemos más allá del muro del perímetro. Nunca vemos un acto de violencia, un fusilamiento, un preso con su traje a rayas. El conflicto principal está en lo que sucede fuera de campo. Y Glazer se ocupó de eso con un recurso central para su cine: el sonido.
La película que oímos
Cualquiera que haya visto Under The Skin (2013) (si no quieren verla, vayan a este video de YouTube titulado How UNDER THE SKIN terrifies us with sound) ya sabía que Jonathan Glazer trabaja obsesivamente el sonido de sus películas. Para La zona de interés, el diseñador de sonido Johnnie Burn investigó durante un año y recopiló un archivo con cada sonido emanado desde el campo de concentración. Sonidos relacionados al exterminio y el sufrimiento humano, pero también a la industria pesada.
Como música de fondo de las conversaciones y los silencios, oímos el zumbido constante de las maquinarias, las órdenes de los guardias de las SS, ladridos, gritos de mujeres, de niños, detonaciones de pistolas o rifles, el estrépito de los trenes entrando a Auschwitz. Es una experiencia inmersiva que por momentos resulta escalofriante. Johnnie Burn, el creador de esta sutil pero terrorífica banda sonora en capas, estuvo a cargo de lo que el director llamó una “segunda película”. “Hay dos películas”, dice Glazer, “una la que vemos, otra la que oímos, y la segunda es tan importante como la primera, o incluso más”. Para dimensionar mejor el efecto, vale la pena hacer esta prueba: elegir una escena aleatoria, cerrar los ojos y escuchar los que suena de fondo.
La chica del campo
Como Loznitsa había hecho en su documental Austerlitz, Glazer encontró una nueva forma de contar un tema muy transitado. El sistema de cámaras al estilo Gran Hermano, la cuidadosa composición de los planos con luz natural, los mismos muebles que estaban en la casa de los Höss, incluso los foquitos de 40 Watts, porque en aquellos años no había más potentes; las locaciones, siempre dentro del círculo de Auschwitz, a 15 ó 20 kilómetros de distancia. Todo tan cerca de la realidad como fuera posible. Pero ese realismo se rompe en el minuto 26’. Y la película suma una nueva capa, con un giro cercano al cine experimental.
En el minuto 26’ entramos a otra realidad. Mientras Rudolf Höss lee “Hansel y Gretel” a su hija, cortamos a una escena nocturna, con la textura de un negativo fotográfico y una música ominosa, en la que una chica de unos doce años se desplaza clandestinamente por un sitio de construcción debajo de las vías del tren y coloca manzanas en la tierra para que los prisioneros hambrientos las encuentren al día siguiente. La nena encuentra un papelito de notación musical en una lata enterrada en la tierra. ¿Qué estamos viendo? ¿Un sueño? ¿Un fantasma?
La escena surgió a partir de una de las tantas visitas de Glazer a Auschwitz. El director conoció a una mujer de 90 años llamada Alexandra, que había trabajado para la resistencia polaca cuando tenía 12 años. Ella contó cómo había ido en bicicleta al campo para dejar manzanas, y cómo había encontrado la misteriosa partitura musical escrita, que resultó ser obra de un prisionero de Auschwitz llamado Joseph Wulf, sobreviviente de la guerra.
Investigando a las personas que todavía viven en el área, el equipo de filmación supo de un grupo de niños que eran partisanos y formaban parte de un movimiento de resistencia polaco clandestino llamado la AK. Llevaban documentos y compartían información dentro y fuera de los campos. Como eran niños, eran menos sospechosos. Alexandra simulaba trabajar en una mina de carbón, pero no estaba realmente en la mina. Era una chica polaca local, no judía, que vivía cerca y hacía lo que podía por los prisioneros.
Toda la escena de la chica del campo está filmada con una cámara térmica. Fue la manera que encontró el equipo de resolver una limitación técnica. ¿Cómo hacer visible, sin luces artificiales, a una chica que, en una noche de 1943, se escabulle en un sitio de construcción? Con la única herramienta que existe para poder ver algo que nuestros ojos no ven: la cámara térmica. No registra luz, sino calor. Y para Glazer fue metáfora de algo muy hermoso y poético en relación con Alexandra. “En oposición a la oscuridad absoluta de lo que ocurría ahí, ella brilla. La cámara refuerza la idea de ella como una energía”.
La mujer murió poco después de esa conversación que tuvo con Glazer. En la película, su personaje evoluciona hasta el color. Vemos a una chica real sentada frente a un piano real tocando la pieza de música que encontró en la lata la noche anterior. Esa nena usa el vestido de Alexandra y está en la casa de Alexandra. La bicicleta apoyada en la entrada también es la bicicleta original de Alexandra.
La banalidad
En una carta a su exalumna Hannah Arendt sobre los juicios por crímenes de guerra nazis, escrita en octubre de 1946, el filósofo Karl Jaspers le dijo que se sentía incómodo con su opinión de que el Holocausto había sobrepasado todos los límites de lo criminal. Esa línea de pensamiento podría ofrecer un rastro de «grandeza satánica» a los nazis, un indicio de «mito y leyenda». «Me parece que debemos ver estas cosas en su total banalidad, en su trivialidad prosaica, porque eso es lo que verdaderamente las caracteriza», escribió Jaspers. «Las bacterias pueden causar epidemias que exterminan naciones, pero siguen siendo simplemente bacterias.» La carta tuvo influencia decisiva en Arendt. Todos conocen su teoría sobre “la banalidad del mal”, surgida de la cobertura del famoso juicio en Jerusalén, en 1961, que llevó a Eichmann a la horca.
Al centrarse en las trivialidades de la vida doméstica, en el cuidado del jardín y las fiestas familiares, la película del director británico hunde el bisturí en las entrañas de esa banalidad, una casa con pileta vecina al campo de exterminio más grande del régimen nazi habitada por simples campesinos aspiracionales, bacterias para nada extraordinarias ni sofisticadas. En lugar de retratar el dolor de las víctimas, pone el foco en las personas comunes, los ciudadanos ejemplares ocupados en sus cosas, que aceptaron que todo sucediera delante de sus narices (si fue tan fácil, ¿no podría volver a pasar?).
Hedwig está constantemente ocupada, ya sea dando órdenes a sus empleadas domésticas o arrancando yuyos en el jardín. Al escribir el papel, Glazer dice que pensaba en la descripción que la filósofa Hannah Arendt hizo de los nazis como personas todo el tiempo ocupadas para no detenerse nunca a pensar. En Hedwig no hay reflexión ni consideración por nada ni nadie excepto por ella misma. Vive en su burbuja. La visita de la madre, en ese sentido, se presenta como una pequeña fisura de su aislamiento. Va a ser la primera persona en preguntarle por lo que hay del otro lado. “Ese es el muro del campo, ¿no?”. Después da nombre y apellido de una judía que ella conoce y, supone, ahora pasa sus días en las barracas. Hedwig le hace el tour por el jardín. “Tenemos romero, remolacha, hinojo, girasoles, zapallo… Rudi dice que soy la reina de Auschwitz”. Ambas ríen. Por la noche, la ventana del cuarto para visitas se enciende con el resplandor de las llamaradas de los hornos. La madre de Hedwig no puede conciliar el sueño.
Para Alexandra
¿No podría volver a pasar? En su discurso de aceptación del Oscar, Jonathan Glazer dio una respuesta: está pasando en la Franja de Gaza. Lo destruyeron. Hubo una carta abierta en su contra firmada por 450 actores, directores, productores y representantes de Hollywood. En redes sociales lo putearon. Richard Brody, crítico del New Yorker, fue pionero: había calificado La zona de interés, no sin cierta gracia, como “una forma extrema de Holokitsch”.
El discurso de Glazer dura 1:15. Lo pueden ver en YouTube. Cada uno sacará sus propias conclusiones. Lo interesante es que, sobre el final, el director se hace una pregunta. ¿Cómo resistimos a la deshumanización? En lugar de responderla con alguna especie de verdad revelada, Glazer hace una pausa y después dice: “Aleksandra Bystroń-Kołodziejczyk, la chica que brilla en la película, eligió resistir en vida. Le dedico esto a su memoria y a su resistencia”.