Decepciones, de Philip Larkin (Ediciones Universidad Diego Portales)
Subsiste un carácter veleidoso en la posición, o mejor dicho, en la voz del Philip Larkin entrevistado frente a la otra, quiero decir, la del poeta: comenzando de atrás para adelante el libro Decepciones, compilación de poemas que responden a su acotada obra, uno llegaría a sospechar que se está frente a un poeta de vanidad meridiana (una observación de color la otorga Al Alvarez en su ¿Cómo fue que todo salió bien? cuando afirma que Larkin se retiró del circuito literario “para afilar su misantropía”), uno que se recubre de una máscara de falsa modestia para asestar golpes arteros (en un momento le preguntan si es Borges el único otro poeta de peso que también es bibliotecario como él y responde “¿quién es Jorge Luis Borges?”); pero sorpresivamente, cuando se continúa en la lectura desde el último poema de Ventanas Altas (‘La explosión’), hasta el primero de El barco del norte (‘XVI’) uno va comprendiendo de qué factura está hecha la madeja: se trata, antes que nada, del poeta más tímido de la literatura inglesa.
Pero no hay que confundir timidez con naïveté; en Annus mirabilis, por ejemplo, se ejercita en el arte de la parábola sexual cuando asevera que “Hasta ese año (1963) solo había existido / algo así como un regateo, / disputas por un anillo, / una vergüenza que comenzaba a los dieciséis / y se extendía luego sobre todo.”, para más tarde añadir “Hasta que un día se acabó la pelea: / todos sintieron lo mismo / y vivir se volvió / un brillante hacer saltar la banca, / un juego difícil de perder.” Aquí el poeta funde su experiencia con el espíritu de la época, una que llega demasiado tarde para él. Nos recuerda Damià Alou en otra compilación que hizo junto a Marcelo Cohen, que Larkin observaba que “la poesía debería comenzar con una emoción en el poeta, y acabar con esa misma emoción en el lector. El poema no es más que el instrumento de transferencia” y efectivamente es lo que sucede en los casos de ‘Viejos lesos’, ‘Ventanas altas’ o ‘Conversar en la cama’: en estos se respira el drama doméstico (la aparición de los métodos anticonceptivos, las fatalidades caras a la senectud o el silencio que se establece en el lecho conyugal) que resulta ser el común denominador de los seres sensibles: el poeta es a la vez un traductor que transforma en signo lo que ve, lo que oye, siente e imagina. Last but not least, un haz de luz riega las páginas de Larkin como bien lo hace notar Seamus Heaney en su dedicado epílogo, pero en un movimiento antitético en donde la representación se presenta a un mismo tiempo en su variante positiva y negativa; volviendo a ‘Viejos lesos’ rescata aquellos versos que son, paradójicamente, los más oscuros: “Ser viejo, tal vez, es tener en la cabeza / habitaciones iluminadas, con gente actuando”.
Es entonces que uno tiene, al acabar la lectura (o al comenzarla si se ha leído el sumario a contramano), con la sensación de haber abarcado las diversas aristas de un poeta que no es mayor (no es un Pound, ni un Eliot ni un Frost), pero que tampoco es el menor de una antología, sino al discreto amanuense al que aspiró convertirse Philip Larkin.
Ideas diversas, de César Aira (Blatt & Ríos)
Cada libro de Aira que sale al mercado, una suerte de gran obra orientada en folletín, supone una nueva cota humana en el ejercicio de la escritura, un paso más en esa fuga hacia adelante que se presume infinita. No importa ya de qué categoría o género se trate (novela, novelita, cuento, ensayo o digresión menor), Aira ha logrado superar las barreras del gusto, del tema o de la preocupación de la época. Su Gesamtkunstwerk es, ante todo, la Idea: como si se tratase de un orfebre muy ducho en su oficio, Aira moldea en la idea un circuito de canales que llevan a cualquier parte. En el arte de la novela nos ha conducido a la historia de un arquitecto desaparecido, a la de un científico que quiere consolidad un ejército de Carlos Fuentes para dominar el mundo o a la de un hombre que vive mil situaciones con la revista Artforum, etc. Una vez que Aira tiene la idea su maquinaria se desplaza sin sobresaltos. No ignorando esto, dispone en Ideas diversas (y antes en Continuación de ideas diversas) un catálogo de éstas al desnudo, es decir, sin el escenario de fondo en donde lucirse y en orden alfabético (también monta sobre su ejercicio un procedimiento surrealista), lo que da como resultado un frenesí que no frecuente en el resto de su obra, ni siquiera en la ensayística de viejo corte.
Ajeno al uso de las redes sociales, parece haber entendido que no es sino a través de pequeños impulsos –alrededor de setecientos caracteres– que se accede a un lector contemporáneo que gusta pasar de tema en cuestión de segundos. Bajo esa lógica se permite todo: sopesa sobre el paso del tiempo y la muerte de Luis Chitarroni; retoma su posición apolítica; analiza brillantemente el carácter profético de la forma en la topología de las nubes; recuerda algunos episodios de su infancia en Pringles; considera la forma de leer de Raúl Ruiz; vuelve sobre la dinámica de los cafés en donde escribe; afirma que la Recherche… de Proust es antes un ensayo que una obra de ficción; nos revela por qué Roussel es el autor de su vida; se queja de que sus lectores jamás vieron en sus ficciones innumerables especímenes de un roman à clef; visita con frecuencia el diario de John Evelyn; da cuenta de lo que tarda uno en refinarse, and so on and so forth… Es un libro, en suma, extraordinario ya que pocas veces (o tal vez nunca) se ha visto a un autor con una claridad y un didactismo tan palpables a la hora de considerar la vida y las ficciones y aun así, jamás se ha visto a un autor que siga sosteniendo el misterio que rodea a un pequeño bibelot foráneo o a una causerie oída al pasar en la esquina de un bar: porque es justamente el génesis de la idea, la construcción de la Gran Idea aireana la que hace que nos preguntemos: ¿cómo es posible volver a hacerlo de nuevo? La respuesta a esto quizás se encuentre en su próximo libro.