A principios de los años ’90, el legendario baterista, compositor y cantante de Manal —que murió el pasado 4 de mayo, a los 78 años— conversó con el periodista y escritor Osvaldo Baigorria. Rock, guita, Buenos Aires y el grito aliviador del blues.
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*Por Osvaldo Baigorria
Foto de portada: Rodolfo Vanni
Siempre recuerdo su voz. Es una de las constructoras de ese conglomerado de prácticas y discursos que en Argentina llamamos rock. Ahora la tengo frente a un grabador, sobre la mesa que compartimos con un gatito que rasca sus uñas contra mi portafolios. Más que una entrevista es una charla, en la que cada tanto me descubro asintiendo con la cabeza ante ese sonido familiar que habla de la misma forma en que cantaba «No pibe» o «Para ser un hombre mas», corno si hubiese penetrado hace años en mi cerebro y dejado allí sus ecos. Una voz ortodoxa, áspera, negra, que habla del rock desde la vereda del blues, desde el escenario del tambor, desde el alarido amplificado en los parlantes. En una época de tantas interpretaciones, teorías y relatos sobre el rock, será inútil pedirle que defina el significado de esa palabra de cuatro letras. Es la voz de un músico, un operador de sensibilidades, no un fabricante de ideología. Y hablará de música. Dirá que el sentido rítmico le viene de familia: nacido en el ’46, en el barrio de Coghlan, de padre uruguayo, creció en contacto con el candombe y aprendió a tocar en tamboriles el borocotó, «que no es un comentarista deportivo», aclara, «sino la onomatopeya de uno de los ritmos del candombe uruguayo». Estudió industrial, hizo el ciclo básico y abandonó el secundario, para graduarse de drop-out, un título honorable en la época. Trabajó desde los doce años en una fábrica textil, haciendo repartos con un camión por las mañanas. También fue cadete de oficina y empleado en una casa de cambios de divisas en la City, «hasta que Krieger Vasena suprimió el cambio libre, nos eliminó a todos, y con la jugosa indemnización me compró mi primera batería, una Ludwig». En el ’67 preparó el trío Manal, con Claudio Gabis y Alejandro Medina. Su primer concierto fue en el teatro Apolo. Pero el sitio en que se lo empezó a conocer como rockero fue el Instituto Di Tella, a partir del ’68.
¿Qué diferencias ves entre el rock de aquella época y el de ahora?
Javier Martínez: Musicalmente, el rock de los orígenes era claramente rock; y la gente que decía tocarlo generalmente lo tocaba. Después creció, y la gente que antes lo despreciaba, tanto desde el lugar de la reflexión política como desde el gusto musical, ahora lo utiliza. Lo que demuestra la fuerza del género como convocatoria o cómo rótulo. Yo tengo una posición bastante ortodoxa al respecto. Para mí, rock es Chuck Berry, los Rolling, Elvis, y hablando del nacional es Pappo, o Spinetta cuando hacía Pescado Rabioso. Lo de Fito Páez no me parece rock. Creo que es un poeta muy audaz, sus letras me gustan, es un cantante popular, con bases que tienen que ver más con el funky o con el soul. No lo veo como rockero, no lo siento así. Tampoco a Baglietto y mucho menos a León Gieco o Mercedes Sosa, que estuvieron unidos al movimiento rockero. Esto no es una crítica. O si lo es, está hecha con mucho respeto. Los Beatles, que hacían rock, también tenían canciones como “Eleanor Rigby” o “Yesterday”. Y Spinetta, que es un ecléctico con mucho talento, podía mostrar su veta rockera en Pescado, aunque con Jade hiciera algo jazzístico. Pero el rock concretamente es una emoción y una atmósfera. Jimmy Hendrix es rock. Pappo es rock. Los Redondos, a quienes respeto mucho, la primera banda autogestionada y autoproducida en la Argentina. Tienen swing, con un componente jazzístico y también del primer rock and roll. Lo que todavía no me llegan son sus letras, no sé de qué hablan, parece un lenguaje para iniciados.
Tal vez se les cuelga la etiqueta del rock porque éste se transformó en la modalidad de la época y todo puede caber en su interior…
Sí, muchos utilizan del rock eso que éste ha producido como cultura y corno fenómeno dentro de la música, que es fundamentalmente la irrupción de la electrónica. Algo que siempre hablábamos con Moris: a partir de los secuenciadores, de esos sintetizadores donde apretás una tecla y suena una orquesta completa, ya las grandes estrellas no son Elvis o Los Beatles, sino Yamaha, Pearl, Tama, Ibáñez.
Y no sólo caben nuevos instrumentos o estilos musicales dentro del género, sino también teóricos, filósofos, antropólogos, hasta políticos del rock. En el futuro no sería improbable que tuviéramos algún presidente rockero, siguiendo el ejemplo de Clinton.
A mí me provoca una sonrisa irónica que ahora se hable del rock también como política o ideología. El músico es como cualquier persona: uno le imprime un tinte ideológico a todo lo que hace. Así que siempre habrá rockeros de derecha o de izquierda.
Es que el rock tiene un fuerte componente histórico: se «nacionaliza» en Argentina en una época muy particular, ligado a cambios en las costumbres que nos remiten a los años 60. Hoy la modernidad resultaría impensable sin el rock, así como sería inútil concebir la historia sin Bach o Beethoven.
Claro, quedó unido a cambios políticos, sociales, generacionales. La fuerza que tiene demuestra que expresó las inquietudes, lamentos, alegrías y expectativas de más de una generación. Si no, no hubiera durado tanto. Y eso debe ser lo que mueve a escribir y reflexionar sobre el género. Pero muchas interpretaciones están de más. Fijate la cantidad de historias del rock nacional. A ver, agarremos una revista de USA. ¿Hay alguien que esté contando la historia del rock norteamericano? ¿Qué les pasa a todos los periodistas de acá que quieren contar la historia del rock? Será una fiebre, una moda, un buen negocio; no sé, no quiero pensar mal. Pero me pudre que se mire tanto para atrás: la historia del rock hay que hacerla, mirando para adelante, sin idealizar lo que pasó hace 25 años. Aquella fue una época re-difícil, complicada. Los empresarios que estaban en el espectáculo no pensaban que el rock podía ser un negocio. Pero eso no quiere decir que no lo fuera. La prueba es que poco después se convirtió en un negocio millonario.
¿Podías vivir de la música cuando estabas con Manal?
Ganaba guita por las presentaciones en vivo, en directo. Pero nunca vi un mango por ningún disco de Manal. Mandioca no tuvo una actitud muy transparente que digamos. En eso la compañía mitológica, maravillosa, origen del rock nacional, fundada por Jorge Álvarez no se diferenciaba en nada de las grandes multinacionales. Es un problema mundial: nunca pagan las regalías en regla a los músicos, que son los que producen la materia prima de la industria. Y esto dio lugar a que algunos músicos fundaran sus propios sellos independientes, como Zappa, o como acá Litio Nebbia con Melopea. Pero de cualquier manera, lo bueno de Jorge Álvarez no voy a dejar de señalarlo: fue el tipo que grabó, produjo y lanzó el rock nacional. Sólo que se la llevó toda él. La transa de Jorge era: “Te saco del anonimato pero la guita me la quedo yo”. Lo mismo hizo con los escritores que él publicó. Así que no hay que mitificar esa época, ni contarle mentiras a las generaciones jóvenes.
¿Creés que el rock es todavía una fuerza residual, algo contestataria o no del todo integrable? ¿O que ya es la sensibilidad dominante de la época y un día terminará y será reemplazada por otra?
Yo soy músico y me gusta volver al centro de la cuestión. El rock es un género. Y eso es más fuerte que ninguna otra cosa. Porque su fuerza no reside en actitudes que hasta parecen fabricadas. Las usinas de producción, sobre todo inglesas, siempre se la pasan fabricando alguna transgresión nueva para incorporar al rock. Sabemos que éste tiene más magnetismo y capacidad de convocatoria que muchas ideologías o corrientes partidarias. Eso te demuestra que la pulsión que está detrás de un género es algo fuerte, relacionado con lo más esencial que hay en el alma de los pueblos, que los trasciende, que pasa de un pueblo a otro y que se transcultura.
Pero es algo más que un género musical. No es infrecuente oír hablar del rock como «cultura».
Sí, de acuerdo, es una manera de ser, de vivir, encierra corrientes filosóficas, políticas, pero eso también pasa con el tango, que está unido a una escala de valores, a un léxico, a códigos, a formas de vestir. Esto ocurre cuando un género es auténticamente popular.
¿Hay escalas de valores en el rock? ¿O te atreverías a describir dos o tres cualidades que un rockero debería cumplir?
No, porque en ese caso estaríamos haciendo las Sagradas Escrituras y el Dogma Rockero. El rock es tan fuerte que puede globalizar tendencias opuestas y escalas de valores y filosofías disímiles. En él hay muchas líneas paralelas. No es lo mismo el tipo al que le gusta el blues que quien está en el heavy metal o con el jazz-rock. Es un árbol con muchas ramas. Pero no hay que olvidarse de algo fundamental: se trata de música. Musicalmente, ¿cuál es la escala de valores del rock? Para mí, tiene que tener una cosa que muchos de los pseudo-rockeros de los últimos tiempos están tratando de amasijar: swing. El rock tiene que tener swing. O sea. balanceo, movimiento. Ese ritmo, ese éxtasis, ese estado de trance, ese placer rítmico unido a todos los ritmos afroamericanos. El rock, como dice un título de jazz, no significa nada si no tiene swing.
Vos sabés que para la filosofía la música presenta problemas muy complicados. Algunos proponen que empezó por imitación de los sonidos animales, como el de los pájaros, por necesidad de los cazadores de aproximarse a sus presas.
Yo hago un par de cálculos. Las manifestaciones primitivas de la música se relacionan al trance en que entrás, por ejemplo, al tocar el tambor, que debe ser una de las formas de meditación más arcaicas. El ritmo te hace entrar en trance y llega un momento en que atravesás varias zonas de cansancio, y si las superás después ya no sentís nada. Esto sin duda tuvo que ver con los rituales. La voz, al acompañar estos estados de trance que se conseguían con la repetición, construía esa cosa mántrica de las formas litúrgicas de las antiguas religiones. O sea que al nacimiento de la melodía lo veo ligado al de la voz humana. Y al mismo habla. Incluso ahora, cuando hablamos, estamos tejiendo una melodía aunque no seamos conscientes de ello. Si hacés el ejercicio de escuchar esta conversación grabada y te despegás, intentás no escuchar lo que se está diciendo, percibirás el desarrollo de tonos, cómo suben y bajan, las inflexiones, te darás cuenta que hacemos música. Pero estamos tan dentro de nuestra melodía al hablar, que no la captamos.
Bien. ¿Pero qué es para vos la música?
Ah, una pasión. Un enamoramiento fabuloso.
¿Qué expresa esta inclinación por el blues? ¿Algo que tenga que ver con el tango?
Mirá, en su nacimiento el rock fue un blues rápido, al cual también se lo puede llamar boogie. Y al blues lo tradujeron siempre como tristeza o melancolía. Pero a diferencia del tango, el blues tiene un poder catártico y curativo. Si yo escucho un tango con letra triste, tipo “Desencuentro”, con su ‘ni el tiro del final te va a salir’, me deprimo más. En cambio, el blues me disminuye la tristeza. Los gritones del blues, los blues-shouters, con sus alaridos, son directamente catárticos. Y todo eso también dio origen al rock. Una actitud que quiere superar la queja histórica que existe en el inconsciente colectivo de los argentinos. Una actitud que dice: yo ante el dolor prefiero un grito, que por lo menos me alivia, en vez de ponerme a llorar silenciosamente en un rincón.
Un día en El Samovar de Rasputín (N. del E: un bar cultural en La Boca) me preguntaba precisamente qué raíces podía tener el blues en una ciudad como Buenos Aires…
Hay un concepto que en musicología nadie pone en duda: que después de 25 años un género toma carta de ciudadanía en el país en que se lo practica. Cuando había gente que dudaba de si podía haber un rock o un blues nacional, dábamos el ejemplo del vals, que es austríaco, y hoy existe junto a la ranchera mexicana y al valsecito peruano. Nadie le dice a un folklorista que es extranjerizante porque está imitando a Strauss, ni le reprochan que use la división del tres por cuatro que de los salones aristocráticos vieneses llegó hasta la pampa. Esta es una de las mayores diferencias entre antes y ahora. Cuando empezamos había gente que nos discutía en términos de lo nacional y lo extranjero. Hoy nadie discute al rock. Ha pasado a ser un género que se acriolló, que forma parte del folklore del siglo XXI. Y seguirá existiendo, junto a muchas cosas que se llaman rock aunque no lo sean, y que tendrán ese nombre tal vez porque no se sabe muy bien cómo llamarlas.
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(Esta nota fue publicada originalmente en el número 4 (junio-julio de 1993) de la revista cultural La Caja, dirigida por el filósofo Tomás Abraham y en la que participaban escritores e intelectuales como Christian Ferrer, Claudio Uriarte, Horacio González, Carlos Correas y Eugenio Zaffaroni, entre muchos otros).
* Osvaldo Baigorria (Buenos Aires, 1948) es escritor y periodista. Vivió en varios países, escribió para medios argentinos y extranjeros, fue catedrático en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y publicó 18 libros, entre ellos Sobre Sánchez (2017, Mansalva); Correrías de un infiel (2020, Blatt & Ríos); El ladrido del tigre (2021, Blatt & Ríos) y Según: una autobibliografía (2023, Caja Negra).