Marta Minujín: el arte hace pop
En el mes en que cumplió 80 años, un perfil de la gran artista argentina y un repaso por el boom que generó su irrupción en la década del ’60, de la mano del Instituto Di Tella. Por Christian Ferrer.

La caja de sorpresas de Marta Minujín. El arte hace pop

por Christian Ferrer*

Foto de portada: Marta Minujín en París en 1963 (Clarín, Wikimedia Commons)

 

En principio, Marta Minujín en una fotografía de prensa, discando un número dentro de una cabina telefónica, que lo era, amén de ser una obra de arte a la que llamó “Minuphone”. En aquel momento, era 1967, tenía veinticinco años, espíritu arrollador, ganas de sobresalir y pinta extravagante. Unos pocos años antes había atravesado, como vivaz llamarada, el centro del escenario, dejando a su paso una estela de desconcierto y desprejuicio, de alocamiento, en un medio ambiente todavía muy formal. Ella siempre dio la impresión de persona muy joven y eso ya constituía un bien estratégico de la época. Era fácil fotografiarla: llamativa, impetuosa, parecía dar el perfil fotogénico de la hora, la de un ser “creativo” y pintoresco. En todo caso, allí donde fuera se volvía una presencia excéntrica, como recién aterrizada, o como si acabara de testear un potaje lisérgico y atribuirse una potestad, la de redefinir la idea de obra de arte en sí misma. Lo cierto es que su arribo fue providencial, por no decir arrasador: el puesto de “artista representativo del momento actual” estaba vacante.

Su currículum era breve pero notorio. A los dieciocho se había establecido en París con una beca del Fondo Nacional de las Artes. Allí conoció gente, hizo contacto con otros artistas, produjo obra, luego la destruyó. Con otra beca, la Guggenheim, llegaría a los Estados Unidos, en 1966. Pero previamente, en apenas un par de años, protagonizó una manifiesta entrada en el tablado de las vanguardias locales cuando se alzó con el primer premio del Certamen Nacional del Instituto Di Tella del año 1964. La obra, cuyo marbete rezaba “Revuélquese y Viva”, consistía de un habitáculo recubierto de colchones multicolores entreverados. Ese material de composición no tenía legitimidad, no aún. Pero lo que vino después haría ruido, mucho ruido, incluso historia: la promoción de la obra de arte como dispositivo sensorial, participativo, desarticulante, “loco”. La opinión pública se enteró y el nombre de Marta Minujín pasaría a ser sinónimo de “happening”.

Hoy parece insólito la cantidad de centímetros que diarios y revistas de actualidad concedieron a la persona y a las creaciones de Marta Minujín, entre las que se destacó Primera Plana, que facetaba el gusto de políticos, empresarios, profesionales, universitarios, escritores y artistas. Después de todo, la algarabía y la barahúnda de las puestas en escena que por entonces tanto llamaron la atención tenía un dejo de revuelta festiva. A la distancia, lo que pareció ruptura o novedad o escándalo se revela algo fechado o un poco infructuoso o no tan radical. No obstante, la figura social del artista siempre importó y el resultante suele depender de la confluencia afortunada entre las expectativas del público, la apropiación del “momento oportuno” por parte del artista y la bendición del siempre misterioso “espíritu de los tiempos”. En su momento la juventud y el desparpajo de la Minujín resultaron ser atributos óptimos para hacerla cuadrar en el tipo ideal de artista de la tornadiza década de 1960. De hecho, para la gente que suele mirar el arte desde afuera, Marta Minujín -figura colorida, aire narciso, gestas megalómanas- daba la imagen esperada y cabal del artista argentino moderno, así como Andy Warhol -un conocido suyo- también había logrado serlo, a escala mundial.

Más que la eternidad a ella le interesó, primordialmente, la actualidad, el esplendor del suceso, no la gloria del museo. El gesto entonces, no la autoridad que las instituciones confieren, a veces por siglos y siglos. Su autenticidad emanaba de su forma de experimentar el hecho artístico -“todo es arte”-, lo que no excluye, muy por el contrario, el usufructo de las posibilidades. Ella no había encontrado motivos para menospreciar la oferta de realizar un happening por televisión, en vivo y en directo, que fue transmitido por el canal estatal, una oportunidad poco habitual para ese entonces. También había vislumbrado que París ya no era el lugar donde se decidiría qué cosa es el arte sino, mar de por medio, New York, una cesión de cetro a la cual Argentina solo podía asistir desde lejos. Marta Minujín siempre vivió en tiempo presente, aunque en su propio tiempo, en un mundo propio: “Pienso que soy de otro planeta”. O bien había sido creada ex-nihilo por un medio de comunicación o bien era ella su propia “creativa”. Pero sin dudas estuvo situada en su tiempo, a su altura. Atrás suyo retrocedía el existencialismo, una política de la vida que había complacido a la generación anterior; por delante, pero aún no manifestada del todo, la politización de arte y vida, que revolucionaría no ya a la obra de arte sino la existencia en sí misma. En la rendija que por un tiempo se abrió Marta Minujín pudo descollar con sus obras experimentales y hasta se volvió famosa. En sus propias palabras: “¡Me hice pop!”.

 

Marta Minujín siempre vivió en tiempo presente, aunque en su propio tiempo, en un mundo propio: “Pienso que soy de otro planeta”

 

Marta Minujín, circa 1960 (Sameer Makarius – Wikimedia Commons)

Lo nuevo

Si algo dio relieve a la década de 1960, eso fue la rotunda preeminencia otorgada a la juventud y la tecnología, dos poderes que se estaban despabilando y ya encargándose de conducir el porvenir. Ser joven presuponía un valor en sí mismo y hasta hubo algún renombrado filósofo que elevó esa etapa de la vida al rango de sujeto revolucionario. Pero la cosa no fue para tanto, menos una apostasía política que un parricidio cultural. Lo cierto es que buena parte de la juventud occidental juzgó que lo heredado apestaba a viejo, a “caduco”. También en esto Marta Minujín estuvo en el lugar indicado, con la edad oportuna, con la actitud adecuada. Habiendo vivido ya siete décadas ella declaró hace poco tiempo: “Tengo veinticinco años siempre”. La otra potencia de la época era la innovación técnica, ubicua y abundante en ámbitos domésticos, laborales y urbanos, particularmente en lo que hace a la logística de la comunicación de masas. Era una voluntad en la que confluían el saber y el poder. Sus máximos emblemas eran la acumulación de misiles con cabeza atómica y el envío de cohetes tripulados al espacio exterior, designios titánicos que no pueden ser desvinculados de la más prosaica y progresiva mecanización general de la existencia, tampoco de los proliferantes objetos de consumo, cuyo retocado final estaba a cargo del diseño gráfico, el industrial, y el de moda. A los ejércitos a veces los forman los soldados, y otras veces los clientes. Un mismo ensamblaje comenzó a liar arte, medios masivos, fundaciones privadas, curadurías de exposiciones y otros dictaminadores del gusto estético, mutuamente imbricados a partir de intereses convergentes, no siendo el menor de ellos la actualización tecnológica, tanto de los materiales de composición como de flamantes conceptos de la teoría estética.

Hoy, la tecnología es un componente de obra que no llama la atención por demás, pero por entonces era un recurso infrecuente, tenía algo de osadía, de “originalidad”, y eso en un tiempo en que los cuadros todavía eran pintados sobre caballetes y en que la gente lega se figuraba al artista con paleta en una mano y encuadrando con el dedo pulgar de la otra a musas inspiradoras con pocas prendas, si alguna, sobre la piel. Pero el umbral ya había sido traspasado. Para la década de 1960 el surco abisal abierto por las vanguardias estéticas de comienzos del siglo xx era parte del inventario y además existían el arte óptico, el arte cinético y el videoarte, y otras tendencias que cuestionaban hasta el hueso a las instituciones del arte y la definición social de obra, entre otras el situacionismo, el body-art, el arte efímero, el teatro-guerrilla, el arte-basura, el arte-correo, el arte destructible e incluso el arte auto-destructible. Más relevante es el uso, por parte de Marta Minujín, de materiales del escalafón más bajo, tales como colchones, disfraces de astronauta o toboganes, es decir cotidianos, o de tecnologías recientemente incorporadas a la vida cotidiana, como el televisor o la computadora. En varias obras de este período ella recurrió a aparatos de radio, aparatos de televisión, cámaras fotográficas y altavoces, como en “Simultaneidad en Simultaneidad”; cámaras de filmación, en “Minucode”, y computadoras, en “Circuit”. Siempre tuvo olfato fino con respecto al fenómeno de los medios de comunicación, y también para transformar a la obra en “evento”.

El entrelazado de arte y tecnología, desde luego, no era una primicia. Ya la Revolución Industrial se había transformado en un tema en sí mismo, sobre todo para la poesía y la pintura. Desde fines del siglo xviii se multiplicaron en las telas puentes de hierro, estaciones de ferrocarril, barcos de vapor, fundiciones, viaductos, talleres, túneles, hilanderías, y también obreros. Eran obras que no siempre exaltaban el poderío de la industria o de la máquina, representadas muchas veces sobre un fondo de irreversible destrucción de paisajes y hábitos de vida. Anunciaban el final del orden bucólico, del mismo modo en que, a mitad del siglo xix, al concebir Las flores del mal Charles Baudelaire no necesitó de mayores referencias al mundo rural de las “ánimas” para dar cuenta del alma urbana. En consecuencia, la “marina”, como género pictórico, iniciaba su retirada. Luego llegaría el interés descreído de los dadaístas por las maquinarias, el impacto del panorama visto desde un avión sobre la estética cubista, la inquietud fascinada de los surrealistas por los objetos artesanales en desuso y por fábricas abandonadas, y al fin la enfática toma de partido de los futuristas por el ritmo acelerado y los automóviles de carrera. Para fines de la década de 1960 el uso de materiales novedosos de composición estaba afincado, pero muchos ya imaginaban obras no escindibles de la tecnología.

 

Marta Minujín en La Menesunda (1965)

Se innovó: la obra de arte era ahora experiencia más que mercancía apta para ser exhibida, intercambiada y archivada. La pintura de caballete siempre ha prosperado entre cuatro paredes, en lo que concierne a su realización, su circulación y su destino final, e incluso puede quedar enclaustrada, si su cotización alcanza la del “óleo consagrado” con que antiguamente se ungía a los reyes, en la caja de seguridad de un banco. En cambio, el happening, quiere “acontecer” y consumirse en sí mismo, dejando tras de sí la emoción que suelen brindar los sucesos extraordinarios. Acción y participación, ese era el lema, y su retintín, a tono con la época, es político. Los primeros happenings de Marta Minujín tuvieron lugar en París, hacia 1963, pero casi de inmediato los perfeccionaría en el país, en el Instituto Di Tella. En Francia, ella había incinerado obra amontonada en una pira de fuego. Lo mismo hizo en 1966 Rubén Santantonín, el coautor, junto a Minujín, del happening más famoso de la década, llamado “La Menesunda”. Afirmaban, en un ademán espectacular, que el acto de crear era perecedero. Pero simbólicamente estaban ejecutando un auto de fe, menos un sacrificio que una saturnalia, quizás un coletazo tardío del dadaísmo o una celebración anticipada de la “muerte del arte”. ¿Era arte, no lo era?

En 1964, en un estadio montevideano, Marta Minujín presidió sobre una serie de acciones simultáneas que serían conocidas bajo el nombre de “Suceso Plástico”, un happening protagonizado por veinte mujeres gordas rodando por el piso, veinte atletas levantando en andas a las concurrentes femeninas, veinte coristas decorando a los señores presentes con guirnaldas de besos, veinte parejas de novios entrelazados, veinte motociclistas, además de quinientos pollos correteando por todas partes más lanzamiento de harina y música de Bach a todo lo que da. Marta Minujín arribó al lugar en helicóptero y todo duró ocho minutos. También terminó su estadía en el Uruguay, país del que fue invitada a salir y al cual no podría regresar por un tiempo. En “La Destrucción”, de 1963, varias obras realizadas a base de colchones fueron destrozadas por un verdugo a fuerza de hachazos y de inmediato puestos en llamas por la artista, siendo liberados en la ocasión quinientos pájaros y cien conejos entre los participantes. Para “El Batacazo”, también de 1964, solo se requirieron de algunos cuantos conejos pero hubo que conseguir centenares de moscas vivas, amén de jugadores de rugby, disfraces de astronauta, luces de neón y toboganes. No sorprende que en su momento la gente hiciera cola para entrar al Instituto Di Tella. No todos los días hay tanto show.

En una Buenos Aires de costumbres y consumos mucho más “barriales” que los de ahora y con acceso más pausado a las novedades estéticas y tecnológicas venidas del exterior, participar de un happening debía parecer algo “sensacional”. En verdad, de eso se trataba, de despertar sensaciones, entre otras, la sensación de haber sido, de algún modo, partícipes de la obra. Hay que imaginar la desgastante rutina de entonces, la mufa de todos los días, la chatura de los barrios un domingo por la tarde, la formalidad en el trato, la alienación sexual, el autoritarismo ambiente, para poder comprender la animada impresión que un empleado de oficina o una ama de casa, pero también los cultos y los académicos, atesoraban a su regreso de la excursión. Debían quedar sacudidos por un rato, como en los antiguos aquelarres.

Había público para estas cosas, gente joven, universitaria, profesional, ya habituados a la presencia de la televisión y abonados a órganos de actualización que los enteraban de las novedades europeas y crecientemente de las norteamericanas. Pero no es posible dar cuenta del aggiornamento de la escena sin abarcar la concomitante modernización de las instituciones estatales, de las carreras universitarias, de los estratos gerenciales de las empresas, de la investigación de mercado y del periodismo especializado en el formateo intelectual de las nuevas camadas de dirigentes políticos. Por otra parte, el Instituto Di Tella, fundado en 1960, resultaba ser un imán para artistas de vanguardia y muy pronto lugar de consagración, una vez que nuevas pautas de juzgamiento estético fueron instaladas por Jorge Romero Brest, director de su Centro de Artes Visuales y suerte de pontífice de la crítica de arte vernácula.

Los happenings, impactantes de por sí, acicateaban a los concurrentes con un collage de estímulos. Con ello se procuraba una metamorfosis, “darlo vuelta” al espectador, descontrolarlo, instigarlo a intervenir. Se diría “desalinearlo” por medio de montajes surrealistas más festivos que inquietantes, lo que equivale a la psicodelia. Es la lógica del desconcierto forzoso, que si por un lado pretendía replicar la fragmentación del mundo ocasionada por los medios masivos, por el otro buscaba ensanchar, y mucho, la idea misma de obra de arte. Y todo sin caras largas ni angustias enroscadas. Quizás Marta Minujín haya querido injertar dicha y juego en el arte. La década de 1960, a la que ella se había amoldado dúctilmente, fue una época en la que todo el mundo quería ser creativo y feliz.

 

Alguna vez dijo Marta Minujín: “Tuve una vida muy azarosa y difícil hasta que cambié, y todo empezó a ser divertido. Eso fue cuando comencé a ser pop”

La llamada telefónica

La mejor explicación del funcionamiento del artefacto en cuestión la dio Marta Minujín en declaraciones a un periodista: “Cuando marcas el número, te pasa de todo”. Lo que pasaba concernía a un sinfín de efectos súbitos, no contemplados en el manual de uso, que descolocaban al usuario de una cabina telefónica en la que hasta ese momento creía estar bien situado. La llamada se producía, cierto, pero quien se comunicaba pronto sentía estar dislocado en el lugar: veía su propio rostro reflejado en un monitor de televisión, a las paredes del cubículo llenarse de un líquido de color negro, aislándolo, y después oía su propia voz retornando, pero a destiempo, y encima el humo invadía el rectángulo vertical, y así sucesivamente a medida que se interactuaba con el aparato. El acto común y repetido, es decir genérico, de hacer una llamada telefónica se volvía singular y personal como consecuencia de disturbios del medio de comunicación. La cabina telefónica devenía en objeto inquietante.

Eso era el “Minuphone” de Marta Minujín, una “ambientación” exhibida en 1967 en la Howard Wise Gallery de New York, especializada en arte cinético y escultura lumínica. Un lugar de adelantados. Hoy, una cabina telefónica “animada” que reciba albergue en una muestra de arte difícilmente suscitaría incredulidad o repudio, como tampoco un mingitorio acoplado a la pared de un museo motivaría ya querella alguna con respecto al estatuto de la obra de arte, pero en aquella época algo así todavía suscitaba la sorpresa. Como una capilla profana, como un contenedor de delirios, como una caja de Pandora. Pero no solo había magia en la cabina, también un inadvertido sotobosque de circuitos eléctricos y mecanismos técnicos.

El Minuphone era una máquina compleja, diseñada y construida con conocimientos al día y elementos de avanzada que, además del aparato de teléfono en sí mismo, requirió de monitores de televisión, grabadores de cinta, cámaras polaroid, bombas de agua, generadores de humo con sus respectivos inyectores, gabinetes acústicos, amplificadores, sistemas de análisis de voz, efectos de discoteca emitidos por parlantes ocultos, sensores, aparatos de extracción de aire, reflectores, distorsionadores de sonidos, paneles de acrílico, cielorraso luminoso, fluidos envolventes de colores, luces estroboscópicas, haces infrarrojos, iluminación cambiante, papel fotosensible y fluorescente, y un expendedor de fotografías. Al Minuphone solo le faltaba un propulsor y unos galones de combustible para terminar en órbita, o sea en todos lados. Es una imagen oportuna, pues Marta Minujín había vaticinado que, en el futuro, el diseño de las cabinas telefónicas imitaría al de su artefacto. En todo caso, para aprestarlo se necesitó de la colaboración de un técnico en ingeniería, Pier Biorn, un danés que trabajaba para los Laboratorios Bell y que también prestaba ayuda al grupo Experiments in Art and Technology, con el cual había tomado contacto Minujín.

Aunque todo parecía sofisticado, “del futuro”, los elementos y aparatos de ese entorno eran inmediatamente reconocibles por los participantes. Estaban presentes en su vida de hogar, en sus ámbitos laborales y en el circuito de sus diversiones. Era la época de las computadoras “tamaño familiar”, de los satélites artificiales, de la ideas cibernéticas, de los “mass media”; una época high-tech, como se decía por entonces. En los Estados Unidos Marta Minujín se interesó por los experimentos en arte, tecnología y comunicación, por su mutua interpenetración, su intimidad bilateral, su complicidad. La obra -el Minuphone- se inscribe dentro de una serie de “ambientaciones” allí realizadas, de las que forman parte “Simultaneidad en Simultaneidad”, de 1966; “Circuit Super Heterodine”, de 1967; y “Minucode”, de 1968, que suponen una respuesta entusiasmada a los “efectos” de los medios masivos de comunicación, quizás levemente influenciada por las ideas de Marshall McLuhan, un teórico de la sociedad de la información cuya fama es hoy menguante, y las del arquitecto futurista Buckminster Fuller, ahora escasamente atendido aunque por entonces sus conferencias atraían a cientos y cientos de seguidores, complacidos de escuchar términos tales como “sinergia”, “domo urbano” y “nave espacial tierra”. De ambos puede decirse que serán recordados como visionarios, amén de gurúes. También Marta Minujín ha dicho sobre sí misma: “Yo soy una enviada”.

 

Marta Minujín y Rubén Santantonín trabajando en La Menesunda (1965)

En nuestros días el Minuphone sería considerado una obra “multimedia”, aunque antes se hubiera dicho “multifacética”. La obra buscaba una “apertura de puertas” de la percepción adormilada, suscitando trastornos sensoriales por saturación de estímulos sobre quienes estuvieran momentáneamente alojados en la cabina, de la cual se emergía como de una visita al tren fantasma, el tipo de atracción ofrecida por parques de diversiones y exposiciones internacionales de productos industriales y científicos. Era una entrega al mareo y el desvarío, pues predominaban la simultaneidad y la yuxtaposición de incentivos y “efectismos”. Es la idea de obra de arte como cenestesia, una aspiración que se correspondía con las demandas existenciales de la década de 1960: escapar de la rutina, no ser convencional, “vivir experiencias”. Los efectos de una breve estadía en el Minuphone están notificados en una descripción de la cabina, casi intraducible, publicada por el East Village Other, un bien conocido periódico contracultural de New York: “This season’s technical-light-crazy-mod-hippie-gay-hullaballoo”. La frase es equivalente a la petición emitida por una conocida vedette argentina de aquellos tiempos en una publicidad televisiva: “Haceme shock”.

La cabina de Marta Minujín evoca una escultura idolátrica, el oráculo enigmático de una tribu que ha depositado su fe en la tecnología. De lejos se asemeja a un monolito arcaico; de cerca, es el futuro: una cápsula para viajar, la ciencia-ficción del arte. La experiencia misma de ingresar en ella ya suponía “un viaje”, una conmoción de los sentidos que disolvía su similitud morfológica y psicológica con el confesionario, trastrocándose así su cometido de reservorio indiferente para intimidades rotativas. Transformada en un teatrito dislocado tan solo por el precio de un cospel, la vida se vuelve rosada por un rato. Es otra vida. Alguna vez dijo Marta Minujín: “Tuve una vida muy azarosa y difícil hasta que cambié, y todo empezó a ser divertido. Eso fue cuando comencé a ser pop”. En un mundo tendiente a la euforia sus obras serían servidoras de un bienestar patrocinado por las creaciones estéticas. De allí el grito de guerra entonado una y otra vez por ella, la gran artista pop: “Arte, Arte, Arte”. Diez años atrás se realizó una “reconstrucción” de la obra para una muestra retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes, ya sin los mecanismos que la “animaban”, y a la que Marta Minujín consideró fallida: la cabina presentaba una imagen dura y severa. Estaba colocada sobre una plataforma a la que se llegaba tras subir tres escalones. Exhibía poder. Era un ídolo. Allí prevalecía la dimensión técnica del objeto. Resta ahora, después de tanto tiempo, una melancolía en el Minuphone, derivada del hecho mismo de haber sido imaginado y construido: que haya sido posible nos hace pensar en una época en que los teléfonos, el televisor o la computadora todavía concitaban el asombro.

El copartícipe

A la entrada de la actual Universidad Torcuato Di Tella, situada en el barrio de Núñez, hay un automóvil en exhibición. Es un Siam Di Tella. La sigla “Siam” condensa las primeras letras de la Sociedad Industrial Amasadoras Mecánicas, una fábrica de amasadoras de pan establecida en 1911. “Di Tella” es el apellido de su fundador, de nombre Torcuato y de apenas veinte años de edad, quien transformaría a su empresa en la mayor planta industrial de América Latina. Ese auto se volvió confiable y exitoso, siendo adquirido básicamente por la clase media argentina, particularmente por conductores de coches de alquiler. Fueron justamente las acciones de la empresa SIAM las que permitieron financiar, en buena medida, la expansión del arte de vanguardia en Buenos Aires a través del Instituto Di Tella, en el que se congregaron los intereses de un empresariado innovador y culto, la elite de la sociología y la crítica de arte, y músicos y artistas deseosos de cosas nuevas. No será fácil repetir esa alianza. Hoy, ese solitario Siam Di Tella, una de las 28.000 unidades automotoras fabricadas entre 1960 y 1966 en el país, años que coinciden con la época de gloria del Instituto Di Tella, está expuesto como si fuera una obra de arte. Quizás sea el emblema de un triunfo pírrico. Solo Dios sabe si este automóvil no terminará siendo el único fósil de esta era a ser rememorado por la gente del futuro.

 

(texto publicado originalmente en Camafeos (2013, Ediciones Godot), una compilación de siete semblanzas y perfiles de personajes relacionados con la cultura argentina)

*Sociólogo y ensayista, Christian Ferrer es profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Entre muchos otros, publicó los libros Mal de ojo (1996); Cabezas de tormenta (2004); Barón Biza. El inmoralista (2007 y 2014); La mala suerte de los animales (2009); La amargura metódica (2014) y Los destructores de máquinas y otros ensayos (2015). 

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