Maternar desde el margen: sobre ser madrastra

 

Madre hay una sola. Mater semper certa est. Es el Día de la Madre. No el de las maternidades. Quiero señalar que las pasiones por la diversidad, cuando son incluso guiños o espejitos del mercado, tienen un tope: la madre. 

¿Es una cuestión de semántica? No solamente. 

“De La Madre se dice que tiene algo de Dios, entonces se le pide que esté en todas partes”, escribe María Moreno en uno de los textos de A tontas y a locas (17 grises editora, 2022).

La madre aparece estática, anquilosada, impertérrita, inelástica. No se le mueve un pelo frente al viento arrasador que todo quiere igualar e incluir. La madre —ese don excluyente— es excluida del raid inclusivo. La exclusividad de la madre la excluye. 

Pero están a gusto ahí, diferentes a las demás. Singulares, no plurales. 

Moreno continúa: “La historia soporta bien a madres o a mujeres, nunca las dos cosas juntas”. En esa “o”, que separa pero también agrupa, se esconde una población infinita: las madrastras. 

Aunque no se nos nombre de ese modo—porque es una antigüedad, porque tiene fea resonancia, porque es mejor nombrarnos en relación al otro como “la novia de mi papá” o “la mujer de mi viejo”—, ahí estamos. 

Ni madre del todo, ni mujer del todo: centáurides. Por algo la cultura popular, mediante cuentos infantiles y enlatados cinematográficos, retrata a la madrastra del modo en que lo hace. Una mitad persona, dedicada al encantamiento y la seducción del Padre, y una mitad bestia, cuyo único y cruel objetivo es la eliminación del hijo o la hija, puesto en el lugar de la competencia. 

Las madrastras somos malas. No porque, en efecto, lo seamos; no porque, como dicta el imaginario, trabajemos a destajo para ejercer el mal. Somos malas porque no somos La Madre. La cuenta es indefectible. 

Una hipótesis. No es el día de las maternidades porque implicaría estirar el significante madre del Día de La Madre. ¿Acaso quién querría astillar su exclusividad? 

Oficiar de madrastra no tiene verbo. La cualidad de madrastra no tiene sustantivo. Oficiar de madre sí: maternar. La cualidad de madre también: maternidad.

Celos mediante, las madrastras tomamos prestado un verbo que no solo no nos es propio sino que también es ajeno. Del mismo modo que aquel hijo o hija lo es. Me permito subrayar los celos y el mediante. 

Las madrastras adoptamos. Criaturas y palabras pero, más que eso, incorporamos —metemos dentro del cuerpo— un lenguaje. 

¿Una lengua materna? ¿Otra? ¿Un argot desesperado? 

Si la madrastra tiene hijos propios, el lenguaje parece estar más a la mano. Si no los tiene, el desafío de aprendizaje es múltiple. Porque con la lengua también aprendemos a destiempo el contratiempo de llevar adelante un vínculo que no es natural pero tampoco político. 

Ese vínculo puede implicar una imposición, ser una expensa o una condición necesaria —más o menos manifiesta— para sostener la relación entre la pareja de adultos. Pero también puede ser un lazo voluntario, parte de un acto amoroso o un acto amoroso en sí mismo. Puede ser todo y nada a la vez, porque hay quienes no se involucran con los hijos e hijas de sus parejas. Para que eso pueda suceder, la libertad debe estar sobre la mesa. Y no siempre es el caso. 

Adapto una frase que escuché hace muchos años: “La maternidad es una gran responsabilidad, sí, siempre y cuando decidas asumirla”. Para las madrastras, vale la misma premisa. El resto es pura diferencia. 

Todo el tiempo se nos complica nombrar lo que se es y lo que se hace. Quizás sea la misma complicación —la del lenguaje, que es la de la cultura— lo que impide que los demás adviertan lo que somos y lo que hacemos. El murmullo es social: si oficiar de madrastra es algo del orden de lo accesorio, incluso de lo temporario, entonces no debe ser tan importante. Pero ¿(no) importante para quién? 

“Es imposible hacer otra cosa que ser madre”, dice la protagonista de Matate, amor de Ariana Harwicz. Si la narradora fuera una madrastra, otra sería la historia. Habría posibilidad de hacer otra cosa habilitada justamente por ser otra cosa. 

Una casi función materna. Una función casi materna. Casi una función materna. Una cornisa.

 

La segunda novela de Paula Puebla, de reciente aparición (Tusquets, 2022)

 

Las madrastras trabajamos desde y en un intersticio. La nuestra es una tarea de periferias. Se materna desde el margen, incluso cuando el tiempo durante el que se materna sea central o la circunstancia tenga preponderancia en la crianza en la que se participa. 

Madrastras, sí, pero también niñeras, abuelas, vecinas, tías, empleadas domésticas: unidas en el conurbano de la maternidad. Una mano de obra a veces paga, a veces no. A veces agradecida, a veces no. Que a veces se da por hecha, con suerte no. Pero valiosa en todos los casos. 

La marginalidad ofrece algunas libertades. Lo que no quita que en ocasiones se nos pida más a las madrastras que a las madres. 

Un pedido (errado) abonado por las percepciones y verdades patriarcales: la mujer materna porque está preparada para hacerlo. Queremos convencernos de que ya no es nuestro destino, pero el hechizo es tan frágil que trastabilla, sobre todo, en el espacio doméstico, en el centro de operaciones de las tareas de cuidado, en el teatro familiar. 

La marginalidad ofrece algunas libertades. Lo que no quita que en ocasiones hagamos más las madrastras que las madres. 

Es más difícil de lo que parece entregarse a la libertad. Implica asumirse dispensable. 

Pero las madrastras no somos la sustitución de las madres. Reemplazar no es nuestro métier, ¿por qué meternos ahí? Digo “meternos” porque puede ser un traspié propio o uno inducido por el otro. Me meto, no me meto; metete, no te metas. Es más fácil caminar sobre el agua que hacer lo correcto. 

Lo correcto: una broma de mal gusto que nos tomamos a pecho. 

Durante una cena, dos amigas con descendencia biológica propia y que conocen de primera mano las implicancias de la crianza, aseguraron no estar dispuestas a participar en la de hijos o hijas de sus nuevas parejas. 

¿Una piel que rechaza? ¿Un “preferiría no hacerlo”? ¿Una vocación solo natalista? ¿Una huída? ¿Un océano afectivo entre lo propio y lo que se siente ajeno, tan ajeno que es imposible de transformarse en un-poco-propio? 

En cualquier caso, la posición de distancia interesa. Porque pulveriza el adjetivo de La Madre: maternal. Porque corre al territorio de la voluntad el verbo incuestionado de La Madre: maternar. Porque pone en conflicto la propia cualidad. ¿Qué es una madre?

“No hay conversación más salvaje que sobre la maternidad”. La línea pertenece a una nota que escribió Florencia Angilletta para esta ocasión pero hace un año, en elDiarioAR, y apunta sus cañones a lo que no se ve. Retomo: “Detrás de cada persona que este día no tiene el festejo de la foto hay un imperio, un exilio, una pregunta; a veces un deseo, a veces una decisión”. 

Dispositivos atiborrados de fotos. Madres antes de ser madres, jóvenes y resueltas, con el guardapolvo de maestra o listas para salir a bailar. Madres con bebés aupados, todavía con el batín de la clínica puesto o el tobillo sujetado a la camilla de parto. Madres por ser, de perfil ante el espejo, para mostrar en una selfie el mejor ángulo de sus vientres esféricos. Madres con la tinta aún fresca en el certificado de adopción. Madres en la playa, resistiendo la bikini o pasadas a la enteriza. Madres orgullosas en la puerta de la escuela, junto a la hija abanderada o al hijo disfrazado de granadero. Madres empilchadas y el brushing recién hecho para su cumpleaños. Madres ya abuelas, con sus nietos dispuestos en escalera. Madres fallecidas, soplan velitas que arden sobre una torta sin saber que serán sus últimas. 

Me gusta. Like. No hay alternativa. La tiranía de lo que se ve. 

Aún con el modelo de familia tradicional fragmentado, aún cuando el mercado y la técnica reavivaron la misión natalista —cuando a la naturaleza se la inyecta con lo artificial, cuando es “más madre” una mujer que apeló a la subrogación de vientres que una que sostiene un comedor—, hay una legión de mujeres al margen de la foto, del homenaje, del regalo, de la canción favorita. 

Madrastras, sí, pero también niñeras, abuelas, vecinas, tías, empleadas domésticas al margen de la gratitud. Cuando no del reconocimiento. 

Lo más gratificante, lo más ingrato: dos calificaciones que rodean la función materna en las locuciones de La Madre —aún en su versión más analizada. 

Cito unas líneas de Soledad Urquía, de La luz y la montaña (Tenemos Las Máquinas, 2021): “A veces me pregunto si la meditación es un hábito que se volvió automático y si tiene sentido seguir haciéndolo. De todas maneras, lo que siempre me gustó de la práctica es su sinsentido o, al menos, la carencia total de objetivo o de alguna promesa. Meditar […] no asegura ningún resultado: los efectos pueden ser inesperados, diversos o nulos”. 

Ahora un atrevimiento, una pequeña profanación. Si reemplazo “meditación” y “meditar” con “maternidad” y “maternar” lo considero, también, un fragmento perfecto.

Pero enseguida desando el juego porque lo nuestro no es ni la maternidad ni el maternar; lo nuestro todavía, y de forma permanente, busca su lenguaje porque, hasta ahora, seguimos sin verbo y sin cualidad. 

Vuelvo al fragmento de Urquía para rescatar, además, ese “de todas maneras” tan discreto, ese “de todas maneras” tan elegante que condensa y articula un dolor, llevadero o perforante, sigiloso o proferido, tenido en cuenta o desdeñado. 

Quizás el truco sea renunciar al fruto de las acciones, de lo que hacemos, menos por una que por amor a las criaturas y sus papás, por las raras constelaciones familiares que decidimos armar. El bizcochuelo el día de lluvia, la ayuda con la tarea de inglés, el consejo por el visto clavado del que le gusta, la camisa planchada a último momento para la fiesta de quince, el té descongestivo y los paños fríos en la frente; también la paciencia al berrinche incordioso, el tiempo de intimidad cedido, la complicidad para lograr un permiso arriesgado, los oídos sordos a los golpes bajos y la vista gorda a los pies sobre el sillón, el lugar en la foto. 

De todas maneras.

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Paula Puebla

Berazategui, Buenos Aires, 1984. Escribe ensayos y artículos periodísticos en distintos medios. Autora de las novelas Una vida en presente (17grises editora, 2018) y El cuerpo es quien recuerda (Tusquets, 2022) y de la compilación de ensayos Maldita tú eres (17 grises editora, 2020). En Twitter es @pepuebla.

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