Malvinas: mis islas, mi soledad (I)

Monte explicación

Es 12 de noviembre y el primer día que paso completo en las Islas Malvinas. Domingo, jornada de descanso, amanece encapotado, con lluvias amables pero perseverantes. Mientras desayuno café y tostadas con manteca, escucho los azotes del viento y me pregunto si su ferocidad se impondrá en la caminata que pretendo hacer cuando termine. El comedor del hospedaje es amplio, igual que el grupo de argentinos alojados, y todavía es difícil medir la sensación de extranjeridad que me fue advertida antes de llegar. Con el transcurso de los días, temprano a la mañana y temprano a la tarde, a la hora absurda en la que se dispensa la cena, ese espacio común se volverá algo parecido a un hogar, si por hogar entendemos cualquier lugar en el mundo donde haya otra persona que ame a Diego Maradona.

Después de abrigarme con ropa que pedí prestada a mis amigas, salgo del cobijo del Lodge hacia el cementerio de Stanley. Agarro del lobby un dibujo con las calles del pueblo y, por fuerza de costumbre o previsión, decido llevarlo en el bolsillo. Sé que de ninguna manera el mapa es el territorio, sé que nadie puede ver por encima de sí, pero la expectativa es total y admito con poco orgullo y cierta vaguedad la necesidad de saber dónde estoy parada. Me permito la vulnerabilidad como, después de meses, me permití hacer este viaje.

Salgo. Avanzo unos metros por el costado de la ruta sin banquina y, cuando las Land Rovers rugen a mi lado, entiendo que debería cruzar, que el sentido del tráfico es opuesto y que a los isleños los libidiniza manejar con velocidad. Entonces doblo a la derecha en Davis Street y luego en Snake Hill, una calle que, para sorpresa de nadie, serpentea. A los metros, un vehículo atravesado indica que el tránsito está cortado y, cuando la consulto, una agente de policía rubia y algo simpática, de mejillas encendidas por el frío, me dice que sí, que voy en la dirección correcta y que el desfile por el Remembrance Day comenzará en minutos. El Reino Unido y los miembros del Commonwealth celebran un día de la memoria que no se parece en nada al nuestro.

Me entrego a la pendiente pronunciada de la calle y desemboco en el lado este de la mítica Ross Road, la paralela a la bahía. Avanzo hacia la derecha hasta quedar frente a la Cruz del Sacrificio, el monumento erigido en 1926 en honor a los caídos en la Primera Guerra Mundial tras el armisticio —y, posteriormente, a los de la Segunda. La construcción es simple y cuando confirmo que no me transmite nada, busco un lugar a media distancia para esperar, al fin, que termine de montarse la puesta protocolar del evento. Aguardo un lapso de tiempo impreciso, interminable, impiadoso en el cual me pregunto, con insistencia, qué hago acá. Una mujer algo más que robusta, vestida de negro y con un puñado de hojas impresas en la mano, va y viene apurada, ajusta el micrófono, da indicaciones a un camarógrafo, hace y responde llamados. Estimo que es la productora oficial de gobierno y que aquello es, posiblemente, el segundo acontecimiento de mayor adrenalina del año, después del 14 de junio. La lluvia no deja de caer y todavía no son las 10 de la mañana. Nada se suspende por mal clima en las Islas Malvinas.

La gente es poca y llega adomingada, sin dar cuenta en sus gestos o su forma de moverse de la adversidad del clima, como si la escena se desarrollara plácida en una línea espaciotemporal alternativa donde es primavera. Todos llevan prendido a la solapa de su campera hi-tech Columbia o Patagonia una poppy, la flor de amapola roja de aquella memoria que supone apoyo a la comunidad de las fuerzas armadas y un futuro pacífico. Es una insignia que funde la verdad belicista con las fantasías de paz, con el detalle de que su usina de sentido es un imperio. Calculo a ojo que, después de por lo menos quince minutos, los asistentes no son más de ciento cincuenta y el desorden módico desparramado sobre la calle pronto se acomoda, al oir la orquesta militar que entra desde el oeste, en una marcha que abre paso al desfile de las distintas fuerzas del ejército británico. Por ignorancia no distingo a qué fuerza pertenece cada formación, por desinterés o resistencia me niego a averiguarlo.

Bajo una cortina de agua delgada, el acto acontece sin grandilocuencia y diría que incluso sin pasión: unas palabras oficiales que no se escuchan, dos oraciones —una por la iglesia católica y otra por la iglesia anglicana de Puerto Argentino—y el vistoso gun salute, aunque sin disparos que alteren los latidos. La ceremonia es tan aburrida que un soldado muy joven y delgado, de uniforme marrón y birrete, se desmaya y, ante la indiferencia disciplinada de sus compañeros de filas, otros deben asistirlo. Intentan hacerlo con discreción pero la intoxicación que les propina el tedio cotidiano los mueve hacia la oportunidad teatral de sus vidas y unos policías se llevan al hipotenso en patrullero.

Entonces un voceo rioplatense y masculino rompe mis propias cavilaciones y el incipiente mal humor que se apoderó de mí gracias a la estancia de lo que siento como mil horas bajo la lluvia. A mi lado, media docena de hombres se amucha para caber en el reflejo ajustado de una pantalla en el intento de tomarse una selfie. En ningún momento me asiste la duda de que son un grupo de veteranos argentinos: algo distintivo en su forma de actuar y ocupar un lugar en el mundo me los presenta identificables. Se sorprenden cuando me ofrezco a fotografiarlos, tal vez porque uso chicos de vocativo. Acceden a que lo haga varias veces, bajo la premisa de que en alguna de todas las imágenes que tome, por repetición, el conjunto saldrá bien. Sonríen, advierto curiosidad y una pátina emotiva en sus miradas. Calor y agradecimiento; argentinidad.

Se presentan, me dicen de dónde vienen hasta que uno —Carlos— me pregunta si sé hablar inglés. Cuando le digo que sí, me pide, jocoso que por favor no me aleje demasiado de ellos. No saben que, de un segundo a otro, quien quiere tenerlos cerca soy yo, que la seguridad concedida en el conocimiento de un idioma no es de ninguna forma equivalente a la que transmite su presencia. Tampoco semejante a la fortaleza que los puso allí no solo la primera sino también esa segunda vez, 41 años después del fuego que la guerra les concedió temprano. Sobre el telón gris de esa rememoración que nos resulta mediocre y ajena, conversamos, y en el curso del intercambio me siento segura, acaso menos a la intemperie, acompañada en esa soledad vocacional, elegida. Aunque me hagan acordar a mi papá y yo tenga la edad de sus hijas, algo tácito e inmaterial pero muy potente nos hermana. Sucede de inmediato, sin maniobras de especulación o cálculo, como una fuerza natural que se abre para arrasar con todo lo conocido. Pienso que la afinidad con las palabras que supone mi oficio se convierte en trizas cuando intento, en este texto, describir el pulso suscitado entre nosotros. Pienso que si vuelvo demasiado sobre aquel momento soy capaz de ponerme a llorar. ¿Qué son las palabras sino un llanto civilizatorio?

Foto: Paula Puebla

Elaborada de maneras diversas, la inquietud empuja la pregunta que no se demora, como tampoco se demoró la noche anterior en Mount Pleasant —el aeropuerto de la gigantesca base militar que la OTAN posee en la región y a la que arriban los vuelos comerciales de la chilena Latam— de boca de algunos compatriotas que aterrizaron conmigo. ¿Qué estás haciendo en las islas? ¿Qué se te dio por venir? ¿Qué te trae por acá? ¿Tenés familiares caídos? ¿Viniste sola? ¿Por qué? ¿No te da miedo? Ensayo una respuesta que, conforme la repito, reconozco más divagante e incompleta, tal vez estúpida y epidérmica, poco interesante. Digo que soy escritora, que hace un par de años me documento para escribir una novela, que me interesa la vida de Margaret Thatcher y que espero encontrar en el Atlántico Sur acaso el único enclave conocido donde la santa patrona del neoliberalismo es aclamada por todos, sin objeciones, sin escozor. Aseguro que no, que no tengo miedo y tampoco vínculo alguno con la guerra aunque sí cierto pulso nacionalista, de amor por esa abstracción a la que llamamos patria. No puedo evitar sentir que a nadie le importa lo que digo porque no me importa ni siquiera a mí. Mientras los chicos me escuchan, el frío perfora nuestra piel y se aferra a los huesos como el impiadoso viento malvinense. En simultáneo, sin pena ni gloria se diluye la celebración imperial.

Mis nuevos amigos parecen conformes con la respuesta que ofrezco y uno de ellos —Ariel— agradece mi interés. Reconoce que parte de la curiosidad de las nuevas generaciones por las Islas Malvinas, su historia y la guerra de 1982 es producto del trabajo de los veteranos, un ejercicio militante que opone resistencia al relato desmalvinizador atrofiado en la memoria oficial argentina, a veces grandiosa, últimamente endeble. Todavía no lo sé, pero el agradecimiento del veterano se repetirá, al día siguiente, cuando coincidamos por voluntad mutua en el Cementerio de Darwin y, junto a otro grupo de VGM, honremos a los caídos con una ceremonia improvisada y desgarradora. Todavía no lo sé, pero después de que el grupo entone nuestro himno nacional argentino, escoltados por las cruces blancas, el veterano me envolverá entre sus brazos y me pedirá, por favor, que no llore. De momento me despido del grupo que observa mi retirada sin poder asimilar del todo lo que acaba de pasar.

Quizás ya no llueve pero la constancia del agua venció la gabardina de mis pantalones de ciudad. Siento las piernas frías y mientras avanzo hacia el corazón de Puerto Argentino, mezclada entre los isleños que asistieron al acto, algo reverbera en mi cabeza. A todas luces con buenas intenciones, las preguntas hechas instantes atrás cifran la extrañeza y la familiaridad, la tensión entre la extranjeridad y cierto sentido de pertenencia, coagulado en la forma argentina de ser y estar. ¿Por qué necesitamos argumentos para visitar las Islas Malvinas? ¿A quién le debemos esas respuestas que tanto se parecen a la explicación? ¿Acaso existe un fundamento correcto, una razón atinada? ¿Debemos algo más que el tilde en la tarjeta migratoria, ofrendado a los oficiales que sellan las palabras Falkland Islands en tinta azul en nuestros pasaportes también azules y sin visado especial? Si para las autoridades de las islas el afluente de argentinos y argentinas está previsto, incluso traducido en los números de su proclamada sustentabilidad económica, ¿qué se oculta en la demanda que circula entre nosotros mismos y que no circula ni circularía si nos cruzamos en cualquier otro punto de nuestro territorio? A fin de cuentas, lo que se necesita para viajar a las islas son tres cosas: ropa impermeable, voluntad y dinero —si es que uno no pertenece a la minoría periodística, de medios en simpatía con los países del norte, beneficiaria de viajes indolentes, pagos por las instituciones coquetas del Reino Unido a sus catorce territorios de ultramar. Pese a la hostilidad de los locales y su relato propagandizado, pese a la inclemencia de aquella tierra remota, amén de las virtudes de la imaginación, al comienzo y al fin, pienso que se trata de un deseo, un cauce viscoso y oscuro, un abismo último el que nos lleva a los argentinos a estar ahí. A veces hay que hacer muchos kilómetros para descubrir las cosas más evidentes y sencillas.

El cielo comienza a abrir sus gajos de algodón para colorearse de celeste bandera y mostrar una lengua del sol, seductora y cobriza. Miro las construcciones al avanzar por lo que puede considerarse el centro de la ciudad. Las imágenes me resultan conocidas, la fascinación no; y así, errática y distraída, voy hasta el busto de Maggie, la Dama de Hierro, mi crush de ficción, que mira hacia la costa con las facciones mejoradas, como si el artista plástico que la esculpió ocultara la vocación de un cirujano de celebridades. En el continente me entero, cuando leo Soñar con las islas de Ernesto Picco, que el escultor elegido y pago por los kelpers para la tarea es también taxidermista. Margaret Thatcher, un animal muerto. Margaret Thatcher, un animal inmortal.

Ahí donde se unen Ross Road y Thatcher Drive, desde donde se ve la casa del gobernador —hoy gobernadora, el cual podría ser un gesto de actualidad si no hubiese sido designada por la Corona— y su pasillo de flores amarillas, ya no anda un alma a pie. Como suelen distorsionarse las distancias para los lugareños de urbanizaciones pequeñas, solo pasan camionetas veloces e indiferentes, seguros de trazar distancias largas. Entonces vuelve a nublarse y a chispear, y aprovecho la aparición de un hombre solo, como yo, argentino, como yo, para pedirle que me fotografíe junto al busto de la madre y salvadora de quienes prefieren llamarse Falkland Islanders.

A la noche, cuando me conecto al hilván de internet de las islas desde la habitación número 12 del hospedaje, comparto la foto señalada con el pelo revuelto por el viento y descubro que en el continente, durante el debate presidencial, Sergio Massa enrostró a Javier Milei su idolatría a Margaret Thatcher, la otra responsable de la Guerra de Malvinas.

(Leé la segunda parte: Caleta paranoia)

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Paula Puebla

Berazategui, Buenos Aires, 1984. Escribe ensayos y artículos periodísticos en distintos medios. Autora de las novelas Una vida en presente (17grises editora, 2018) y El cuerpo es quien recuerda (Tusquets, 2022) y de la compilación de ensayos Maldita tú eres (17 grises editora, 2020). En Twitter es @pepuebla.

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