Una lectura de un clásico comic estadounidense, que retrata con oscuridad y sutileza el deseo juvenil y la búsqueda de identidad.
Charles Burns (Washington, 1955) puede ser considerado, dentro del amplio mosaico que eso conlleva, un ejemplo representativo de la cultura estadounidense –y su correspondiente penetración en otras culturas– del siglo XX. Con una educación sentimental decididamente bizarra y/o camp (comics de Batman, Doom Patrol, Mad o Tintin, películas como The Brain that would not die), esa asimilación de lenguajes culturales marginales arrojó paradójicamente una estética refinada y arty que lo llevó a publicar con gran éxito en la revistas RAW de Art Spiegelman o El Víbora Española. De algún modo es la misma apropiación de lenguajes kitsch que se puede apreciar en otras ramas del arte como el cine de John Waters o la música de B-52’s.
Esa dedicación a la ilustración y la colaboración para diversos periódicos y medios gráficos (la tapa de Brick by Brick de Iggy Pop, por ejemplo) es cómo va a encontrar el comienzo de la década de los 90 a Charles Burns tras su lanzamiento a la fama en los 80 con obras como El Borbah, Skin Deep o Big Baby, hasta que en 1993 –y hasta 2004– comienza la serialización de su obra cumbre, Black Hole. Esta historia de más de trescientas páginas podría compararse antojadizamente con Catcher in the Rye, de J.D. Salinger; focalizada en la adolescencia (ok, adolescentes mutantes), ideal para hablar de igual a igual con lectores de esa franja etaria pero también para ofrecer disfrute e identificación –quizá aun mayor– para el público adulto.
La historia se sitúa en Seattle a mediados de los 70. En los suburbios de la ciudad estadounidense se sigue de cerca las vidas de un triángulo de adolescentes (Rob, Chris y Keith) y su círculo de amigos. Ahí está todo lo que podría atañer a chicos de esa edad en esa época y lugar: el rock (y el paso de elegir Neil Young y ELP a David Bowie, por ejemplo), los primeros porros y ácidos junto a los lugares extraños donde adquirirlos, la secundaria, los primeros trabajos, el enamoramiento y, claro, el sexo; aunque en la vida real las venéreas no suelen traer consigo malformaciones como hendiduras en los pies, mudas masivas de piel o una segunda boca en la nuez de Adán. Más allá del elemento fantástico, es encomiable la caracterización que hace el autor de los personajes, en especial de Chris y Keith; la fortaleza, rabia y confusión de ella, la insatisfacción perenne y el poco sentido de pertenencia de él a lugares –físicos o no–.
Ese Black Hole al que alude el título es el sitio en el bosque en el cual se reúnen los descastados cuyas malformaciones solo agravaron problemas de socialización preexistentes y es el símbolo de un mecanismo fundamental en la historia: la sensación de desocultamientos de submundos –de la misma manera que podía funcionar la oreja seccionada en Blue Velvet–, sea como en la primerA historia Keith al desmayarse diseccionando una rana en la clase de Biología –la alucinación que trae la hendidura de la disección hace paralelismo con una vagina– o en la segunda historia cuando Keith y sus amigos descubren la carpa y los muñecos en el Black Hole. Es válido aclarar que Burns optó por una narrativa cronológica no lineal, primero presentando personajes, situaciones y objetos sin una explicación demasiado detallada y luego encajando esas piezas en el puzzle.
El aspecto visual-narrativo de la obra es muy indicativo de la madurez autoral de Burns. Si bien utiliza tanto formatos de grillas de viñetas de todo tipo (4, 6 o 9 por página) como formas irregulares o circulares de viñetas dentro de viñetas, la identidad narrativa de Black Hole está dada por grillas de tres viñetas verticales por página que le otorgan un dinamismo muy particular. hay también una codificación muy fuerte del plano de realidad a través del viejo truco del borde de las viñetas –ondulado para los sueños o recuerdos, recto para la realidad– a veces mezclándose en una misma viñeta. En el apartado estrictamente estético, es una refinación muy atildada del estilo de Burns, con una especial atención al grosor del perfilado –o sea los contornos– que arroja un estilo que en apariencia parece más fácil de imitar de lo que realmente es: maneja códigos visuales de dibujantes de comics bizarros de los 50 con la sensibilidad de un grabadista. Es digna de atención la función semántica de la luz en Black Hole, ya que, la escena esté situada de día o de noche, la luz funciona como espacio negativo en el cuadro, ganando terreno a la representación las sombras. No parece casualidad que las escenas en las que cobra preponderancia el blanco sean situaciones que connoten alivio o felicidad para los personajes.
Paradójicamente, no son ni los méritos visuales, narrativos o de efectividad en la creación de un ámbito de época los baluartes que terminan de darle a Black Hole la medalla de clásico atemporal; es la habilidad de Burns por trazar una cartografía del deseo y diseccionar el discurso amoroso –adolescente o no–. Cómo Keith adopta una manera específica de preparar sanguches tras aprenderlo de Liz, cómo Chris se aferra a la foto de anuario de Rob, cómo la preferencia de Rob por los cigarrillos Kool funciona como sinécdoque del enamoramiento para Chris, son apenas unos pocos ejemplos de los que abundan en la historia acerca del aferrarse a lo simbólico (o Imaginario) del vínculo amoroso, sea aun en las mieles del idilio o ya en el desamparo del duelo. El ojo puesto en los detalles que atendemos del otro, los fetiches que trazamos alrededor de sus más mínimos gestos, el deseo de ser el otro, evidencian un entendimiento del dolor y la gloria –en conjunción, no “a pesar de”– que siempre van a atravesar a dos personas en situación de compartir su intimidad, de cualquier género y en cualquier época.