Alberto Laiseca y la fuerza de la literatura

En el día en que cumpliría 81 años, rescatamos un texto de principios de los ’90 en donde el autor argentino, fallecido en 2016, habla de los escritores con pasión. «¿Cuándo un escritor se transforma en centro?», se pregunta. «Sólo y únicamente cuando tiene tesis».

Presentación por Matías H. Raia (Golosina Caníbal)

 

Si hay una tarea pendiente con la obra de Alberto Laiseca (1941-2016) —además de dejar de mencionarla y empezar a leerla—, es la recopilación y edición de sus artículos y entrevistas. En este caso, “Centro-periferia” fue un artículo publicado en el número 2 de la revista La caja, dirigida por Tomás Abraham y publicada en noviembre-diciembre de 1992. La sección “El pensamiento literario” de ese número incluyó un texto de Fogwill, “Un destino menor”, y este escrito de Laiseca.

En las líneas que siguen, el autor de Los sorias (1998) recorre obras, lugares y cultos de la literatura y el mundo para sostener que un autor solo puede convertirse en centro si tiene tesis y pasión. Así, Laiseca entreteje los nombres de autores como Manuel Puig, Marcelo Fox, Roberto Arlt y Louis-Ferdinand Céline pero también, con sorpresa, valora las letras de Federico Moura, cantante de Virus, y utiliza la imagen borgeana de Almotásim —que “no sólo existe sino que ha existido varias veces, no muchas pero algunas, y siempre con la desapari­ción como resultado final”— para su argumentación alrededor del centro y margen de la cultura.

Agradecemos el hallazgo a la editorial Blatt&Ríos, que mencionó en un tuit un artículo de los 90 donde Laiseca escribía sobre Virus, y a Diego Cano —historiador e investigador de las letras kafkianas—, que tomo las imágenes del viejo ejemplar de La caja que escondía esta joya laisequiana. Sin estrellas que se unan, sin constelaciones, como bien lo sabía el conde Lai, el hombre y la literatura se verían perdidos en las tinieblas de la mediocridad.

 


Centro-periferia

*Por Alberto Laiseca
Escritores de tesis­

Estar en tierra de Francia remite, entre otras cosas, a Luis XIV. Por eso creo oportuno anticipar que mu­chas de las afirmaciones que siguen pueden parecer absolutas. Que no quedan dudas: son absolutas, por­que responden a lo que yo creo más allá de su ver­dad cronológica, a lo que a mí me parece más allá de su posible refutación. Supongo que estoy discul­pado porque ustedes me convocaron como escritor y no como crítico o profesor —dos cosas que no soy— así que los invito a que oigan lo que tengo que decir.

Afirmaba Tolstoi: “si quieres ser universal pinta tu aldea”. Aun sin negar a esto último, creo que podrí­amos completarlo con “Para pintar tu aldea deberás ser universal”. Hay que situarse entre las dos fórmu­las y participar de ambas. En Hispanoamérica, particularmente en el Río de la Plata, nos hemos visto obligados a hacer los viajes de Colón pero a la inver­sa: desde Buenos Aires, descubrir Europa. Todo de­pende del autor, naturalmente. Yo partí del simbo­lismo alemán, que luego deseché. Mis últimos viajes (salvo éste, físico) no han sido a Europa sino a África y Asia, con mis novelas sobre Egipto y Chi­na. De todas maneras el campo gravitatorio de Eu­ropa sigue siendo muy grande: sus políticas, revolu­ciones, guerras, influyen sobre la literatura de todos. Prácticamente no hay lugar de este continente que no esté lleno de castillos, ciudades sepultadas, tem­plos del neolítico. Hasta en un lugar tan poco proba­ble como Malta tenemos ambientes subterráneos gi­gantescos (los sistemas de Half Saflieni), cavados en roca viva y conectados unos con otros por los hombres de la Edad de Piedra. No conocían el me­tal, de modo que para remover esas enormes masas líticas sólo contaban con otras rocas. Moscú es una ciudad joven para ser europea; sin embargo tiene setecientos años, lo cual la hace bastante más vieja que Buenos Aires. Toledo quizá sea una de las ciu­dades vivientes más viejas no sólo de Europa sino del mundo: su fundación es anterior a la conquista romana. Todo esto pesa. La tradición es cultura y centro mágico. ¿Qué tiene de raro, entonces, que la cultura europea influya sobre nuestro mundo? Em­pezaron antes. Pero no es la única razón: también empezaron mejor. Los europeos pudieron elegir, les sobró tiempo. Ustedes tenían el paganismo. Nadie se los impuso. Bien pudieron rechazar el monoteís­mo asiático.

Ustedes tenían su Stonehenge de la cultura: su cen­tro mágico. Y aunque por fin hayan optado por la cultura del Dios único sus genes guardan memoria de la posibilidad anterior. No es el caso de América: de la nada cultural pasamos directamente al monoteísmo por la fuerza de las armas y de los libros del último tiempo. Las civilizaciones precolombinas no eran en verdad politeístas, pese a que adoraban a muchos dioses. Más bien tendríamos que decir que, por su ética y su sistema social, se trataba de un mo­noteísmo polifónico. El cristianismo recién en el si­glo siete logró afianzarse en la mayor parte del con­tinente europeo. Algunos eslavos (como los de Silecia y Pomerania) jamás aceptaron el cristianismo y debieron exterminarlos. En Islandia aún hoy existe una pequeña comunidad pagana. En América, por el contrario, la conversión fue prácticamente instantá­nea. Si hubo sublevaciones fue por el maltrato y la explotación, no porque estuvieran ansiosos por res­taurar a sus antiguos dioses. Sólo la macumba de Brasil y el vudú de Haití han resistido en parte la penetración religiosa, y eso se debe a que no son de origen americano sino africano. Si me detengo tanto en estos detalles es porque la religión forma a la literatura, aunque ésta a veces no lo sepa, y no a la in­versa. El culto a la Pachamama persiste hasta hoy en Bolivia y Perú, pero no basta para una memoria ge­nética cultural, porque sólo se puede conservar lo que existe y jamás tuvimos una cultura literaria pre­colombina, por lo menos en el sentido en que la concebían los atenienses. Por eso, de la manera en que un europeo o un asiático conciben a la religión, o los atenienses a la cultura, religión propia sólo tu­vimos a medias, la prueba fue la facilidad con que adoptamos el monoteísmo, y la cultura era inexis­tente. Sin pasado surge el desconcierto, la copia. Oscar Wilde decía que el mero instinto creador no crea: sólo imita. Es el espíritu crítico el que, en defi­nitiva, nos permite, luego de largas purificaciones, crear. Tuvimos poco tiempo pero peleamos duro. Respecto a cuál es el comienzo de la literatura y la poesía en América, cada autor americano tendrá su propia tesis, supongo. Yo tengo la mía, muy discuti­ble (tan discutible como un punto de vista o un énfa­sis): Miguel Ángel Asturias, el guatemalteco, es nuestro comienzo. El cubano Lezama Lima y el co­lombiano Gabriel García Márquez después, comple­tan el trío de quienes, a mi entender, nos demostra­ron que las carabelas de Colón ya estaban en condi­ciones de pegar la vuelta y enriquecer Europa. El único problema para nosotros, los del Río de la Pla­ta, es que Asturias. Lezama y García Márquez son todos caribeños.

¿Cuándo un escritor se transforma en centro? Sólo y únicamente cuando tiene tesis. Un autor sin tesis puede entretenernos mucho y ser muy enriquecedor y digno de que se lo lea, pero no es un astro gravitatorio. Para curvar las masas del espacio-tiempo necesitamos la presencia de un centro poderoso, al­guien con Weltanschauung, como dicen los alema­nes: alguien con un punto de vista del mundo, no sólo de su zona, alguien con pasión y, sobre todo, con una pasión total. Esto es lo perfecto. Nos conformamos con una gran pasión estética, aunque fal­ten otras. Pero la pasión debe existir para que haya centro. Un ejemplo ayudará a comprender qué quie­ro decir con obra de arte de pasión total: el Ulises de James Joyce. Este es, indudablemente, un punto de vista del mundo, acompañado por la fuerza de la es­tética. Apasionado y terrible libro el Ulises, que al­gunos han considerado desapasionado, intelectual y frío. Yo no comparto el nihilismo de Joyce, pero sí su furia, su lúcido análisis de ciertas cosas desagra­dables que suceden.

 

 

En América, como dije, tenemos algunos campos gravitatorios: Lezama en el mundo de la pura estéti­ca y el rescate del pasado y la alegría de vivir. Már­quez y Asturias: la política mezclada con la estética Nicolás Guillén en poesía. Ya advertí que no me interesan antecedentes ni cronologías sino quién fue capaz, en mi opinión, de llevar a lo más alto los mundos imaginados. Todos estos, entonces, nos han enseñado que uno podía ser centro, pero sólo en la medida en que tenga un renovador punto de vista en la estética o en lo político-estético. Nos ha fallado un renovador político-religioso-estético. Pero para eso hay que ser creyente, o mejor: renovadoramente creyente.

Roberto Arlt es el ejemplo más claro del escritor que para ser universal pinta su aldea. Logra toda la universalidad que eso puede dar, pero no más. Borges es universal para pintar su aldea, Buenos Aires, y se acerca por el lado opuesto. Una síntesis de estas dos actitudes está aún por aparecer. Creo yo que ya todos los continentes han crecido demasiado como para que pueda darse un desplazamiento en grandes números, en el sentido de Europa a América o de América a Europa. Hoy sólo caben desplazamientos en pequeños números: en lo individual. Son esos pocos autores con pasión y tesis.

Parece que las guerras, nos guste o no, son una bue­na ocasión de cambiar los mundos, entre otros el mundo de la cultura. En realidad la guerra sirve de catalizador: para que uno sea por completo aquello a lo cual siempre tendió a ser. Stephen Zweig, a causa de la Primera Guerra Mundial, se volvió todavía más pacifista e internacionalista que antes. Férdinand Céline viajó al fin de la noche, ciertamente, al final de la noche propuesta por la mediocridad. Los malentendidos son dolorosos. Lo digo pensando en Céline respecto a otro hombre apasionado: Albert Camus. En bandos distintos, cosa curiosa si se tiene en cuenta que ambos tenían un sentido trascendente de la vida. Céline, que vivió la experiencia de la Pri­mera Guerra Mundial, se cansó de ver que a sus me­jores amigos “un obús les daba en el pecho y los transformaba en pedo”, según sus propias palabras. Camus viajó hasta el fin de su noche de Argelia. Ambos lucharon contra lo mismo: la mediocridad. La guerra no los hizo mejores ni peores; tan simple como esto: aceleró sus tiempos, catalizó sus pasio­nes. Tuvieron y ofrecieron más de lo mismo. Esta es la única virtud capaz de hacer grande una literatura o una vida. Más allá de los errores y de los malen­tendidos. Lo que más puede interesar en un mundo frívolo es un autor profundo en su vehemencia, vehemente en su profundidad. Yo me podría enojar con Camus, me podría enojar con el postulado de “el ser es pero es ahora” de los existencialistas. Se me va el enojo cuando recuerdo que el autor de La peste tenía entusiasmo y pagaba por él. El respeto me detiene. Así algunos autores argentinos con los que también podría enojarme.

Resumiendo esta primera parte: un autor no se vuel­ve centro porque sea reconocido en el extranjero de acuerdo a mi opinión, ni tampoco por una manera europea de hacer obra, sino sólo cuando tiene tesis, tesis que puede ser más o menos completa según que cumpla con algunas o con todas estas condicio­nes: ser ética y estética, mística y práctica.

La pasión redime lo cursi

Tener o no poder, ser o no centro, tesis o falta de ella se resuelven, para mí, entonces, en tener o no pasión. O por lo menos es el principio inevitable: la condición necesaria, de hierro, aunque a veces no sea suficiente. Roberto Arlt es un apasionado crea­dor de pasiones. Quizá su excesiva detención en la protesta libertaria le restó tesis en lugar de dársela, pero de todas formas es uno de los más grandes.

Como hombre que se vuelve centro y al mismo tiempo rescate la periferia prefiero Manuel Puig a Onetti, por ejemplo. Puig es un caso fundamental para entender lo que digo. En él el tratamiento equi­distante es perfecto, y luminoso el desenmascaramiento del horror. Como se sabe, en El beso de la mujer araña, los sucesos transcurren en una celda, entre un homosexual y un revolucionario. A fin de que las horas sean más llevaderas, el homosexual describe al otro prisionero las películas que vio mientras estaba en libertad. La fantasmagoria cursi, generada por la narración, se torna bien concreta debido a la enorme masa gravitatoria del encierro. Es­tar preso es como vivir en un astro donde un volu­men del tamaño de un terrón de azúcar pesa dos toneladas. Lo cursi adviene normal, posible, apeteci­ble; crece la nostalgia patológica (si es que no lo es toda nostalgia). Las leyes de Newton no funcionan: son otras las que rigen. El espacio-tiempo se curva y la luz cae sobre sí misma. En un viaje casi al centro del honor; no completo, como en El corazón de las tinieblas, de Conrad, porque falta conciencia. Justamente por eso la propuesta, en ese reducido lugar, es la frivolidad y el gusto ridículo. Los personajes, para su suerte —y su desgracia—, no se ven monstruosos. Si tuvieran un espejo se destruirían (o bien se produciría en ellos un cambio). Tanto el revolu­cionario como el homosexual sólo existen para sus imaginerías. Ya vivían así afuera pero la prisión magnifica la irrealidad virtual.

La obra de Puig es un largo folletín para gente culta. Es la epopeya de los mediocres, donde los persona­jes graban sus runas con faltas de ortografía ontoló­gicas. El autor oscila entre la exaltación (o quizá sólo el rescate) de la parodia del sentimiento suntuoso, y la burla implacable de ello mismo. Se compadece de los débiles y pequeños, pero al mismo tiempo no puede menos que mirarlos con ferocidad y encontrar los absurdos. Esto mismo podemos notar en Boquitas pintadas, donde me parece maravilloso el largo bolero final.

Si hay algo peor que el enano fascista es el enano cursi que casi todos llevamos dentro, en especial si somos argentinos. Es bueno mirarlo, reconocerlo, admitirlo, para sí vacunarse contra él. Creo que la de Puig, tal como yo la entiendo, es una tarea lógi­ca, necesaria en la literatura, y que él la resuelve con superlativo talento.

La sociedad potencia lo insustancial (lo da como único alimento y encarcela con él, como en La mu­jer araña). Por eso es tan difícil reaccionar y el gra­do de contaminación que todos sufrimos es más o menos alto.

Quisiera citar dos fragmentos de The Buenos Aires affaire, pues nos sirven para observar con qué gra­do de humildad ve Puig su propia obra. Habla un personaje, una pintora: “… aún no clareaba el alba cuando llegué a la playa en busca de basuras para la confección de nuevas obras”. Y luego, en el mismo libro: “Volví a casa y empecé a hablar —en voz muy baja para no despertar a mamá— con una zapa­tilla olvidada, con una gorra de baño hecha jirones, con una hoja rota de diario, y me puse a tocarlas y a escuchar sus voces. La obra era esa, reunir objetos despreciados para compartir con ellos un momento de la vida o la vida misma. Esa era la obra. Entre mi último cuadro y esta nueva producción habían pasa­do más de diez años. Ahora sé por qué no había pintado o esculpido en todo ese tiempo: porque los óle­os, las témperas, las acuarelas, los lápices de pastel, la arcilla, los bastidores, todo ello era un material precioso, de lujo, que a mí no me estaba permitido tocar, a un ser inferior no le está permitido gastar, desperdiciar, jugar con objetos valiosos. Por eso du­rante años no hice nada, hasta que descubrí las po­bres criaturas hermanas que rechaza cada mañana la marejada”.

¿Qué traición comete Rita Hayworth? ¿En qué con­siste? La defraudación es, aunque los personajes no lo sepan, la cosmovisión estafadora con que los mu­tila la sociedad. Los héroes de Puig son sometidos constantemente a la tentación de lo vanidoso y superficial. Caen en trampas pueriles pues son trivia­les y vacíos, insustanciales e inútiles. La pasión es el antídoto. Cuando la pasión surge, la cursilería se destruye. La intensidad del sentimiento, con su co­lor y su forma, es más real que cualquier teoría anti­natural injertada, o cosmovisión chasco.

Los libros permanecen fijos en sus palabras, pero el mundo cambia y poco a poco ellos quedan atrás. Hay, pues, una incineración natural

 

 

Manuel Puig (Foto: Télam)

 

Sangre de amor correspondido es, quizá, la obra más lograda de Puig. Libro éste lleno de originali­dad, estructurado sobre diálogo interior, donde un albañil conversa con sus fantasmas, les miente; a su vez ellos lo acusan de mentiroso y obligan a rectifi­car su discurso, aunque a veces —y esto es lo más genial— logra hacerlos entrar en duda y hasta con­vencerlos. Es la historia de un amor frustrado por la falta de dinero, el origen social y los prejuicios sexorreligiosos.

En esto, como en toda la obra de Puig, el sadomasoquismo espiritual (no el físico) es el viaje dentro del cual los personajes pierden definitivamente su por­ción de felicidad.

Comparemos lo anterior con Céline y busquemos el vaso comunicante. Dice en Viaje el fin de la noche: “He compuesto una especie de oración vengadora y socialista. Se llama Las alas de oro: ‘Nuestro amo es un dios que cuenta los minutos y los centavos, un dios desesperado, sensual y que gruñe como un puerco. Un puerco de alas doradas que cae en todas partes con el vientre al aire, buscando caricias. Ese es nuestro amo, exactamente’”. Y también: “Rencoro­sos y dóciles, violados, robados (nuestros padres), despojados siempre como unos boludos, sí, eran dignos de nosotros: Tienes razón. No hemos cam­biado nada nosotros. Ni cambiamos de calcetines ni de amos, ni de opiniones: o lo hacemos con tanto re­traso que ya no sirve para nada. Nacemos fieles, y así reventamos, nosotros. Soldados gratuitos, héroes para todo el mundo, y monos parlantes, palabras que sufren, eso somos los mimados de la reina Miseria. Ella es la que nos posee. Cuando no nos portamos como es debido, aprieta duro… Sus dedos se nos clavan alrededor del cuello. Hay que tener mucho cuidado si queremos, por lo menos, poder alimen­tamos. Por cosa de nada nos estrangula”.

El destino de los hombres que tienen tesis

En la última parte de mi trabajo quisiera hablar del destino de los hombres que tienen una tesis, de los que son un centro perfecto o casi perfecto.

Hay una gigantesca Biblioteca de Alejandría que funciona día y noche desde el principio de la cultu­ra. Muchos ingenuos suponen que basta tener el li­bro de un escritor para que ese pensamiento se con­serve. En primer lugar los libros corren riesgos físicos, tal como lo prueba la misma Alejandría históri­ca. Pero ya el propio cambio que sufre el idioma en que fue escrito va obstaculizando la comprensión. Si bien las actuales restauraciones del Libro del Tao, de Lao Tsé, son consideradas satisfactorias por los expertos, debemos tener en cuenta que el Tao Ten King fue escrito en chino arcaico. Es una verdadera traducción la tarea del erudito. Esto por no hablar de las lagunas en los textos, los errores de copia y las interpelaciones debidas a las “brillantes” interpretaciones de los discípulos, que intenten hacer más fá­cil la comprensión del Maestro y sólo consiguen os­curecerlo, confundir. Ni hablar del I Ching, por ejemplo, novecientos años anterior al Libro del Tao, y cuya restauración actual debemos a Confucio. Cuando el sabio dice “trueno sobre montaña”, ¿qué quiso decir exactamente? Podemos llegar a sa­ber qué significa para un chino de hoy, pero de nin­guna manera podemos estar seguros de que tal haya sido siempre su sentido. El restaurador, el transcriptor, a veces sólo cuenta con su iluminación personal y una gran dosis de buena suerte para no hacer trai­ción.

Los libros permanecen fijos en sus palabras, pero el mundo cambia y poco a poco ellos quedan atrás. Hay, pues, una incineración natural. Pero también hay desapariciones físicas e, incluso, libros jamás sidos: sus “autores” eran tan grandes, lo suyo era tan nuevo y tan en oposición a las creencias de la época, que jamás se les dio espacio o lugar para que crista­lizaran.

 

Volverse centro, pero centro de verdad, lleva inevi­tablemente a la lógica del poder y ésta a la lógica de la evaporación. Este es el verdadero underground: ese del que no se habla.

 

No hay que suponer que si la obra de un hombre tie­ne suficiente genio ello hará que perdure, cualquiera sea la oposición que reciba en su época. Antes bien, es mi opinión que un extremado genio, la excesiva maestría de una obra, es casi una garantía de no per­durabilidad. La conjura de los necios (para usar el título de alguien que se salvó por milagro de la inci­neración), la conjura de los necios en algunos ca­sos, la conjura teológica en otros ha hecho desapare­cer incontables obras de arte y parte de la sabiduría y las crónicas. Una de las quemas de la Biblioteca de la Alejandría histórica fue por razones koránicas. Hay una obra de Borges que, sin proponérselo, trata implícitamente este tema. Me refiero a “El acerca­miento a Almotásim”. Nos dice Borges: “Un hom­bre. el estudiante incrédulo y fugitivo que conoce­mos, cae entre gente de la clase más vil y se acomo­da a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena— perci­be alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres abo­rrecibles. Fue como si hubiera terciado en el diálo­go un interlocutor más complejo. Sabe que el hom­bre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repen­sando el problema, llega a una convicción misterio­sa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo”.

Ahora bien, según mi convicción personal, Almotásim no sólo existe sino que ha existido varias veces, no muchas pero algunas, y siempre con la desapari­ción como resultado final. Alguien tan grande sería insufrible para los necios, no vendría a confirmar las teologías sino a negarlas y a establecer una nueva. Tal vez nos dijese que el monoteísmo es una equi­vocación y que tenemos que volver al politeísmo. Eso sería insoportable. Quizá su concepción política pusiera todo patas arriba. Si la equivocación de to­dos ha sido demasiado grande, ¿se soportaría que al­guien expresase un pensamiento ontológico tan por completo opuesto? Yo creo que no. Creo que un hombre así debería moverse con prudencia, para que no lo maten. Supongo que viviría pobremente, en el rincón de sus posibilidades; la emanación de su enseñanza no se daría mediante escritos, que nadie le publicaría (por suerte para él), sino oralmente, a los pocos que pudieran oír (sin descomponerse) a una parte del horror.

Es una suposición. No digo que así sea, pero supon­gamos.

 

 

Pero más allá de que Almotásim exista o no, lo cier­to es que en Argentina me he topado varias veces con seres geniales o al borde del genio. Garantizo que nada queda de ellos. Otros se están quemando en este preciso momento. Hay un hombre llamado Pedro Lipcovich. Tenemos un pequeño libro de él, llamado El nombre verdadero. Fue publicado hace poco. Es una obra trascendente que no despertó el menor interés. Cuando se pierdan esos pocos ejem­plares en el ruido de las cosas, la obra desaparecerá. Esperemos un milagro.

Existió un muchacho que a los dieciséis años publi­có Invitación a la masacre. Ahora está muerto y su libro perdido. Se llamaba Marcelo Fox. Cada tanto aparece un ejemplar de su obra en las llamadas li­brerías baratas o “de viejo”, esas con libros usados. Invitación a la masacre es una de las obras más originales que se hayan escrito en Argentina. Cruel, terrible, vigorosa, lúcida. Marcelo Fox sabía dema­siado.

A veces la letra de alguien se pierde en el rock, co­mo le pasó a Federico Moura, el creador del conjun­to Virus. Su obra, por provenir del rock, no será va­lorada jamás. Su letra está bajo un lacre mágico: uno de esos sellos que hacen que el castellano se transforme en chino básico. Se lee pero no se lee, se escucha pero no se escucha. Vale decir no se com­prende.

Esta es la otra historia de la Biblioteca de Alejan­dría. Entonces una forma de interpretar el mencio­nado cuento de Borges (independientemente de las intenciones de su autor) es: Almotásim es el Maes­tro demasiado grande como para que muchos lle­guen a sospechar su existencia. Esto sólo se intuye a través de los sobrevivientes (de los “aproximados”) que formó. El acercamiento a Almotásim es la apro­ximación asintótica a los “esfumados” de la literatu­ra.

Volverse centro, pero centro de verdad, lleva inevi­tablemente a la lógica del poder y ésta a la lógica de la evaporación. Este es el verdadero underground: ese del que no se habla.

Es una pena que Borges no haya escrito la novela de Almotásim y se haya limitado a comentarla. Hoy día, más que nunca, como en las antiguas iniciacio­nes, no hay suceso más importante que el ocurrido entre Maestro y discípulo. Ningún motivo más gran­de que justifique una novela, una obra.

Resumiendo: sospecho que hay un centro que corre peligro de desplazarse definitivamente hacia la na­da, dentro de una perpetua guerra teológica. De ser así, la actual lógica del poder está en vaso comuni­cante con el proceso óntico anterior. Tal sería, en ese caso, la situación histórica. Si esto es cierto, una solución sólo puede provenir de un pensamiento re­ligioso renovador. Una obra que reinterprete el lega­do pagano y que, ella misma y por fuerza, sea ética y estética, mística y práctica: el equivalente literario de los Cuatro Mundos. Uno sólo de estos elementos que falte y la transmutación alquímica no se podrá realizar. El trabajo quedará incompleto.

 

*Alberto Laiseca nació en Rosario en 1941 y murió en Buenos Aires en 2016. Publicó novelas, cuentos, poesía y ensayos. Entre sus obras más destacadas están Matando enanos a garrotazos (1982), Poemas chinos (1987), Por favor ¡plágienme! (1991), El jardín de las máquinas parlantes (1993) y Los Sorias (1998).

 

Foto: Télam

Bache

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