Aquello que, a fines del siglo XIX, pudo haber presentido Joseph Conrad sobre el futuro del África subsahariana quizás esté menos presente en el célebre imperativo del moribundo explotador de marfil y de negros Kurtz durante su travesía fluvial y final en El corazón de las tinieblas (1899) –“¡exterminad a todos estos salvajes!”– que en las últimas y enigmáticas palabras que el escritor le hace pronunciar: “¡El horror! ¡El horror!”. En el momento de morir, la ética suele ganarle la partida a la ambición, y el significante “horror”, unido al de “verdad”, abre el telón ahí donde siempre se lo quiso bajo.
El horror. Por esos años en los que Conrad cifraba su repulsión por la crueldad de los civilizados en el Congo Belga, en la actual República de Benin, sobre el Golfo de Guinea, su monarca rebelde era perseguido por las expediciones coloniales mientras incendiaban su ciudad; y el rey de Ashanti era obligado a besar las botas de aventureros británicos. Winston Churchill en The River War (1899) se apena al ver in situ que sus compatriotas, utilizando granadas, vencían con tanta facilidad a los insurgentes negros, desprovistos de armas modernas: “la batalla de Omdurman es la más clara victoria que las armas de la ciencia haya obtenido jamás sobre los bárbaros”, escribe. La característica más preciada por el conquistador europeo, como en la tauromaquia, era la bravura del animal a vencer. Sin un toro vencido sobre el que pararse y hacer el saludo triunfal, el guerrero blanco no podría atribuirse honor; no será otra cosa que un matón cazador de perros. Por eso, Churchill, como un Sarmiento inglés, celebra al cacique Somabulano, que advierte que nunca los convertirán en perros: “pueden eliminarnos, pero los hijos de las estrellas jamás serán perros”
El ensayo exterminador del imperialismo europeo, edificado en su necesidad de expandirse por efecto de la voracidad capitalista ahí donde el dedo de la ciencia señalara la existencia de materias primas en territorio de “razas inferiores”, tuvo al cabo de los tiempos un resultado autofágico. Voy a echar mano a esa maldición popular que hace del mal un boomerang: en los suburbios de París la rabia justa de los descendientes de las víctimas compensa en la premura de los incendios intempestivos el abuso, la violación, la tortura, la muerte y, vamos si no, la pérfida cristianización a la que fueron sometidos sus ancestros. Derrotadas las sucesivas resistencias africanas, la cultura originaria se recupera hoy como el traje del abuelo, se le hace unos cortes y se lo pone en circulación bajo el tropo de alegato –somos africanos y cristianos–, pero, a un mismo tiempo, el látigo del Amo, cuya función sobrevive, encontró un sucedáneo en las multinacionales (por ejemplo, las petroleras en Nigeria) y en el evangelio de la prosperidad, difundido por los pentecostales y otros cristianismos fundamentalistas desde los años setenta: si tu cuerpo me pertenece desde que fue descubierto como herramienta de trabajo, ahora será tu alma la que quede entrampada en el flujo indomeñable del neoliberalismo, devenido a lo largo de esta última década en neofascismo. Neofascismo o neoliberalismo milenarista, abocado a la salvación individual, digo, como yunta apocalíptica de economía extractivista de mercado con mercado de aguas del Mar Muerto; Big Data asociada a las fake news de Steve Bannon con adhesión al significante “Jesús”; literalidad anacrónica de la Biblia con la invocación de un génesis africano, cuyo imaginario es la de una pureza edénica, suspendida por la irrupción del blanco secular.
He aquí que, en ese contexto, emerge la homosexualidad en los países subsaharianos como carne desbordada del sistema y categoría peligrosa a causa de una presunta facultad desestabilizadora del orden tradicional. Su repudio quedará en manos de los telepastores y gobernantes, sucedáneos africanos del Tea Party. El capitalismo agónico se defenderá aquí de las amenazas de disolución social mediante la transcripción falsaria de viejos valores que remeden un intento de cohesión, como pretendió Daniel Bell allá en los ochenta en Las contradicciones culturales del capitalismo (1976). Se arrojarán misiles contra los progresismos “neomarxistas” y, sobre todo, contra el invento paranoico de la ideología del género. África, verdadero laboratorio del neoliberalismo milenarista. África, ensayo de un continente de subjetividades cautivas del populismo de derecha, tan caro al proyecto de Steve Bannon y al escritor y misionero evangélico Scott Lively.
Ni africano ni cristiano, el homosexual es hoy, para la mayoría de los países de la región, el testimonio de un fallo en el régimen de libertad de mercado adquirido en Occidente para usufructo de Occidente. Imposible asimilarlo a las mieles de la polis democrática, como en otras comarcas del planeta. Huella indeseada de la penetración demoníaca para los líderes que se reclaman tradicionalistas, ella compite con la desculturización y el imperialismo. Pero mientras se celebran los negocios con el capital extranjero, la admisión de la homosexualidad, en cambio, es innegociable. El presidente de Uganda, Yoweri Museveni, inscribió la homosexualidad en la idolatría y la brujería. Ni que hablar de su responsabilidad en el sida. Dijo: “Queremos que Uganda sea conocida como una nación que teme a Dios y como una nación cuyos cimientos están firmemente arraigados en la rectitud y la justicia para que se cumpla lo que dice la Biblia”.
En Nigeria, sin embargo, se ha venido levantando una de las grandes corporaciones de cine del planeta. Después de Hollywood y de Bollywood (en la India), Nollywood, como se conoce a la industria del nuevo cine nigeriano, triunfa a través de más de mil producciones anuales en el continente y en la diáspora africana. Desde la copia pobre del cine catástrofe hollywoodense hasta la revista de los cambios sociales en el país, las películas recorren trayectorias de vida de los nuevos multimillonarios locales, enriquecidos en sus cargos de las transnacionales petroleras, hasta la vida de una joven prostituida por las mafias de Lagos. Netflix ha abierto la ventana por donde el ojo del público interesado en el exotismo neoliberal africano puede capturar lo que se supone que es la Nigeria moderna.
Pero, ay, en un país dominado por las versiones más ultra de los monoteísmos (islamismo al norte, cristianismo al sur), el censor no permitió hasta ahora otra representación de la homosexualidad que no fuese la de la Caída. Remolino que puede derrumbar los valores morales que acompañan la amoralidad del Capital, la divergencia sexual encuentra una muralla en las leyes que penan la homosexualidad y la íntima celebración de matrimonios diversos. Ife es el nombre de una película cuyo estreno se aguarda para estas semanas. Una historia de amor lésbico, la primera filmada por una directora lesbiana, Uyai Ikpe-Etim, en la que sí se reconoce la comunidad LGBTIQ local. Su estreno debe ser admitido por la burocracia, con amplia experiencia en homofobia. En fin…
Si el fantasma de los exterminados africanos recorre hoy las calles de Europa, como la sombra del Holocausto, vengando mediante fuegos y revueltas las atrocidades antaño cometidas por el colonizador (nunca se condenó al rey Leopoldo de Bélgica), el marco de extracción y exterminio en el continente posee, más de un siglo después, los mismos engranajes, aunque renovados, de aquella misma maquinaria escatológica que describió Joseph Conrad. ¿Saben los lectores que en el norte rural de Sudáfrica, a causa del capital espectral que sustituye al productivo, fueron propagándose los desempleados ilegales de países limítrofes miserables, cuyas empresas desaparecieron, y son considerados por la paranoia tribal herederos de ancestros embrujados, fantasmas encarnados y faltos de espíritu? ¿Saben que esa figura del zombi –pura fuerza de trabajo sin trabajo, humano deformado por su extranjeridad– reapareció hace poco en el sur del continente para encarnar, a través de esa designación, los efectos de la catástrofe disolutiva? Muertos vivos epidémicos, frutos del nuevo imperialismo, esclavos de “los brujos” que los transforman en zombis que impiden a los demás la buena suerte. A uno de los cuales, en 1994, “cientos de estudiantes y trabajadores desocupados de Mabopane” persiguieron por las calles para darle caza, como objeto de sacrificio. Jean y John Comaroff transcriben esta noticia en Teoría desde el sur. O cómo los países centrales evolucionan hacia África (2012). La caza del zombi sudafricano rural, nuevo parte de guerra interior de los salvajes, una crónica que le hubiese fascinado escribir a Winston Churchill. ¡El horror! ¡El horror!