El otro cine de los 70: España, del Generalísimo al quinqui y la Movida

Del canónico Carlos Saura a la irrupción colorida de Pedro Almodóvar, del terror sutil de Narciso Ibáñez Serrador a la familia decadente de Jaime Chávarri: un repaso por algunas películas que acompañaron el fin de la dictadura franquista y el comienzo de un periodo de destape y euforia. Por Gustavo J. Castagna.

 

Los años 70 en España. Un período de cambios, fluctuante entre novedades, consagraciones y descubrimientos hacia el futuro. Diez años de cine español desde inicios de esa década hasta el rugido de los 80, pasada la llamada “Transición” luego del franquismo, el gobierno previsional y las decisiones del Rey antes del triunfo del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) que dejarían lugar a un nuevo mundo y a una nueva España.

El cine, por su parte, nunca perdió su objetivo: reinstalar en el mundo a esa joven España democrática.

Desde mediados de los 60 Carlos Saura emergió como el resultado de una época. Aun con Francisco Franco vivo e impartiendo órdenes, películas como Ana y los lobos (1973); El jardín de las delicias (1970); La prima Angélica (1974) y Cría cuervos (1975), entre otras, valiéndose de un universo alegórico referido al régimen, ubicaron el nombre del director en el comercio estético de los festivales. Por su parte, El espíritu de la colmena (1973), la opera prima de Víctor Erice, una obra maestra absoluta, afirmaba que las voces del cine español eran más interesantes que aquellas regidas por la bota y la cruz de una dictadura que estaba cerca de despedirse.

El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice

 

Pero más allá de los canónicos Saura y Erice, ese puñado de años de cine hispano trajo otras novedades, curiosidades, películas de culto, films malditos y un grupo de realizadores “frontera”, es decir, en los márgenes de la gran industria. 

La siguiente elección de títulos y nombres podrá parecer caprichosa pero condice con aquel marco en ebullición de una España que renacía luego de décadas de vigilancia, autoritarismo, misas y plegarias.

El bosque del lobo (1970) y La casa sin fronteras (1972), de Pedro Olea

Un hombre lobo en Galicia y una casa endemoniada regida por una secta. El notable actor José Luis López Vázquez que padece la transformación en un contexto hostil de pueblo primitivo. Una pareja, una nueva casa, el temor a los ruidos, el horror fuera de campo, la gente detrás de las paredes o esa escalera que revelaría más de lo pensado. Olea creó dos atmósferas adecuadas para esos inquietos años 70 de la España aún franquista: nada más acertado que refugiarse en este cine cuando el régimen instala el estado de sitio (o “estado de excepción”) ante unas calles a punto de explotar.

Canciones para después de la guerra (1976), de Basilio Martín Patino

 

Obra maestra documental del también responsable de Caudillo y queridos verdugos. El trabajo de Patino recorre España desde el fin de la Guerra Civil hasta tres décadas más tarde a través de canciones, noticieros, informes de prensa, discursos, fragmentos de películas. Una extraordinaria edición te lleva de las solapas durante hora y media para articular un discurso donde se entremezcla el triunfo y la derrota de un país junto a la sensación de estar detenido en el tiempo sin posibilidad de progreso y desarrollo.

El desencanto (1976), de Jaime Chávarri

 

Una película única en su especie, un viaje a las entrañas de la familia española tomando como centro al clan tutelado por el poeta franquista Leopoldo Panero. La viuda del escritor y sus tres hijos ciclotímicos desentrañan el rompecabezas familiar, relatando a cámara sus experiencias, bordeando la demencia y la enajenación, cometiendo más de un parricidio a un cadáver exquisito en un documental concebido a poco de la muerte del Generalísmo.

¿Quién puede matar a un niño? (1976), de Narciso Ibáñez Serrador

 

A fines de los 60 “Chicho” Ibañez Serrador había presentado La residencia, una sutil inserción en el género con colegio de señoritas como espacio referencial. ¿Quién puede…?, la segunda película del director, se instala en una isla adonde llega un matrimonio británico. Paisaje bucólico y a pleno sol. Silencio y soledad. Y chicos. Muchos, demasiado niños pueblan ese lugar. ¿Dónde están sus padres o tutores? Terror metafísico y físico, con la mujer embarazada rodeada de niños sonrientes que gobernarían ese lugar turístico. El horror desde la niñez, como si el director ajustara cuentas con las docenas de films en los que la infancia está mostrada como una etapa repleta de buenos y cálidos momento de vida.

Arrebato (1980), de Iván Zulueta

 

El lado oscuro de la Movida Española, la zona autodestructiva de una forma de hacer películas concebida por un tal Iván Zulueta, no solo director de cine, sino también artista plástico, diseñador y creador de los afiches de los primeros films de Almódovar, Arrebato es cine de culto, referencia permanente cuando se invoca a una película que no se parece a otra. Cine dentro del cine, drogas, excesos, narrador omnisciente, fantasmas que dan vueltas antes del rodaje (¿existe una filmación o todo es una gran pesadilla que pasa por la mente del director?), en la escritura previa y en la confluencia de lo público y lo privado. Eusebio Poncela y Cecilia Roth encarnan a la pareja central rodeada de Will More, emblema de la Movida Española, acá representando  a un personaje difícil de dilucidar, que acaso refleje el resultado de un trip interminable: eso es Arrebato en aquel inicio de una década eufórica.

Navajeros (1980), de Eloy de la Iglesia; y Deprisa, deprisa (1981), de Carlos Saura

Navajeros

 

Jóvenes marginales, clases bajas, drogas e ilegalidad cotidiana. El cine “quinqui” en su máxima expresión, con intérpretes desconocidos o auténticos chicos o adolescentes oficiando de actores, haciendo de sí mismos. Navajeros es cine de pandilla, de coqueteo sexual permanente, de desnudos impensados una década atrás. El director se ubica a sus anchas en ese mundo al que volvería en más de una ocasión. Por su parte, un año después Saura dejaría por un rato las alegorías y se insertaría en un relato poético-delictivo, de voces de jóvenes amigos que delinquen, de chica hermosa que se suma a la banda. El cine “quinqui” se legitima con Deprisa, deprisa y la banda de sonido se convierte en éxito a propósito del flamenco exportable de Los Chunguitos y su “Ay qué dolor, ay, qué dolor”.

Exitosas ambas películas, el cine parecía el salvavidas de algunos de sus jóvenes protagonistas procedentes de esas calles peligrosas. Pero no: a los pocos años del díptico “quinqui”, José Luis Manzano (Jano en Navajeros) y José Antonio Valdelomar (Pablo en Deprisa deprisa) morirían por sobredosis de heroína.

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) y Laberinto de pasiones (1982), de Pedro Almodóvar

 

El inquieto muchacho oriundo de un pueblo del Canal de la Mancha había llegado a Madrid cuando el Generalísimo era visitado por cinco médicos diarios. Había conseguido trabajo en la Telefónica y con algunas pesetas propias y ajenas (las nuevas amistades de la gran ciudad) decidió incursionar en el cortometraje, precario, en súper 8 o 16 milímetros, con tal de complacer a esos adolescentes hartos de mandatos paternos y controles cotidianos. Pero Pedrito, con la ayuda económica de su amiga Carmen Maura, se atrevió al largometraje, y así nació Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, comedia guarra, soez, insolente, desprejuiciada. O, como diría el crítico Diego Galán: la película que había que hacer y que debía verse en esos años. 

Filmada de manera muy atolondrada y con una concepción estética que dignifica al amateurismo, la opera prima de Almodóvar es un antes y un después en la historia de cine español. La joven Ovidio Gara (¡Alaska!) orinando a la ama de casa masoquista, la competencia de “erecciones generales” conducida por el mismo director (¡con bigotes!) y el uso sin vergüenza de tradiciones españolas (música, costumbres, retratos familiares) que acá se dan vuelta como un guante, reflejan el espíritu libre de una película invadida por la felicidad y la alegría sin retorno.

 

 

Menos caótica desde el guion y con pretensiones de comedia coral sería Laberinto de pasiones, retrato de la Movida Española al borde de la legitimación, donde la cámara se pasea por El Rastro (el punto de encuentro de aquella avalancha juvenil y creativa) y los prejuicios sexuales y sociales ya pertenecen al pasado. Como bien lo afirma el personaje de Sexilia (Cecilia Roth), chica multiorgásmica, hija de un ginecólogo y referente de una época de aquel Almodóvar de los inicios.

Tres meses después del estreno de Laberinto de pasiones, en octubre de 1982, el PSOE ganaría las elecciones generales con Felipe González a la cabeza. Ya España era otra. Alaska, Sexilia y Felipillo resultaban una carga muy pesada para los admiradores del régimen anterior. Por suerte, joder.

Gustavo J. Castagna

Gustavo J. Castagna

Periodista, crítico de cine, docente e investigador cinematográfico, integra FIPRESCI (Federación Internacional de Críticos de Cine) y fue miembro del consejo de redacción en la Revista El Amante. Ejerce la escritura en revistas especializadas de cine, video y televisión. Colaboró en libros sobre Wim Wenders y Martin Scorsese y en diversos textos sobre cine argentino y latinoamericano. Titular de las cátedras Historia del Cine e Historia del Cine Argentino en el Centro de Investigación Cinematográfica (CIC).

Últimas notas