No me gusta Buenos Aires

Cada vez que voy a Buenos Aires siento que me encuentro con una ciudad diferente. ¿Qué es la antigua Capital Federal para un habitante del interior? Decir “Capital Federal” es tan añejo como decir “URSS”. Como si uno aludiera, en esas dos palabras, a un Estado que ya no existe. 

Foto de portada: Gustavo Sánchez (Unsplash)

Hacía dos años que no iba a Buenos Aires. Es cierto que fui pocas veces, es probable, incluso, que pueda contar con los dedos de la mano la cantidad de veces que estuve en “el puerto”, como le dicen mis amigos cordobeses. Cuando el colectivo se adentraba en Liniers vi los edificios que se levantaban como figuras flotantes entre las autopistas. En perspectiva, y en esta época presente, esa imagen se presentaba como la de una ciudad postapocalíptica: edificios, en cierta forma, humildes, muchos de ellos finitos, algo lánguidos, comidos por la humedad. Y desde la ventana del colectivo no llegaba a verse ninguna calle, ninguna persona, pura masa de cemento color gris smog. “En las mugrientas esquinas de Liniers pierdo los días pues no me toca escapar”, canta Ricardo Iorio en una canción de Hermética, con esa mezcla de amor y odio que caracteriza todo lo que hizo. Y lo que yo no veía, justamente, eran esquinas, ni calles, sino autopistas que recortaban edificios: ¿cómo será vivir en una ventana por la que pasan, a escasos metros, cientos de miles de autos en un día?

En Retiro, bajé y busqué el bolso de la bodega del colectivo. En la calle pedí un Uber: un muchacho atento, que preguntó de dónde venía y, cuando escuchó salir de mi boca la palabra “Córdoba”, me contó que había vivido en la ciudad durante varios años y, siempre que podía, iba de visita. “Ciudad de parlanchines”, dice un amigo poeta. Y es cierto: en Buenos Aires la conversación siempre está empezada y puede retomarse en cualquier momento.

Foto: Juan Pablo Mascanfroni (Unsplash)

El edificio donde paré estaba en la antigua zona de El Bajo, entre Retiro y Puerto Madero. Dicen que si te vas unos días de Argentina, cuando volvés todo parece haber cambiado, pero si te vas veinte años, al regresar, todo sigue igual.  Como mis visitas a Buenos Aires no han sido tantas, y se han producido a lo largo de veinte años, aunque la mayoría son de los últimos siete, puedo decir que cada vez que vuelvo me encuentro con una ciudad diferente. A fines de 2018 fui a presentar unos libros. Esa vez la ciudad, en especial la zona del Microcentro, que suele ser la que más frecuento, estaba plagada de locales de comida que se vende por kilo, cuyos dueños eran chinos. Comí, la mayoría de las veces, en esos lugares porque sentarse en una pizzería o un restaurant resultaba imposible. Cuando fui en 2022 el panorama había cambiado: después de la pandemia, al parecer, los locales chinos, que se nutrían de los trabajadores de cercanía (oficinistas, ambulantes, albañiles y jubilados), habían dejado de existir. Pero los precios de algunos locales que antes resultaban imposibles se habían vuelto accesibles. 

En este 2025 la ciudad parece deprimida. “¿Dónde están los porteños?”, pensé en un momento. La ciudad parece vaciada. Al menos, como dije, en la zona que me tocó recorrer, que es, en su mayoría, una parte del centro. Fui a ver los murales de las Galerías Pacífico. Hacía mucho que no los visitaba y ya casi no los recordaba. Pero ahí estaban todavía, sobre las paredes de la cúpula, esas pinturas que parecen salidas de un país que ya no existe. ¿Existe Buenos Aires todavía? ¿O fue devorada por la nieve que estos días es protagonista en la serie de El Eternauta?

Llegado este punto tengo que dejar en claro una cosa: no me gusta Buenos Aires. Hay gente que dice: “me encanta Buenos Aires” y cree que estar ahí es llegar a la Meca. ¿Pero a la Meca de qué? “En Buenos Aires pasan las cosas”, dicen otros. A mí, desde la primera vez que fui, hubo algo que no me cerró. No me gusta la estructura megalómana sobre la que está construida la ciudad, la monumentalidad de las plazas que parecen parques, de las avenidas que se repiten como en un loop, la innecesaria cantidad de gente. De hecho, caminando por Corrientes hasta Florida, o del Teatro Colón al Obelisco, la sensación es que da lo mismo estar en un punto o en otro. Una sensación de que todo, aun en su multiplicidad, parece uniforme: las mismas calles, una vez tras otra, repitiéndose. Aunque tampoco es tan así.

Foto: Manuel Cortina (Unsplash)

Se acumulan en la ciudad una multiplicidad de lenguas, las que más circulan ahora parecen ser las de venezolanos, peruanos y chinos. Es como si los porteños, de pronto, hubieran enmudecido. ¿Dónde están? Están, en algún lado deben estar, ¿pero dónde? Fui hasta la Plaza de Mayo porque es un ritual: estaba vallada. Caminé por atrás y bajé por avenida Rivadavia hasta Leandro Alem, de ahí al Palacio Libertad, antiguo Correo Central, antiguo CCK. La panorámica de Puerto Madero, como fondo de la Casa Rosada y su parque verde fluorescente, fuertemente custodiado, parece un injerto: una ciudad del futuro pegada a una ciudad del pasado. Y las dos ciudades igualmente muertas. 

El monumento a Juana Azurduy, ahora ubicado en la Plaza del Correo, frente al Palacio Libertad, es apabullante y, en algún punto, puede decirse que es bello… Era la primera vez que lo veía y era la primera vez que visitaba el antiguo CCK. Fue como ver el monumento a lo inútil  (en el sentido más llano): es tan gigante, aunque en la escala de Buenos Aires todo parece encontrar un lugar, que uno se pregunta si era necesaria la existencia de algo que, sin dudas, es una monstruosidad. Pero la monstruosidad, meada en cada uno de los metros que tiene el perímetro de su base, no se debe únicamente a su tamaño, sino a que, al menos ese día, parecía ser una suerte de “cuerpo mal emplazado”: esa tarde, en el antiguo edificio del correo, había un acto militar. Ningún ápice de idea de “Patria Grande” anidaba en los rostros en ese acto vestido de verde. Otros tiempos corren, y la fastuosa, aunque no menos cálida, época en donde las cosas parecían poder hacerse ya no existe: hay que inventarla de nuevo. Y esta vez, si se logra, debe ser de verdad. ¿Me explico? No importa.

En este viaje Buenos Aires me pareció una ciudad muerta. Hay algo de esa estructura de otro tiempo que no condice con quienes la habitan (o la transitan) hoy. Como si fuera una escenografía vieja con un nuevo reparto, y esa escenografía, que viene de otra galaxia, una galaxia que ya no existe, quedó vacía, triste: muerta.

Prefiero la precariedad de las ciudades que, a vistas de la cabeza de Goliat, llaman “chicas”. Córdoba, que con su millón y medio de habitantes y su enorme extensión no puede pensarse como una ciudad pequeña, a pesar del desastre que es buena parte de su infraestructura, tiene algo más vital, y la estructura sobre la que está montada se parece a quienes la recorren cada día. 

La Buenos Aires que hasta hace unos años, aun en su ensoñación latinoamericana proclamada por altoparlante desde el Estado, parecía todavía una ciudad europea, con presupuesto y sofisticación, parece ahora una ciudad argentina: algo pobre, un poco abandonada, nacida en el Tercer Mundo.

Lo mejor de la última visita fue, entre las malas ondas de un súper chino, descubrir un mercado donde, al parecer, se reunían miembros de la comunidad peruana. Eme, quien me acompañaba ese día y es mucho más ducha que yo en el trato social, escuchó que la cajera enviaba un audio donde encargaba dos porciones de chaufa:

—Disculpá, te hago una pregunta —dijo Eme—. Ese lugar donde pedís, ¿me podrías decir dónde está?

La cajera, amable, no pareció sorprendida por la irrupción:

—Sí, no tienen local abierto, hacen envíos, te paso el número.

—Buenísimo —respondió Eme, siempre con una sonrisa a mano, una manera, creo, de rendirle honor a su salteñidad.

—¡Las porciones son gigantes! —dijo un señor que estaba apoyado en el mostrador—. En serio, no saben lo que son…

De ese modo casual, inesperado, llegó “Negro mío” (así era el nombre del negocio) a nuestros días porteños. Y lo hizo en forma de arroz chaufa y papas huancaína: ¡felicidad!

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Sebastián Maturano

Sebastián Maturano (1984). Escritor, artista plástico y editor de Borde Perdido Editora. En narrativa publicó Diario de la fobia (Borde Perdido, 2020), los libros de cuentos La otra piel (Borde Perdido, 2022), Lo que enferma (Eloísa Cartonera, 2023) y Bestia extraña (Paradiso, 2024).

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