Cuando usted llegue a la ciudad, recuerde que Bogotá está malparida. No maldita: malparida.
Cuentan los libros que la capital se fundó en una meseta a 2.600 metros sobre el nivel del mar para evitar los males del clima tropical que asediaban a los conquistadores españoles: malaria, fiebre amarilla y demás tragedias del calor. También se dice que, en 1532, el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, que inauguró la capital del país después de haber derrotado a los Muiscas, quiso borrar el nombre precolombino, Bacatá, y colonializarlo cambiándole apenas algunas letras. Bogotá, la ciudad en la que usted está ahora, se levanta sobre un cementerio indígena.
Es probable que en el avión, justo antes de aterrizar, usted reciba la bienvenida a “La Atenas Suramericana”. No son claros los motivos, pero algunos dicen que fue por un viaje que hizo Miguel Cané a fines del siglo XIX y en el que quedó impactado por la proliferación cultural de la ciudad. Otros afirman que tiene que ver con la expedición botánica que se libraba por entonces. Nadie lo sabe a ciencia cierta, probablemente porque no es verdad. En una época en que las capitales latinoamericanas desbordaban con expresiones intelectuales, Bogotá se encerraba en la lluvia y el frío y fundaba sus universidades, iglesias, teatros y Plazas de toros. En sus plazas cuadráticas se afirmaban sus ínfulas europeas, sus apellidos Santa María, Sánchez Cristo, y se erguía en la alta meseta la piedra fundacional de su clasismo.
Se preguntará usted por las fuentes fluviales, querido turista. Está en un país con dos océanos, parte del río más caudaloso del mundo y el más largo de América Latina, pero la Capital se hizo no solo alejada de los ríos, puertos y mares, sino dándole la espalda al país. Todo está lejos y más abajo, y el ánimo de los conquistadores por sobrevivir sin fiebres creó una trampa para su desarrollo y su autoestima. Los bogotanos miramos celosos los eventos nacionales en Medellín y en Cartagena, las mecas industriales, los nuevos nichos del capital. Es irónica la condena que impuso Quesada con su idea de altura. Vivir lejos y arriba de los demás, pero a costa de una noción del progreso.
Pero como usted es extranjero, entonces podrá escapar del ritual bogotano por excelencia: que le pregunten, con ese acento desencantado, “¿de qué colegio saliste?”. La clase alta cree que se conoce y busca reconocerse en los mismos lugares de su ciudad, blindada de la alteridad del país, con sus tradiciones españolas y familias de alcurnia. De cualquier manera, cuando camine por la casa de Nariño, donde vive el presidente (siempre hombre, blanco y rico), el Congreso y el Palacio de Justicia, recuerde que de sus apellidos más cachacos y rolos (gentilicio bogotano) también fueron sus presidentes. Los dueños de la tierra y la política, una clase social mandataria ilustrada en sus propias universidades, endogámica en su montañita, que mira desde la meseta el país a sus pies.
Lo llevarán de paseo por monumentos, le mostrarán los edificios, la arquitectura colonial y su mutación al ladrillo, que hace a la ciudad una enorme maqueta naranja. Le hablarán del Florero de Llorente y del sitio exacto donde Simón Bolívar se fracturó una pierna. Olvidarán el fuego, la rabia, la oscuridad. Probablemente nadie le cuente que el 9 de abril de 1948 la ciudad ardió a causa del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, entonces candidato presidencial del partido liberal, el preferido entre los trabajadores y campesinos, y que El Bogotazo destapó una ira popular que casi le gana a la aristocracia. No mencionarán tampoco las marchas con ataúdes al hombro a la plaza de Bolívar, en los ochentas y noventas, para reclamarle al Estado por los genocidios políticos. Tampoco el asesinato de jóvenes en el Paro Nacional de 2019. Pero no deje de preguntar, de estar atento a los homenajes al margen de la historia. Trate de no sumergirse en el olvido nacional. No verá ninguna señalética, ninguna especial cartografía de la memoria, pero usted, amigo o amiga, camina sobre una ciudad esencialmente amnésica.
Quien lo lleve de paseo también hará lo propio: un tour por los barrios del centro, una visita a algunos museos pintorescos y la casa de la moneda, una disculpa apenada por la indigencia y la miseria. Y después, cuando caiga la noche, un cierre triunfal en la “zona rosa”, llena de bares y restaurantes y luces y músicas del mundo, plagada de bogotanos que dicen chirriado y chinazo, orgullosa de su gastronomía universal e impagable. Le llevarán a la belleza prefabricada y for export de nuestra “zona rosa”, de nuestra gente divinamente y nuestro buen inglés. Y no notarán lo genérico y decadente que resulta que la capital de uno de los países más desiguales del mundo, necesitada siempre de aprobación externa, blinde algunas callecitas marginadas para aparecer mejor ante ojos extranjeros.
Camine porque no hay metro ni subte, aunque todos los alcaldes garanticen su construcción. En la capital también somos esa promesa sin cumplir. No se pierda de recorrer la carrera séptima desde la Plaza de Bolívar hasta donde le den las piernas. No hay nada más fascinante que mirar las transformaciones de la ciudad. La estratificación y la opulencia, lo que queda de su cultura y también la derrota de toda ideología, la nueva progresía clasemerdiera y el fascismo que se aferra, el atraso infraestructural y la esperanza: todo puede estar ahí, en esa caminata por una sola vía en línea recta en la que Bogotá no se guarda nada. La séptima, su columna vertebral y talón de Aquiles. Los graffitis que la alcaldía trata de borrar, los transeúntes, las cafeterías y misceláneas donde puede desayunar y tomar café, la terca amabilidad de los extraños, los edificios de ladrillo y la gente que trata de escapar de la lluvia sin esperar nada. Mirar hacia arriba y ver la montaña como testigo de la vida de una ciudad tensa y cruel, pero una ciudad al fin. Lo mejor de Bogotá ocurre a pesar de sí misma.
Cali tiene a Caicedo y al grupo de Cali; la costa atlántica, a García Márquez y los narradores de La Cueva, la sierra nevada, la infinita guajira y el acordeón; el pacífico tiene la música y la herencia; Medellín tiene tierra, flores, coca y reguetón; hacia el sur oriente se mezclan los llanos con las selvas y La vorágine. Toda Colombia tiene su propia música, su propio clima, su pulsión vital. La gente de otras ciudades que pasa por Bogotá se quiere ir, extraña. Se queja de la lluvia, de los bogotanitos con apellidos heredados y narices respingadas que critican a los montañeros y los costeños y a todos los que vienen a robarles ese frío tan suyo. Niche le escribía a Cali “que todo el mundo te cante, que todo el mundo te mire”. Joe Arroyo, a Barranquilla, “Tu nombre pa mi significa/La esperanza de la vida/ En Barranquilla me quedo”. Pero Bogotá es una ruina que sobrevive sin poesía. A Bogotá nadie le escribe canciones de amor.