Algunos apuntes sobre la construcción de imagen de Giorgia Meloni, Marine Le Pen, Isabel Díaz Ayuso y Victoria Villarruel.
…
«Las mujeres muchas veces no quieren admitir que les gusta la moda.
Y, sin embargo, la moda cautiva a todos, desde el taxista hasta el mega intelectual»
Miuccia Prada
«Lo que te ponés es la manera de presentarte ante el mundo. La moda es un lenguaje instantáneo»
Miuccia Prada
“Chanel Rosa Gorbachev”, “Rosa Reagan”, “Azul marino Gorbachev”, “Blanco Armenia”, “Naciones Unidas”. Así quedaban bautizados los atuendos de Margaret Thatcher después de cada evento o reunión protocolar. Y así fueron documentados, en su diario de estilo personal, unos doscientos trajes. Si hubo una política de la era moderna que entendió que lo que uno se pone importa y hace a la construcción de una marca personal y de una imagen pensada para la transmisión de un mensaje específico fue Thatcher. En su viaje a la Unión Soviética en 1987, ocasión histórica dado que fue la primera vez que un primer mandatario del Reino Unido visitaba ese país, la Dama de Hierro no dejó detalle librado al azar. Se dice que ensayó decenas de veces la bajada del avión. La puesta en escena contaba, además, con outfits para cada ocasión, cuidadosamente planificados por otra Margaret (King), directora de la renombrada casa de moda inglesa Aquascutum, que diseñó para la Primera Ministra cuatro abrigos, uno por cada día del viaje, y encargó un espectacular sombrero de piel de zorro de estilo ruso a Philip Somerville, el sombrerero real del Reino Unido. Para Thatcher el vestuario era importante. Primero, porque le gustaba la ropa y conocía el paño (su madre era modista y hasta hay entrevistas en las que se dedica a hablar exclusivamente sobre estos temas), y segundo, porque estaba convencida de la influencia que su aspecto tenía en sus interlocutores, en los medios y en el electorado. Sabía, como dice Mirtha, que como te ven te tratan. “Me visto para la ocasión y para el trabajo. Cuando vas al extranjero y representás a tu país, tenés que ir con ropa con buen corte. La primera impresión que tiene la gente es cómo te ves. Tenés que estar prolija. La gente tiene que pensar que te ves bien, que tu ropa es linda. Y esto también aplica a los hombres”.
*
«¿Querés que te tomen en serio? Dejá de vestirte como una nena»
Joan a Peggy (Mad Men)
El power dressing es un estilo de moda utilizado para marcar la autoridad en entornos corporativos y políticos. Se trata de un outfit que otorga jerarquía a quien lo usa, porque inspira respeto en quienes se encuentran frente a él y porque la persona que los lleva se siente poderosa, con la autoestima reforzada por ese elemento de status. Admitámoslo: muchas veces, un atuendo no es muy diferente de un disfraz, que permite canalizar una personalidad o rasgos y características que no tenemos (pero nos gustaría tener) al menos por un rato. Ya lo decía Maquiavelo, lo importante no es tanto ser, sino parecer. La ropa, a veces, nos ayuda a fingir algo hasta incorporarlo y hacerlo propio.
Si bien en la actualidad aplica tanto a hombres como a mujeres, el power dressing, en sus orígenes a fines de los años setenta y durante la década del ochenta, hizo referencia más que nada a una estrategia sartorial por parte de las mujeres para hacerse lugar en ámbitos que eran tradicionalmente masculinos. Trajes de vestir rectangulares y angulosos, rígidos como armaduras, hombreras poderosas, tacos filosos alternados con zapatillas deportivas, colores neutros primero y más intensos y brillantes después, y accesorios gigantes eran la regla. Joan Collins en Dinastía o Melanie Griffith y Sigourney Weaver en Secretaria Ejecutiva (Working Girl), así como los looks de esta época de la princesa Lady Di son perfectos ejemplos.
Con el tiempo, por supuesto, la moda cambió, pero el concepto de power dressing como código de vestimenta permanece. La idea de que la ropa puede ser usada, como dijo Donatella Versace, como un arma cuando sea necesaria o que incluso se pueden leer procesos políticos en la ropa, como en cualquier otra forma de arte, tal cual señaló Diana Vreeland, es una realidad que hoy difícilmente pueda ser cuestionada. Nos guste o no, en un mundo hipervisual, la imagen importa. Y en política, donde la necesidad de comunicar y transmitir mensajes con claridad es central, el poder de la imagen no se puede subestimar como recurso de comunicación estratégica. Todo el tiempo estamos brindando información acerca de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos con lo que nos ponemos. La trama afectiva de la vestimenta, la llama poéticamente la periodista especializada Victoria Lescano. Thatcher lo entendió y dejó deliberadamente un legado duradero en la moda al fusionar la feminidad con la vestimenta del poder. Vestirse es político. Quienes entienden esto y lo ponen en juego para usarlo a su favor corren con ventaja. Muchas de las actuales estrellas femeninas de la derecha forman parte de este bando. Quienes pisan con fuerza y hacen ruido como Giorgia Meloni, Marine Le Pen, Isabel Díaz Ayuso y, jugando de local, Victoria Villarruel, son comunicadoras sobresalientes, ambiciosas, con la política en el ADN, y han sabido aprovechar el momento, surfear las nuevas olas post #MeToo desplegando estrategias con varios puntos en común y algunas diferencias.
La Mamma
Giorgia Meloni, la primera mujer italiana en ocupar el puesto de presidenta del consejo de ministros, parece haberse preparado toda la vida para este momento de espectacular protagonismo. Su revoleo de ojos exagerado y su perfecta resting bitch face (“cara de perra en reposo”, una expresión de desagrado o enojo por default, cuasi involuntaria) vienen recorriendo el mundo a través de videos e imágenes viralizados en redes sociales y devenidos en memes. Hace un tiempo, durante un acto de Vox en España afirmó enérgicamente: “Soy Giorgia, soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana”. La frase pegó fuerte y se viralizó montada en loop en una canción al mejor estilo italo-disco. Como tantas veces, a la izquierda le salió el tiro por la culata y aquello con lo que pretendían ridiculizarla y dejarla en evidencia se convirtió en un hit que amplió aún más su mensaje y hasta la dotó de cierta simpatía. La Meloni se aferra a estas identidades bien definidas y las defiende como una leona a su cría de aquellos que, según ella, se la quieren arrebatar, a saber: el arco progresista. Maternal, homologa el amor por la patria con el amor incondicional por un hijo. “Esta nación necesita ser gobernada con amor. Con el mismo sentimiento con el que se cría a un hijo». El discurso y la composición de esta imagen pública no estarían completos sin el perfecto mamma look, que es el de una madre moderna, con múltiples actividades y poco tiempo a disposición. Así, la sastrería simple pero distinguida de Armani, quien ha dejado en claro que no tiene en cuenta la afinidad política de sus clientes a la hora de vestirlos (tanto Pierpaolo Piccioli, que recientemente dio un paso al costado como director de Valentino, como la icónica Donatella Versace se pronunciaron en contra de Meloni en las vísperas de las elecciones de 2022), se ha vuelto casi un uniforme para Giorgia Meloni, en una versión mucho más chic que los célebres trajes de señora de Hillary Clinton o Angela Merkel, dos mujeres que han hecho del estilo power suit una marca registrada. La italiana viste modelos de traje amplios y fluidos, con simple y muchas veces doble botonadura y privilegia el Made in Italy. El negro, que antes era muy habitual en ella, incluso en las primeras apariciones como primera ministra, cuando necesitaba mostrar autoridad y fortaleza ante el país, pero sobre todo entre lobos como Salvini y Berlusconi, ahora lo reserva para ocasiones puntuales. Escoge, en cambio, tonos amables como el rosa, el celeste y el beige que le aportan luminosidad y frescura potenciadas merced de uno de los pocos accesorios que usa: una sonrisa tan ejercitada como su adelgazada figura, forjada no sin esfuerzo al calor de duros entrenamientos que otrora mostraba en su cuenta de Instagram, muchas veces hasta acompañada de su hija pequeña, Ginebra. Y no sería una fanática legítima del deporte sin su Apple Watch (uno de los pocos accesorios que lleva junto con algunas pulseritas estilo swiftie) ni sin un pasado adolescente marcado por el bullying por haber sido, precisamente, obesa. Otro elemento importante y una de sus insignias es el cabello. Pasó de un ceniza opaco en su juventud al dorado que le conocemos hoy, y del largo llovido que le agregaba años y rigidez al rostro, a un bob con ondas relajadas que le da un marco más favorecedor y suaviza sus rasgos, tanto como el discurso maternal hace lo propio con su conservadurismo.
La exaltación de la maternidad y el look a tono cumplen la función de volverla más digerible ante el electorado, pero también de acercarla a las mujeres, volverla humana y lograr una identificación en ellas. Hoy querer ser una muñequita de lujo impoluta, algo en lo que insisten tantas “mujeres de”, aleja. Las masas demandan algo más real y a mano, aunque no sea más que una ilusión de normalidad. Por eso cuando Giorgia pone cara de harta, cuando demuestra que no le teme al conflicto ni a reírse de sí misma al afirmar “soy la soreta de la Meloni”, cuando pregunta en el medio de una conferencia cuánto falta para que termine porque no aguanta más los stilettos, cuando se arregla pero sin estridencias, o cuando sale a dar la cara después de que a su marido le descubrieran conversaciones non sanctas con compañeras de trabajo, parece decir “Soy esto. Soy fuerte, pero no puedo con todo” y convoca así a quienes en medio de tanta perfección simulada y solemnidad teatrera, reclaman un respiro. Amorosa, sonriente y protectora de Italia, la figura de la mamma no puede existir ni estaría completa sin su lado oscuro con el cual indefectiblemente convive: el de la firmeza, la exigencia y la franqueza extremada hasta casi la crueldad.
La Mamma II: la ropa nueva de las herederas
Las manos de Marine Le Pen cubren parte de su rostro. Solo vemos una cabellera dorada y unos ojos achinados, mirando hacia abajo, al parecer, con pesar. La imagen comenzó a circular el pasado 8 de julio después del anuncio de los resultados de la elección y se viralizó rápidamente como parte de los festejos de la izquierda francesa y de otras partes del mundo. “Llora en nazi”. “Marine Le Pen llorando es lo mejor que vi”, decían algunos en X. Y es cierto, la hija del histórico líder de la ultraderecha francesa estaba llorando, pero de la risa. La imagen es de 2017, cuando Marine participó en un programa radial en el que un humorista hacía imitaciones varias. Las ganas de creer y de confirmar lo que creemos más de una vez nos juegan una mala pasada. No hace falta ser experto en política francesa para saber que Madame Le Pen se arrancaría los ojos antes de llorar en público por una elección. Si hay algo a lo que está acostumbrada, ella y la ultraderecha a la que pertenece, en particular las mujeres —Victoria Villarruel por nombrar otra— es a perder. Están entrenadas en la derrota y he ahí una fortaleza que suele pasarse por alto. No es casualidad que la autobiografía de Marine Le Pen se llame “Contra las olas”. Años y años de estar en los márgenes. No desde la marginalidad real, claro: el background de privilegio también es un rasgo de estas señoras. Pero sí por fuera de algunos consensos a los que se había llegado. Eternos bichos raros mirados de reojo, con recelo y hasta con sorna por quienes estaban convencidos de que nunca llegarían a ningún lado. El activismo de Villarruel, sus actos y presentaciones públicas en “defensa de las víctimas del terrorismo”, y al principio asociado a otros nombres como Cecilia Pando, hablaban de algo latente pero que no parecía tener futuro mainstream. Sin embargo, Villarruel nunca dejó de abonar su proyecto y de horadar con su discurso apologista de la dictadura el debate público. La paciencia de la araña. Aquí estamos.
Marine Le Pen entendió hace años cuán importante era trabajar en el desarrollo de la propia imagen para modificar las percepciones en torno a ella, el partido y su familia. Para ganar respetabilidad, salir del margen, y hacer viable su discurso racista, antisemita, xenófobo y homofóbico. También intuyó que el peso condenatorio no solo del apellido, sino del enorme parecido físico de su padre podría ser contrarrestado con astucia, ayudada por el género. Ser mujer sería, en su caso, una ventaja y explotar su lado femenino, la mejor herramienta. Va de suyo que la vestimenta y la estética en general tendrían un papel relevante en esta estrategia. En 2006, cinco años antes de hacerse cargo del Frente Nacional, el partido fundado por su progenitor, cambia su melena sensual a la Catherine Deneuve por un estilo por encima de los hombros, con las puntas hacia arriba, sobrio y conservador. De ahí en más, continuó su evolución, bajó algunos kilos y entendió, como Meloni y Villarruel, el poder de la sonrisa.
Su vestuario se caracteriza por ser neutro y sin estridencias, pero lo que en un primer momento era un uniforme, con el tiempo fue enriqueciéndose a partir del agregado de accesorios y detalles que destacan su feminidad. A diferencia de Meloni, usa mucho el negro. Sin embargo, el azul, el color de Francia por excelencia, es el que lleva con más frecuencia. Oscila, de acuerdo a la ocasión, entre los jeans combinados con camisas blancas o rayadas y los trajes clásicos de saco y pantalón. También apuesta por las faldas. Sabe que tiene buenas piernas y las muestra siempre que puede, probablemente el único punto en común con Brigitte Macron, fanática de las minifaldas. Para la campaña de 2017, la foto del afiche con el eslogan Choisir la France (Elegir Francia) muestra a Marine sentada sobre el escritorio de su biblioteca, usando un blazer azul y una falda negra que deja al descubierto la rodilla y la parte superior del muslo. La Le Pen no juega a los dados. A diferencia de la esposa de Macron y de otras mujeres de la política francesa que adoran la ostentación de trajes Chanel, carteras Hermes y otras marcas de lujo, la líder de la Agrupación Nacional (RN) no solo despliega un look despojado, sino que redobla la apuesta sobreactuando sencillez. Afirma orgullosa que compra ropa en outlets y asiste a la gala de la revista Time en 2015 con un vestido alquilado. No es que no le importe o le dé lo mismo. Es un mensaje. Los lujos de la haute-couture son cosas de la casta, parece decir, aunque en el fondo no haya más casta que ella. Las prendas de tiendas de descuento y con estampas de dudoso gusto —recientemente se la vio con una camisa de estampado Vichy— son sus favoritas para las recorridas en las que saluda y se abraza con gente, especialmente niños. El look descuidado se completa con un broche de pelo de entre casa y unas gafas de sol usadas como vincha, como una mamá de los noventa. Todo lo dicho colabora con el intento de acercamiento a su electorado, en buena parte conformado por la clase trabajadora, y es la forma que encontró de camuflar su pertenencia a la élite de Neuilly-sur-Seine. El otro target al que fue apuntando cada vez más son las mujeres. Para horror de las feministas, se atreve a citar a Olimpia de Gouges y a Christine de Pisan y, cómo no, juega ella también la carta de la madre moderna, tensionada con culpa entre la actividad política y el tiempo dedicado a sus hijos. “Soy mujer, soy madre, soy abogada”, pero sobre todo “intensamente, orgullosamente, lealmente, francesa”. Así se definió en el spot de campaña de 2017, casi en perfecta coincidencia con la frase de Meloni en el acto de Vox. Y así se mostró en un folleto —muy al estilo de una revista femenina— distribuido por su partido bajo el título: “Voy a defender a las mujeres francesas”. Lo femenino actúa entonces como estrategia compensatoria, como disfraz, de la radicalidad de pensamiento y para convocar a las mujeres, históricamente reticentes a la extrema derecha, a que voten por ella. Hasta ahora, no le ha ido tan mal.
Reina del low cost
Últimamente, cada vez que aparece en público usando una prenda, las mujeres corren a comprarla y la agotan. Isabel Díaz Ayuso es otra de las actuales referentes de la derecha que se ha esmerado en crear una imagen sólida. Desde poco antes de la pandemia hasta la actualidad, la presidenta de la Comuna de Madrid perdió varios kilos y, como cualquier persona que se siente mejor con su físico, empezó a mostrar más piel. Abandonó las prendas holgadas y se animó a una silueta sensual, con vestidos que acentúan su cintura, escotes asimétricos que lucen los hombros desnudos, drapeados, tajos y tops al cuerpo. Su fuerte reside no tanto en la exaltación de la feminidad y lo maternal (no tiene hijos y recientemente perdió un embarazo) como vimos en los casos anteriores. Se apoya, en cambio, en algo que ha caído muy bien en la opinión pública: el uso de ropa low cost y la repetición o el reciclado de looks, asociado a la austeridad pero también a una preocupación ecológica. Buena parte de su vestuario está armado, como el de cualquier mujer española, con prendas de Zara, que además de ser económica es una marca nacional. El mensaje es que la presidenta de la comuna que ha hecho de la austeridad una bandera se viste como una mujer normal a la que le divierte seguir las tendencias y le preocupa verse bien, pero sin incurrir en gastos excesivos. Si bien utiliza toda la paleta de colores, se apropió del rojo, que es el color oficial de la comunidad de Madrid, y lo convirtió en su marca. Ella es Madrid.
Romántica Castrense Chic
No tengo pruebas pero tampoco dudas de que Victoria Villarruel ha estudiado de cerca los ejemplos de estas mujeres y sigue el manual, adaptándolo a su personalidad y a la idiosincrasia argentina. De los 2000 en adelante, su exposición pública ha ido siempre en aumento. Con su discurso en defensa de los militares condenados por crímenes de lesa humanidad y las víctimas civiles de las organizaciones revolucionarias, no la tenía fácil. Mucho menos con su estilo aguerrido y su rigidez para hablar, casi rechinando los dientes con bronca, como se la vio en el encendido debate de candidatos vicepresidenciales con Agustín Rossi. Villarruel entendió que, además de ajustar su retórica, debía acompañarla de una imagen que proyectara virtudes asociadas a lo femenino y compensara su espíritu de aplanadora. Los opuestos complementarios, como vimos, funcionan muy bien.
Victoria tiene un especial amor por su pelo largo y lacio (aún hoy símbolo de sensualidad y feminidad), inferencia que se desprende de intercambios con sus fans en X, quienes la encuentran parecida a Jennifer Connelly. Ella agradece el piropo y dice que cuando era morocha la similitud era más notoria, pero aclara, por las dudas, con la humildad que le faltó a Lía Salgado cuando se comparó con Julia Roberts, que la estrella de Hollywood “es muy linda”. Efectivamente, en sus primeras apariciones se la podía ver con el cabello negrísimo y un flequillo de coté. Pero el pelo azabache puede ser tan sensual como amenazante. En el caso de Victoria, abonaba una imagen de villana que no necesitaba y fue aclarándolo hasta llegar al tono dulce miel que vemos hoy. De hecho, si fuera por ella, lo usaría también rubio y colorado. Probó en Faceapp y le gustó el resultado, pero “destruye mucho el pelo”, publicó apenada en la red social de Elon Musk. Con el tiempo, el flequillo también voló; ahora muestra una frente despejada. Eso sí, siempre lacio y suelto. Hipótesis: se está guardando el rodete evitista para provocar a compañeros en alguna ocasión especial.
El vestuario de Victoria, como el de todas, se fue puliendo. Usa trajes de colores suaves, como el rosa bebé de la apertura de sesiones en marzo, o el conjunto de color marfil con un broche de flores, durante el acto de asunción en diciembre, ambos de la diseñadora Graciela Ocampo, la misma que le provee los tapados. El último, color rojo shocking y en competencia directa con El Jefe Karina Milei, se pudo ver en el desfile militar del 9 de julio. Le gustan las camisas de gasa o seda con jeans, y echa mano a todo el arsenal de recursos de estilo romántico: encajes y broderies, volados, flores bordadas. A veces, para compensar y no perder la costumbre, clava un chaleco medio militar. La que seguro no se muere por vestirla es la marca María Cher, cuya ropa le parece a Vicky “cara y fea”. La escarapela, salvo cuando el protocolo indica lo contrario, no puede faltar. Tiene por lo menos cinco modelos que alterna en cada aparición.
A tono con otros funcionarios del gobierno que aprovechan los uniformes para sobreactuar eficiencia y compromiso, Victoria también se sube cada tanto a la moda cosplayer. En su caso, más que para demostrar que trabaja, para reforzar una de las cosas que más la representa: su perfil nacionalista. En el último homenaje a Güemes en Salta, desplegó sin pruritos un gaucho look completo, hecho a medida y con varios meses de antelación por la histórica tienda salteña La Fortuna, que también viste al gobernador Sáenz, a varios conjuntos folclóricos y hasta a María Kodama.
En cada una de sus apariciones, presenciales o virtuales, Villarruel deja entrever su ambicioso proyecto político. Con una autobiografía, menos Promenade Alvear y más Isadora o María Rivolta —a lo Díaz Ayuso— tendría el terreno aún más allanado en un electorado femenino que lejos está de despreciarla. Tiene tiempo y se comporta en consecuencia. Sabe esperar.
*
En resumen, las líderes mencionadas, representantes de la derecha actual, comunican con impronta propia en sus apariciones y en sus canales. Hay, sin embargo, similitudes en las estrategias y formas de proceder. Fundamentalmente, encontraron en el hecho de ser mujeres un punto de partida interesante, facilitado por la época, con mayores posibilidades narrativas a la hora de producir una imagen de cara a la ciudadanía. La explotación del lado maternal (Meloni/Le Pen) o de la belleza y la imagen de “mujer común» (Ayuso/Villarruel) y la idea conservadora pero aún vigente de que las mujeres ejercen el poder con mayor empatía y sensibilidad son elementos a los que recurren para hacer más pasable su discurso hardcore. Tretas del débil. Los looks pueden parecer inofensivos pero las ideas no lo son.