Glauber Rocha: un grito en el desierto

Hombre político y polemista permanente, el director oriundo del estado de Bahía y de muerte prematura forjó un cine de Brasil por fuera de las favelas technicolor y el tropicalismo excesivo.

 

A casi cuarenta años de su muerte, su ausencia jamás pudo reemplazarse. No solo dentro de un cine brasileño en mutación permanente de acuerdo a las idas y vueltas de un país, como tantos del continente, con golpes de estado e interrupciones democráticas de por medio, sino también en aquello que atañe a una manera de hacer y producir películas que no permite comparaciones o, en todo caso, apenas algunas cercanías a una actualidad muy ajena a sus años de productividad y creatividad.

Glauber Rocha (1939-1981) es uno de los cineastas representativos del Cinema Novo, un conglomerado sesentista de directores y films que cortó el cordón umbilical de una estética exportable y miserabilista en la que la pobreza de un país se observaba desde la mirada cómplice de un espectador burgués. La figura de Nelson Pereira dos Santos, en ese sentido, emerge como la fundacional del movimiento a través de Río, 40 grados (1956) y Vidas secas (1963). Pero es innegable que Rocha con Barravento (1962) completa la novedad, aferrada a una estética procedente del neorrealismo italiano desde su prédica documental con objetivos ideológicos (La terra trema, de Luchino Visconti, sería el parámetro de la opera prima del cineasta nacido en Vitória da Conquista, Bahía).

 

La tierra es de los hombres

Pero el mismo Rocha, en los tempranos 60, ya excedía la mera definición de director de cine. Los prematuros textos que hablan de su país, siempre alterado, y la búsqueda de una estética propia que conformara algo tan inasible como “lo brasileño” comenzaría a corresponderse con un cine de alto riesgo, aluvional, alegórico, influenciado por las corrientes cinematográficas de Europa, ahora con especial énfasis en la Nouvelle Vague, en especial, vía Godard. Desde la “forma” europea con el montaje como centro operativo, Rocha construye su díptico que lo convierte en un cineasta único en su especie: Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) y Antonio Das Mortes (1969).

En efecto, su mirada de reojo al admirado Godard no implica inclinarse ante el tótem francés sino sumar aportes estéticos de variada procedencia: el uso de música operística, las referencias al spaghetti western, el distanciamiento brechtiano fusionado –de manera demencial– a la explosión catártica de personajes y situaciones. Semejante operación estética, con una base europea como referencia, jamás impide que el director se explaye sobre su país. En principio, descubre para ese espectador burgués el sertão, el desierto brasileño, ese nordeste jamás contemplado por un cine de favelas technicolor y tropicalismo excesivo.

Y desde la extrema elocuencia surgen los personajes míticos: Corisco, Antonio Das Mortes, Sebastiao, Dadá, la pareja de Rosa y Manuel. El mundo de los cangaceiros se  entremezcla con el mercenario Antonio y el poder y la esclavitud de la religión (que incluye castigos físicos a los fieles) se retroalimentan con el poder político, el que decide el destino final del hombre. Si Antonio es un personaje contratado por los que más tienen, como un caza recompensas de un film de Sergio Leone, la materialidad de los films excede la pleitesía al referente: el Brasil de Rocha, el del hambre cotidiano, no le pertenece ni a Dios ni al Diablo. Como bien se escucha en la canción final de la primera del díptico: la tierra es y debe ser del hombre.

 

La izquierda en crisis

Entre los “westerns” políticos Rocha registra otra de sus obras cumbres: Tierra en trance (1967), un territorio temático que el director explora desde las dudas y pocas certezas de la izquierda como representante del poder. Hombre político y polemista permanente (a su modo, como Pasolini en la convulsionada Italia y como Godard pre y luego del Mayo Francés), el oriundo de Bahia se interesa por los pliegues y repliegues del poder, la manipulación hacia el pueblo como posible heredero, los acuerdos empresariales con los gobernantes y la incidencia de un periodismo que decide más de un destino. En esa tierra en trance que da la impresión de explotar cada cinco minutos, el poder resuelve en mansiones y pasillos donde el fuera de campo borra cualquier incidencia del voto popular y de un pueblo, desde la óptica del director, de fácil manipulación.

Pero viniendo de un cineasta creativo que no tenía temor al ridículo y el riesgo estético, la forma en que se desarrollan las dos horas de Tierra en trance condicen con el uso del plano secuencia, la renovada inserción de música de ópera, el grito y la euforia de personajes y situaciones. El que grita es el mismo Rocha, tal vez previendo la zona oscura a la que sería llevado su país en trance.

 

Teoría y praxis

Textos seminales como “Estética del hambre” y “Estética de la violencia”, a fines de los 60, construyen el mito Rocha: un intelectual de la forma, una voz que reclama justicia, un sujeto por momentos contradictorio a través de sus proclamas, polémicas y escritos teóricos mezclados con sangre y fuego. No es casual que esta etapa se manifieste en medio del fragor del Mayo Francés, en esos años donde el director establece amistad dialéctica con el mencionado Godard y con Pino Solanas. Como bien se escucha en el inicio de La hora de los hornos, “América Latina es un continente en guerra”, y Rocha toma la posta del Grupo Cine Liberación para dar a conocer las carencias e inestabilidades constitucionales de su país.

En 1970, ya ubicado en el mundillo de festivales de cine debido al díptico de Antonio Das Mortes, el cineasta filma Cabezas cortadas y El león de siete cabezas, donde la alegoría arrasa con cualquier atisbo de identificación hacia un espectador numeroso. El hermetismo de las propuestas, en films que cuentan con Jean-Pierre Léaud y Francisco Rabal en los protagónicos, no altera a un Rocha reflexivo, sin invocar en exceso al sertao, ahora sumergido en el fllm-ensayo (como hiciera Bernardo Bertolucci en los 60 antes de El conformista y Último tango en París). Dentro de esa prédica están Cáncer (1972) y Claro (1975).

Pero  también en este período donde Rocha busca un lugar en el mundo por Portugal, Chile y España, exilio de por medio desde 1971, el director construye el gran documental Historia de Brasil (1973). Las dos horas y media parecen poco para contar los siglos de vida de su país. Sin embargo, las herencias recibidas desde el Grupo Cine Liberación, el uso de una voz en off didáctica pero con grajeas de ironía y la manipulación constante de materiales a propósito del montaje conforman un documental excepcional dentro del género.

 

El caos y el (des)orden

Hay películas póstumas que anuncian la muerte del director (El inocente, de Visconti; The dead, de John Huston); otras donde el cineasta estiliza al máximo su estilo dejando interrogantes sobre aquello que nunca se efectuará (Querelle, de Fassbinder) y hasta aquellas donde ni por asomo se percibía el fin de una obra y de una vida (Vivement dimanche!, de Truffaut).

Con La edad de la tierra (1980), opus póstumo del realizador, el propósito llega al paroxismo: un caos surrealista en donde, entre infinidad de tramas y subtramas, se muestra a cuatro Jesús (el que aboga por la revolución, el indígena, el negro y el militar de alto grado castrense) que arriban a Brasil para enfrentarse con un norteamericano, representante, claro, del capitalismo. Pero solo se trata de un disparador argumental, ya que Rocha se sumerge en la anarquía simbólica, o en oposición, en el grito desaforado y el texto subrayado en más de una ocasión. Film construido como si se tratara de un rompecabezas político que no necesita de un espectador pasivo, La edad de la tierra es la definitiva visión de un cineasta hablando, otra vez, de un país en llamas, contradictorio, inestable, como si la historia volviera a repetirse sin contemplaciones. Un Brasil como centro neurálgico de un continente incompleto, manipulable, invadido por preguntas sin respuestas.

Cabría plantearse, por lo tanto, cómo se ve hoy el cine de Rocha y qué herencias dejó en su corta e intensa vida. Ha pasado mucho tiempo y los cambios en la cinematografía brasileña fueron más que suficientes para que su nombre, en estos días, se ubique en un espacio tendiente al olvido y a la mirada poco complaciente.

Y también vale preguntarse cómo se manejaría el director con los actuales gobernantes de su país. ¿Estaría viviendo un nuevo exilio? ¿Acaso escribiendo proclamas en contra de Bolsonaro y sus decisiones? ¿Tal vez filmando en Francia protegido por la prédica de la revista Cahiers du Cinéma? Imposible saberlo. Eso sí: estaría en permanente actividad y devorándose una vida que en su momento se escapó con solo cuarenta y dos años.

 

(Seguí leyendo el especial sobre Brasil)

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Gustavo J. Castagna

Periodista, crítico de cine, docente e investigador cinematográfico, integra FIPRESCI (Federación Internacional de Críticos de Cine) y fue miembro del consejo de redacción en la Revista El Amante. Ejerce la escritura en revistas especializadas de cine, video y televisión. Colaboró en libros sobre Wim Wenders y Martin Scorsese y en diversos textos sobre cine argentino y latinoamericano. Titular de las cátedras Historia del Cine e Historia del Cine Argentino en el Centro de Investigación Cinematográfica (CIC).

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