Francisco en el desierto

En este texto, el escritor y periodista Alejandro Modarelli aborda sus propias contradicciones para trazar el recorrido de uno de los últimos grandes líderes políticos de nuestro tiempo: el papa Francisco.


En su tránsito de Jorge Bergoglio a Supremo Pontífice, Francisco reveló su talento para cumplir con el mandato clandestino de devolver a la Iglesia su carácter de voz inmensurable en el mundo, no solo el cristiano. Bonapartismo jesuítico (en un rebaño de pecadores, entendió que el carisma prevalece sobre el dogma) después del papado fallido de Joseph Ratzinger. La Iglesia estaba en riesgo de naufragar en escándalos sexuales y financieros y había que devolverle la fe en sí misma. Francisco lo consiguió. Porque se erigió como el antagonista de un nuevo totalitarismo mundial, organizado en torno a las nuevas tecnologías y el exterminio de lo que él llama “los descartables”. 

Comparado con pontificados anteriores, el suyo se postula como barrera ética contra las consecuencias últimas del capitalismo tardío. El capitalismo devino religión, sin expiación posible, escribió hace casi un siglo Walter Benjamin: mientras la culpa cristiana ofrece el beneficio de la salvación, el capitalismo tecnofinanciero transmutó en culpa del inconsciente; una destrucción narcisista del derrotado, una destrucción narcisista de aquellos poderosos que, empeñados en sostener un imperio que se reveló Imperio del Vacío, porque es incapaz de satisfacer el tamaño de sus deseos, se encuentra en la encrucijada de su desmoronamiento, llevándose consigo —alcanza con escuchar la melancólica y angustiada predicción del magnate tech austro-estadounidense Peter Thiel— a la civilización occidental. Para detener la catástrofe, para Thiel, hay que disolver las democracias liberales y sustituirlas por una autocracia de origen feudal con capital en Silicon Valley, abandonar los vestigios del humanismo, hasta aquellos que garantizan carta de ciudadanía para las minorías vulneradas. La propia homosexualidad del billonario, incluso sus derechos, son un asunto menor frente a la necesidad de vaciar de adentro hacia afuera, como si se tratase de un forro (hubiese ironizado Néstor Perlongher), la herencia de la Revolución Francesa.

Las últimas encíclicas de Francisco me parecieron uno de los ejemplos más justos ante la inminencia de una crisis planetaria por los excesos del capitalismo extractivista. Por primera vez, el hombre, en el centro de la escena, debe compartirla con el concierto de las demás criaturas, advierte. Solo retirándose para contemplar lo creado y salvarlo de sí mismo, el homo sapiens podrá salvar el planeta. Un programa que acompaña las advertencias de los ecologistas inteligentes, esmerados en romper con el fatalismo del capitalismo en esta etapa tan obscena. 

Confieso que no puedo hoy ratificar, como hace unos años en otros textos, que Francisco es un producto de la picardía jesuítica y peronista: a cada tribuna un discurso. No fui justo, a pesar de repudiar su ambivalencia entre el discurso de la comprensión y la crueldad del Dogma. No puedo olvidar que comparó la transexualidad con un arma nuclear porque la transformación anatómica, fisonómica, genérica sería un desafío al plan de Dios. O sea, metió en el Vaticano otra bomba de Hiroshima, mientras invitaba a un varón trans español a una audiencia. Una bomba que solo existe en los planes de la ultraderecha mundial, contra la que justamente Francisco batalla. 

Tampoco olvido que, en sus promocionadas lides contra la pedofilia, decidió en un principio ignorar las denuncias en Chile. Escuchar sus excusas dirigidas a una señora que lo increpó en Santiago, sucumbió a la ignominia: le exigió que no creyera en inventos “de los zurdos”. Me hizo recordar el lenguaje de los personajes de la derecha de Puerta de Hierro. Horrible. El desdén que produjo en la visita trasandina lo llevó a una purga de curas y obispos denunciados. Me pareció que, en ese gesto, antropofágico, por un lado mordía las almas con ternura para volverlas dóciles a la prédica de siempre, y por el otro cumplía con los preceptos del Viejo Vizcacha. 

Repito que su figura me intriga y me admira. Quizás porque también yo suelo ser muy indulgente con las debilidades humanas, salvo la de los billonarios. La falta ética del semidios que ocupa el trono de San Pedro hizo que mi ambiguo pensamiento saliese en auxilio de toda ambigüedad. Pero la guardé en mi memoria y aquí la traigo a presencia. Así como creo que Francisco es el emergente de una época agónica y que vale como muro, o ilusión de muro, si se quiere, contenedor de las tradiciones humanas contra la destrucción del humanismo. O la disgregación autofágica de las instituciones humanas bajo el nuevo totalitarismo neoliberal que se fue gestando desde los tiempos de Reagan y Thatcher, y hoy se presenta ya sin máscara, sin expiación. El Horror que, sin saberlo bien, esperábamos y se despliega hoy en toda su repugnante materialidad.

No habrá otro papa, creo, que tome sobre sí las culpas del mundo y se interne como beduino sagrado en el desierto en que el mundo mismo se está convirtiendo. Quizás ya vencido el plazo de gracia, sobrevenga en el Vaticano alguno de esos cardenales estadounidenses que Trump celebra. Quién sabe. Entonces lo extrañaré a Jorge Bergoglio, por quien en estos días, quizás más pronto que tarde, muchos ensayarán los falsos duelos.  

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Alejandro Modarelli

Escritor y periodista. Publicó los libros Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura ((Sudamericana, 2001), junto a Flavio Rapisardi; Rosa prepucio (Mansalva, 2011) y La noche del mundo (Mansalva, 2016). En Instagram es @alemodita2y en X es @AlejandroModar1 .

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