Vanguardia y reacción: la autoentrevista de Wilcock

Desde el recuerdo de su nacimiento, un 17 de abril de 1919, Juan Rodolfo Wilcock, autor de El caos y de Los indios alegres, entre otras obras, vuelve de entre los muertos para seguir agitando las aguas estancas del salón literario nacional.

Cuando Manuel Ignacio Moyano Palacio, autor del esperado Disco Wilcock (Tren en movimiento ediciones), recibe unas carpetas con escritos wilcockianos de la prensa italiana se da cuenta de lo que ha ocurrido: un milagro. En este ensayo, Moyano Palacio atiende a Wilcock conversando con Wilcock para intentar entender por qué la vanguardia es, ante todo, reacción (y no revolución como creyó la mayoría) y de qué manera esa palabra añeja, ambigua, ambiciosa puede tener aún un resto de vida.

Vanguardia y reacción: la autoentrevista de Wilcock

Por Manuel Ignacio Moyano Palacio

1.

Con un peso tremendo entre mis brazos, soportando un calor infernal y bajo el deber de subir un monte: así me vi. Era Sísifo, pero feliz. Acababa de obtener un Ábrete, Sésamo. De golpe, ¡zas!, todo el archivo de Juan Rodolfo Wilcock custodiado por años en la casa editorial Adelphi aparecía bajo mis narices. Eran dos carpetones que pesaban más o menos cuarenta y cinco kilos cada uno (sí, exagero).

Ante mí, aparecía un archivo con algunos textos inéditos; traducciones hechas por Wilcock, transcriptas a máquina, con correcciones de su puño y letra; y fundamentalmente las publicaciones lacerantes que habían aparecido en diarios, semanarios y revistas de esa Italia literaria, la misma que el ingeniero poeta procreó y fustigó sin tregua. Esas carpetas con fotocopias de los originales de los sesenta y setenta me daban un Wilcock inédito, todo por descubrir. Uno extravagante y precioso, descansando sobre las manos de un cordobés perdido en algún barrio de Roma. Sumado al calor de agosto y a las cuarenta y ocho horas que tenía para escanear todo el material, el chiste era sádico. Y alegre. Wilcockiano, digamos.

Lo cierto, acá y ahora, es que a través de ese archivo más imaginario que real, llegó a mis manos una serie de interviste a se stesso [entrevistas a sí mismo] que Wilcock había publicado entre septiembre y noviembre de 1964 en la revista Il Punto della Settimana —un semanario político-cultural de orientación de centro-izquierda, fundado y dirigido por Vittorio Calef, donde se dieron grandes debates socialistas y comunistas a raíz de la revuelta húngara de 1956.

 

 

En esas autoentrevistas, el poeta nacido en Argentina y muerto en Italia discutía a fondo y con su estilo único el problema de las vanguardias. Más precisamente el problema del mote, o concepto, o noción de vanguardia. La palabra vanguardia. Cuando vi las entrevistas fotocopiadas de fotocopias que su hijo adoptivo había hecho de los diarios originales, temblé. Y recordé que dentro de aquellas carpetas delirantes de color azul eléctrico, con el supuesto archivo wilcockiano, había también una selección de artículos separados con una banda elástica derretida con el título: Avanguardia e reazione.

Vanguardia y reacción, traduje en voz baja. Vanguardia, escribí en un papel al alcance de mi lapicera. Después, agregué: y retaguardia. Taché el segundo término, horrible y sin sustento empírico o conceptual alguno, y lo cambié por y reacción. En esa inmediatez de las conexiones, sentí que se condensaba un modo muy wilcockiano de su ensayismo. Sentí que aparecía aquel infierno, el de sus poesías y de sus narraciones, en el que reinó en vida y reina ahora, en muerte. Que aparecía ese infierno que yo ya conocía, pero ahora percibía de un modo mucho más curioso: porque en el fuego del ensayo wilcockiano se avanza sobre y contra los otros de una manera deliciosa.

Vanguardia y reacción: un modo muy wilcockiano de escribir. Y de ensayar.

La serie de autoentrevistas a las que me refiero ahora, publicada a lo largo de doce entregas semanales entre octubre y noviembre de 1964, hace una apología de la vanguardia pocas veces vista en la prodigiosa obra de Wilcock. Como si en verdad no hubiera lugar para la reacción, sino un apoyo decidido al avance de vanguardia, al movimiento hacia delante.

Esto resulta muy extraño: cuando en 1963 publicó su Poesie Spagnole a través de la editorial Guanda, una selección autotraducida de sus primeros seis libros de poesía publicados en Argentina entre 1940 y 1951, Wilcock justificaba sus inicios juveniles como poeta clasicista o neorromántico en base a las prerrogativas de una generación que tenía por objeto recomponer todo lo que las vanguardias habían destruido. Es decir: percibía su labor poética inicial como un acto más acá o más allá de las vanguardias. Una suerte de después de las vanguardias.

Cito unas líneas que retengo de memoria de ese prólogo:

A quell’epoca, gli anni cioè della seconda guerra mondiale, l’avanguardia letteraria aveva ormai esaurito il suo compito di rappresentare agli occhi del mondo lo sfacelo operato dalla prima guerra mondiale; l’equilibrio storico imponeva fin da allora che la seconda metà del secolo fosse un periodo di ricostruzione, non di distruzione; una ricostruzione però che già si lasciava intravedere come un mosaico in qualche modo congegnato con i pezzi rotti del passato, dell’era dell’innocenza.

[En aquella época, los años de la segunda guerra mundial, la vanguardia literaria ya había agotado su tarea de representar para el mundo el desastre producido por la primera guerra mundial; el equilibrio histórico hacía necesario que la segunda mitad del siglo fuese un período de reconstrucción, no de destrucción; una reconstrucción que ya se dejaba ver como un mosaico hecho con los pedazos rotos del pasado, de la era de la inocencia.]

 

Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978)

 

Wilcock justificaba así sus inicios en una antivanguardia con un argumento historicista: un argumento periodizador. Estamos en 1963 y el poeta ingeniero ya está arraigado en Roma definitivamente desde hace seis años. En 1964, el año de las autoentrevistas en cuestión, hay una defensa abismal de la vanguardia. ¿Por qué tal cambio de posición?

Lo digo sin preámbulos: en un año, la perspectiva cambió por completo, Wilcock defiende a las vanguardias a rajatabla porque tal defensa es reaccionaria. Claro, se trata de Juan Rodolfo Wilcock. Un distinto. La reazione entrevista está totalmente dada vuelta respecto a lo que los lugares comunes nos empujan a entender por reacción y reaccionario.

 

2.

Wilcock no propone ni dispone. Reacciona. Poesie Spagnole le ha dado de comer a todos aquellos académicos que reducen a Wilcock a un complejo traductor a medio camino entre dos lenguas y dos países. Lo reducen a un raro, mezcla de escritor y traductor. En verdad, Wilcock despreciaba la tarea del traductor: en su vida la traducción sólo le proveía dinero y fastidios, como resalta en la entrevista de 1973 de la RAI.

Al año de Poesie Spagnole, publica aquellas autoentrevistas y realza hiperbólicamente la vanguardia. Sólo en apariencia, se desdice. Porque la serie de argumentos y el arte del insulto que Wilcock practica festejan la reacción. Redacta esas entrevistas reaccionando. En concreto: las escribe contra Alberto Moravia —para Wilcock quizás mejor sería llamarlo el marido de Elsa Morante, pero por cuestiones de longitud sigo llamándolo Moravia. Más concretamente: contra el ensayo de 1959 de Moravia titulado Introduzione alle avanguardie [Introducción a las vanguardias].

No se trata de un encarnizamiento personal. Wilcock toma ese ensayo porque Moravia, il Moravia più intelligente o se si vuole più persuasivo, è tra i nostri scrittori quello appunto che meglio ha saputo condensare la tesi (la condanna) pseudo-umanisitica pseudo-storicista pseudo-marxista dell’avanguardia come un fenomeno aristocratico-borghese [el Moravia más inteligente o si se quiere el más persuasivo, es, entre nuestros escritores, aquel que mejor ha sabido condensar la tesis (la condena) pseudo-humanista, pseudo-historicista y pseudo-marxista de la vanguardia como un fenómeno aristocrático-burgués], declara en la tercera entrega de sus autoentrevistas.

En una palabra, Wilcock avanza sobre esas páginas porque Moravia encarna la tesis fácil según la cual la vanguardia es una cuestión de élite y un juego de iluminados aristocrático-burgueses. Como si la vanguardia fuera cosa de niños mimados de derechas. Niños en oposición a los verdaderos artistas: los intelectuales mayores de izquierdas. Gente seria, comprometida y de un gran caudal de palabras. Pero Wilcock no se queda con esa reacción ante la impostura sesentista de la izquierda realista.

 

Los escritores italianos Elsa Morante y Alberto Moravia. Wilcock reacciona en estas autoentrevistas contra el ensayo de Moravia titulado Introducción a las vanguardias.

No se trata, entonces, de un encarnizamiento personal, pero ¡qué placer leer cómo se mofa Wilcock de su víctima! ¡Qué placer el arte del insulto! Cito la pregunta que pone en movimiento el género autoentrevista de la décima entrega: DOMANDA. Attraverso l’inferno e il purgatorio dei detrattori dell’avanguardia, Moravia è stato il nostro Virgilio. L’abbiamo fin qui seguito, badando bene di mettere il piede a sinistra quando egli diceva di metterlo a destra, e viceversa. Traducción y paráfrasis rápida: a través del infierno y el purgatorio de los detractores de la vanguardia, Moravia fue usado como un Virgilio contraejemplar, cuando él decía que había que poner el pie en la derecha, en realidad había que ponerlo en la izquierda, y viceversa. (Encontrar ese Virgilio en la propia vida, ese ejemplo al que se debe seguir invirtiendo todas sus directivas… ¡Gran enseñanza wilcockiana!).

Pero lo central todavía no está ahí. A Wilcock no le molesta sencillamente la ignorancia o la impostura de Moravia, como índice del prurito realista contra la vanguardia. Lo que Wilcock discute de fondo es la esencia misma de eso que se llama y se sigue llamando vanguardia. Esta ambigüedad no le quita su importancia. Precisamente, Wilcock reclama el ejercicio de polémica, precisión e injuria que él mismo como ensayista avanza entrega a entrega, paso a paso, por el infierno de las discusiones italianas de aquellos años. Un infierno chauvinista, sí, pero que también alcanza zonas literarias y artísticas a nivel global. Los haters de las vanguardias son ubicuos y atemporales: todos vienen de un futuro que ya fue.

Las principales tesis de Moravia contra las que se despacha Wilcock son dos, pero van unidas: la vanguardia consistiría meramente en una actividad artística de destrucción (1) y estaría hermanada históricamente con los procesos revolucionarios (2). Esa doble tesis le pone la lengua en trance a Wilcock. Lengua karateca. Sí. Contra ellas, Wilcock reacciona. El entrevistador ficticio, que solamente se nombra como domanda (pregunta), le pide que diga qué es la vanguardia. Y como buen ingeniero, la respuesta de Wilcock es concreta y exacta: Avanguardia, per me, vuol dire soprattutto ‘fermento’.

Cortito y al pie: la vanguardia quiere decir sobre todo ‘fermento’. Así finaliza la segunda entrega y cuando comienza con la tercera, el poeta del caos define qué es un fermento con el mismo diccionario que usó para crear sus lenguas neutras.

 

 

Un fermento es un microorganismo capaz de provocar la descomposición de grandes cantidades de otras sustancias orgánicas sin formar parte de la misma descomposición. Wilcock cita esta definición de un diccionario. Y agrega: basta scrivere ‘artista’ dove dice ‘microrganismo’ e ‘società’ dove dice ‘sostanze organiche’, e si ha la prima versione dell’avanguardia, quella di Moravia. Hago la prueba: La vanguardia es un artista capaz de provocar la descomposición de grandes cantidades de sociedad sin formar parte de la misma descomposición. Esa sería la versión de Moravia. La vanguardia como pura destrucción. Pero, aclara inmediatamente Wilcock, es necesario agregar que los fermentos se utilizan casi siempre para producir algo mejor: la levadura para transformar la harina en pan, el saccharomyces ellipsoideus de la uva para convertir el mosto en vino, el saccharomyces cerevisiae para convertir la cebada y el lúpulo en cerveza.

En conclusión, el fermento descompone y recompone. Hace algo mejor: usando los términos wilcockianos, el artista de vanguardia haría de la sociedad, a través de su descomposición orgánica, algo mejor que ella misma. En Wilcock no hay una defensa del arte aséptico postulado por la autonomía modernista hegemónica. Al contrario, a Wilcock le interesa esa modernidad de catacumbas, donde la vanguardia tiene por tarea descomponer la sociedad y crear la comunidad del pan, el vino y la cerveza. Algo mejor que lo meramente existente. Un país donde no habría sociedad y por eso mismo un lugar hermoso, donde ningún sociólogo podría existir, ni siquiera los que se visten de literatos. No se trata de un juego autista, fuera de todo vínculo con lo social. No se trata de esa defensa boba a la libertad creativa que sin saberlo repite los estribillos del sujeto utilitario modernista: un yo que conoce y entiende sus deseos. Es más fuerte.

El artista de vanguardia es un dios porque crea otra cosa distinta a la sociedad. La vanguardia como fermento: descompone y crea.

3.

La creación no implica la generación de un nuevo orden o cosmos, de un nuevo organismo. Supone la consolidación de una nueva moral. Y esta moral, un término apenas asociado a la vanguardia, para Wilcock tiene un mensaje.

Entrega número 4 de las autoentrevistas halladas, 3 de octubre de 1964: quel che conta è il senso morale del messaggio, perché l’avanguardia ha un messaggio: annunciare la distruzione e l’avvento del caos sulla terra, forse soltanto nel caos sarà di nuovo possibile la’età dell’oro. La vanguardia como práctica artística comunica —en el más viejo esquema de la comunicación donde hay emisor y receptor y todo eso— la destrucción y el advenimiento del caos sobre la tierra. Y lo hace porque también comunica que quizás solamente en el caos será posible nuevamente la edad de oro. Con esta posición wilcockiana, se alcanza una gran verdad: la vanguardia es un movimiento de restauración. Se destruye lo actual para recrear lo mítico y lo sagrado. Lo más arcaico. La edad de oro.

En 1960, Wilcock había publicado su famoso cuento «El caos» en la revista Sur. Junto al resto de sus cuentos publicados antes y reversionados después, entre los años sesenta y setenta, Wilcock cumple con su moral de vanguardia: anunciar el caos y vislumbrar en ese mensaje la promesa de un reencuentro con la tierra prometida. Y logra eso con una prosa cincelada con frases poéticas, donde la maldición de lo narrado esconde la promesa del retorno a la inocencia dorada.

 

Número 263 de Sur, marzo y abril. Primera publicación del cuento “El caos”. A los meses, el cuento sería publicado en Italia por la editorial Bompiani en el libro homónimo.

¿No es este el movimiento del primer romanticismo? Exactamente. Y por eso Wilcock sitúa allí el inicio de la vanguardia, contra la tesis que la ubica en el siglo XX junto a la revolución rusa. A través del redescubrimiento del arte gótico medieval (y después del arte egipcio, el chino, el asirio, el etrusco), el romanticismo puede anunciar dos golpes: el infierno y la salvación. Más concretamente, en William Blake: e non a caso citiamo Blake perché la sua protesta è la prima protesta totale del settecento, la prima profezia catastrofica da opporre all’ottimismo degli enciclopedisti; oltre al fatto non secondario che i suoi disegni son i primi esempi di surrealismo nel senso moderno, non medievale.

[y no citamos en vano a Blake, sino porque su protesta es la primera protesta total del siglo XVIII, la primera profecía catastrófica para oponer al optimismo de los enciclopedistas, sumado al hecho no menor que sus dibujos son los primeros ejemplos del surrealismo en el sentido moderno, no medieval].

Blake y su siglo contra la ilustración, Blake y sus trazos reenviando hacia el gótico y adelantando el surrealismo, Blake prometiendo en el ojo de la tormenta —esa Inglaterra del siglo XVIII con sus Fábricas Satánicas— la nueva era y lo radicalmente otro de la sociedad. Ahí está la vanguardia. Y ahí mismo Wilcock, de manera velada, relee todos sus libros iniciales como poemarios de vanguardia. La tempestad del romántico que escribió aquellos poemas ya era un gesto de avanzada. Otra vez: vanguardia y reacción, casi un mismo y único movimiento. Además de Blake, artistas de vanguardia fueron para Wilcock: Hölderlin, Kierkegaard, Kleist, Henry James, Kafka, Mallarmé, Debussy, Kafka, Anton Webern, T. S. Eliot, Wittgenstein, Céline, Gadda, e incluso lo había sido Malthus y su grito contra la sobrepoblación mundial.

Pero también Mao Tse Tung.

En la novena entrega, Wilcock recuerda que Mao fue un poeta hermético con propensión a la refinación y a las alusiones clásicas recónditas, algo obligatorio en la poesía china tradicional. A pesar de su labor poética, en una carta al poeta Ke Cia, el comunista por antonomasia habría declarado según Wilcock que no quiso publicar de manera oficial sus poesías ya que con su estilo podrían haber dañado a la juventud, y quando si parla di poesia, bisogna dare sempre il primo posto alla poesia moderna [cuando se habla de poesía, es necesario dar siempre el primer lugar a la poesía moderna]. En otras palabras, Mao citado por Wilcock se desautoriza como poeta clásico en nombre de la juventud y el futuro. En nombre de otra realidad. El encomio wilcockiano del jefe comunista como defensor de la vanguardia está dirigido, claramente, contra los adalides del realismo izquierdista italiano que en nombre del comunismo anunciaban el fin de la vanguardia. Pero también contra los que tildan a Wilcock de mero anticomunista.

Vanguardia y reacción: este doble movimiento de propender hacia delante y hacia atrás en un mismo gesto, le permite a Wilcock aplaudirle a sopapos las orejas a quienes postulan la necesidad de una sociedad nueva, pero detractan los movimientos modernos del arte (de esa modernidad soterrada). Y le permite también realizar el mismo doble golpe con quienes hablan de la vanguardia desde el sofisma según el cual ella sería algo del pasado, algo ya realizado. Al contrario, para Wilcock la vanguardia es un recuerdo que viene del futuro: un presentimiento. Una visión.

 

Juan Rodolfo Wilcock, 1961 (foto: Anatole Saderman)

En 1973 le hacen al poeta una entrevista para un cotidiano titulado La Provincia y le preguntan: Poeta, narratore, autore teatrale: ma lei cosa “sente” di essere veramente? [Poeta, narrador, autor teatral: pero, usted, ¿qué “siente” que es verdaderamente?]. Wilcock responde: Poeta e veggente (cioè, vedo un po’ più degli altri) [Poeta y vidente (o sea, veo un poco más que los otros)]. Lo que en este contexto significa: poeta… y de vanguardia.

Acá se juega el corazón de la defensa wilcockiana: la vanguardia es una moral de la verdad. Una apuesta por un arte de verdad. Un arte sin imposturas.

4.

Moral, mensaje y verdad.

Tres términos que escasamente han sido usados para referir (¡y defender!) a la vanguardia, ya sea en su dimensión conceptual, práctica y/o histórica. Tres términos que muestran la reacción de Wilcock ante las críticas a la vanguardia, pero también el movimiento reactivo que impone la vanguardia como práctica artística contra la impostura inmoral del progresismo de cualquier época.

Hay una política de la verdad en el artista de vanguardia. Porque porta y vocifera una verdad que está al alcance de todas las bocas. Porque para la vanguardia la realidad son cosas, escribe Wilcock, che tutti capiscono, cose semplici, popolari, alla portata di tutti i possessori di una data lingua [que todos comprenden, cosas simples, populares, al alcance de todos los poseedores de determinada lengua]. Esa realidad no es algo a lo que el lenguaje se refiere o denota, sino un uso correcto del lenguaje. Y eso hacen los pueblos que hablan determinada lengua. Hablan bien, no necesitan academias.

¿Cómo llega la vanguardia a esa realidad popular? Por una transmutación de los valores que, como señalé, viene del primer romanticismo. Y esto significa para Wilcock simplemente la intención de presentar la possibilità di una realtà diversa. Ni más ni menos.

No se trata, como postulaba Moravia (y con él todos los detractores italianos de las vanguardias que la califican de meros formalismos), de encontrar nuevos medios expresivos. Se trata de señalar en la realidad de todos y de cada día, la que conocen mejor que nadie los pobres, la posibilidad de otra realidad. Repito: ni más ni menos. Toda la violencia, el delirio, la rasgadura de velos, la insistencia en absurdos caóticos, las alucinaciones y los mil vericuetos de las nuevas formas que se adosan a las vanguardias nacen de este mismo punto: vienen del impulso del artista por crear un mundo distinto. De señalar mínimamente su posibilidad.

 

Fragmento de las fotocopias de fotocopias donde Wilcock define la realidad: «Realidad es todo aquello que es real, o sea aquello que es verdadero. Y lo verdadero es el uso correcto del lenguaje».

Por eso, en este gesto veritativo, se cristaliza lo que es la realidad y lo que podría ella misma llegar a ser. Por eso, en la estética wilcockiana, hay un realismo que no es representativo. Un realismo afectivo tejido por sus dos únicas pasiones: amor y odio. Un realismo enhebrado con sus lecturas: la ciencia, la poesía y la filosofía wittgensteniana. Un realismo inquietante. Un realismo cuyo nombre es también realismo de vanguardia. (Así debería leerse gran parte de la literatura de Wilcock, la que va de su libro de noticias y recortes titulado Fatti inquietanti de 1961 hasta los de perfiles estrambóticos que se publicaron luego, como Lo stereocopio dei solitari, La sinagoga degli iconoclasti e Il libro dei mostri).

Crear un mundo, anunciar el caos y entrever un futuro donde retorna la arcaica hiperbórea.

Ahí está la vanguardia wilcockiana tal como se lee en las entregas que hacen a las interviste a se stesso, como se lee en las fotocopias de fotocopias que poseo de aquellos últimos números de Il Punto y que parecen suspenderse de golpe, sin terminar.

En Le forme nuove [Las formas nuevas], el último relato de Lo stereocopio dei solitari (1972), Wilcock comienza con un recuento en pasado del futuro: C’era stato un numero eccessivo di esplosioni e l’aria era diventata così pericolosa che non solo tutti gli animali erano periti, insieme ai vegetali, anche i funghi, che costituivano il regno più tenace e più ottuso dal punto di vista sia biologico che letterario.

En traducción: Había habido… —Wilcock usa un pasado pluscuamperfecto para referir al futuro. Un pasado anterior a otro pasado: el fin ya había sucedido. Había habido un número excesivo de explosiones… Animales, vegetales e incluso hongos habían desaparecido. El agua del mar se había vuelto radioactiva, como el aire: luego, en un pasado más cercano, hubo miles de mutaciones todas de efímera sobrevivencia. La vida misma, narra Wilcock, no desapareció del todo. El fin del mundo no había podido con ella. Algo quedaba. Solo que era muy difícil describirlo con los términos que se usaban antes del fin.

Algunas existencias de le forme nuove volaban. Se habían vuelto azules. Todas juntas podían oscurecer los cielos. Otras formas provenían de los abismos marítimos que rodeaban a los pedazos terrestres de continentes ahora todos juntos. El fin del mundo parecía su origen. Y las diversas formas se dirigían al resplandor de un sol que se arrastraba rodando cansinamente por el horizonte.

La vanguardia wilcockiana viene desde el futuro.

Tiene una moral, una verdad, un mensaje.

Y el futuro viene de un fin posterior a todos los fines y de un origen anterior a todos los orígenes. Desde el afuera del tiempo.

Visiones. Le forme nuove. Vanguardia y reacción. Wilcock’s not dead.


 

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