En junio de 2005, organizada por Florencia Preatoni y Matías Raia (a.k.a Golosina Caníbal), el cronista mexicano dio una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires titulada El performance como religión, la religión como performance. Este año, el texto fue rescatado y publicado por la editorial artesanal Homo Faber. Compartimos el comienzo del libro.
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Por Carlos Monsiváis
La religiosidad es mostrarle al mundo lo muy piadoso del alma. Es, casi desde siempre, una forma de espectáculo, como se ha probado recientemente, con lujo de detalles y detalles de lujo. También algunas formas de tal espectacularidad o algunas manifestaciones de las performances son involuntarias hasta cierto punto y aspiran al reencuentro con el gran origen de las sociedades: el espíritu religioso. En momentos específicos, los determinados por el calendario de los rituales o los que dependen de la teatralización múltiple de la vida en común, las personas disfrutan con ímpetu similar los ritos de la trascendencia de la religión y la espontaneidad del show.
Si quiero alcanzar unas cuantas conclusiones provisionales debo ser específico. A saber: en los tiempos heroicos (antes de Freud y Lacan y MTV y las genealogías de Darth Vader que pueblan la tierra y del culto a la finalidad que extingue la idea misma del punto de partida) se creyó dogmáticamente en la división entre alma y cuerpo o entre materia y espíritu. Ahora, sin tanta precisión pero con fiereza, se cree en el ciclo binario donde participan el concepto, armado con palabras, y la imagen, la exaltación de lo visible que, de ser convincente, adquiere el rango de las apariciones.
Algunos milagros de antaño no se repetirían ahora con el acceso masivo a los efectos por computadora. Rituales, juegos, performances, la ritualización de la belleza, las fronteras que se borran entre los géneros artísticos o entre la culpa y el olvido de la amnesia. La globalización es una rotación de los roles fijos (excepción hecha de los reservados al Banco Mundial, el FMI y los ejércitos a la caza de las invisibles armas químicas). Las acciones simbólicas son un dispositivo industrial de reserva. Lo performativo es la zona de encuentro entre lo sedentario, el espectador y la espectadora, y lo nómada, el término que existía antes del zapping de los cuerpos. Todo esto desemboca en el espacio donde los elementos del principio (lo religioso, lo espectacular) aceptan, bajo protesta, ser uno solo.
Primer ejemplo: Visita al teatro sacramental con el secreto y público anhelo de que Steven Spielberg produzca el film.
Testigo: un académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Te lo cuento como me lo contaron pues es una manera de volvérmelo a contar. Ya ves que acá, en la capital, en la Semana Santa, los feligreses no dejan ver algunos templos como los árboles y el bosque y los pecadores atisban el Vía Crucis y la Resurrección desde su certeza terrenal. El consuelo de la fe compensa de la pena de no tener dinero para salir de la ciudad. Porque, además —y aquí vienen los beneficios complementarios—, las carreteras son muy peligrosas, los hoteles están carísimos, un Coco Fizz te cuesta lo que un Mercedes Benz (exagero para batir la vanidad del automóvil), las playas están contaminadas, en los pueblitos y en los centros veraniegos encuentras a todos los que no soportas en la ciudad, los hijos se niegan a acompañarte porque tiemblan nomás de imaginar tus reflexiones a la hora del crepúsculo, tú mismo te estremeces al recordar los monólogos de tus suegros y de tus consuegros y de tu nuera que se siente en culpa desde que no hizo la visita de las siete casas por meditar sobre la aflicción de los africanos —eso dijo—. Lo anterior es frívolo y difama a los fieles, pero no es necesariamente calumnioso desde el día que la modernidad le reservó un tiempo fijo a las creencias. Se es creyente pero a sus horas. Lo que es como decir no pienses en un trance místico a las doce del mediodía, en un embotellamiento, y, salvo una minoría conspicua, nadie se exime del placer y el descanso: esas premoniciones del Génesis.
Sigo en mi narrativa, como dicen ahora. Este año la celebración teatral de la Pasión de Cristo, en Iztapalapa, en la ciudad de México, ya sabes que congrega cerca de dos millones de asistentes el Jueves Santo y sobre todo el Viernes Santo. Los dispuestos a conmoverse con los vecinos que interpretan, aquí sí que como Dios les da a entender, a Jesús de Nazaret, la Virgen María, los Once Apóstoles, Judas, el del halo de las treinta monedas, María Magdalena, los ladrones Dimas y Gestas o cómo se hayan llamado, Poncio Pilatos, Herodes, Herodías, Barrabás y otros, se visten a la usanza de los tiempos antiguos de Cecil B. De Mille y hacen lo mismo los legionarios romanos. No creas que esta magnum performance tiene que ver con los de los años que empezaron las representaciones en Iztapalapa. Pero desde hace tiempo la televisión y el video mandan. Asistí a Iztapalapa antes del inicio de los controles remotos y de las filmaciones y la democratización de las cámaras fotográficas y los videos- recorder, y recuerdo el fervor que me parecía de lo más auténtico, con el teatro que se fusionaba con los demás ritos eclesiásticos.
Los asistentes estaban convencidos de hallarse a medio camino entre lo acontecido en Jerusalén, el mismo día en que se fundó la era cristiana (qué rara y qué curiosa coincidencia), y su versión piadosa. El acto arraigaba en la tradición o, por lo menos, el acto mismo era la tradición. Y la teología como que santificaba a través de las escenas que luego no podías ver por el gentío. Desde luego, eran muy antiguas las representaciones religiosas o incluso comerciales de la Pasión de nuestro señor. Entre 1920 y 1940 (y aquí te va mi sabiduría de Internet), recorre América Latina el actor Enrique Rambal y su compañía, que escenifican El mártir del Gólgota, inspirada en la novela del español Enrique Pérez Escrich de mediados del siglo XIX, que le infunde dramatismo al hecho místico, agregándole personajes alguna vez sorprendentes: el centurión romano que se enamora de la joven hebrea, un anticipo o un desprendimiento de las distancia entre Montescos y Capuletos, y sobre todo un suspense que anticipa a Hitchcock. Poco antes de la crucifixión, ahí están las crónicas, el centurión decide salvar a Jesús de cuya fe se ha vuelto el primer adepto y convence a unos soldados de acompañarlo al rescate. Según te digo, según las crónicas, el momento es supremo. Se oye una voz que pregunta y ordena: “¿Conseguirá el romano Longino salvar a nuestro Señor? ¿Qué pasará en el Gólgota? ¡Confiemos en Dios, hermanos!”.
Las crónicas no lo dicen, pero nada me impide creer que el tumulto de los rezos de ese instante provenían del afán de evitarle a Cristo el tormento y la muerte. Ya había pasado por eso tantas veces. Pero tal vez lo negativo de aquel deseo de ahorrarle el suplicio a un hombre santo es que con eso se evitaba el sufrimiento de una gran institución. Lo innegable (y en eso las crónicas de México son explícitas) es lo que ocurría al pronunciarse las tremendas palabras: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. El teatro retornaba a su condición original de templo y los asistentes, todos ellos plegarias y llantos, vivían hincados e interpretaban escénicamente su fe.
Eso fue antes del imperio de la tecnología y su hervidero de públicos dispuestos, a la menor oportunidad, a reaparecer como en un programa de televisión. Conste: no hablo de una versión masiva de The Truman Show o, en el caso de las escenificaciones de Semana Santa, de la sustitución de The Big Brother por The Big Father, sino del hecho sensible y simple. La adquisición, por el tiempo que sea, de una imagen televisiva es la incorporación de la persona al espacio de las identidades perdurables. Ya me podrá reconocer mi familia porque salí en la tele. El video sustituye a las fotos en el ropero. Y, en última instancia, la repetición al infinito de la sentencia de Andy Warhol (“En el futuro todo el mundo será famoso duarante quince minutos”) significa el advenimiento de otros tiempos históricos. En el futuro todos tendremos derecho a editar para siempre la imagen que la televisión, alguna vez, captó y difundió por algunos segundos. ¡Ah, que en el momento de la agonía algún ángel profetice: ¡imagen eres y en close-up eterno te convertirás!
Tú ya estás al tanto: Iztapalapa, la congregación de la ciudad de México, tiene cerca de tres millones de habitantes y ahí, cada año, la población, a través de un consejo de la parroquia, elige a los actores, la mayoría jóvenes. No son profesionales, por decir lo menos, y deben comprometerse a llevar por un tiempo una vida pura o purificada. De preferencia, se le pide a quien va a interpretar a Cristo que sea virgen. Si no puede cumplir con tal requisito, se le pide que lo sea durante los ensayos y la representación. En especial, el actor que será Jesucristo, no debe comprometer (como dijo el cura) su envoltura terrenal en operaciones seminales. A estos vecinos los enorgullecen y los convencen las tradiciones locales. Su actuación, por darle un nombre, es un tanto herética pero tiene dos ventajas. La dicción y los equipos de sonido vuelven inaudibles sus parlamentos y las expectativas de los asistentes se cumplen y desbordan gracias a los gestos tan merecedores del cine mudo. Son expresiones de agonía que amenazan con no terminar nunca. Son semblantes dirigidos al cielo que no dejan duda en cuanto a la pureza de las intenciones. Los creyentes evocan la Pasión dos mil años más tarde y en la performance de Iztapalapa se agradece lo que transmiten los gestos distorsionados que son la intuición del genitor en la antigua Jerusalén. También la vista fija en las alturas puede ser en sí mismo una profecía y los emplazamientos de cámara presagian la devoción del porvenir. Ah, y si quieres saber quiénes actuaron en Iztapalapa en las representaciones de Semana Santa, fíjate en los que no pueden bajar la vista y siguen mirando al cielo.