Un verano marplatense, por Enrique Raab

En el Día del Periodista rescatamos un texto del gran cronista argentino, desaparecido en 1977 por la dictadura cívico militar. 


“¿Por qué no hay un mito Enrique Raab?”, se pregunta María Moreno en el prólogo del libro Enrique Raab. Periodismo todoterreno (2015), que compila algunos de los mejores artículos del periodista argentino.

Nacido en febrero de 1932 en Viena, Suiza, Raab llegó a la Argentina junto a su familia con apenas seis años, huyendo del nazismo. En los años 60 y 70 trabajó en medios como Confirmado, Clarín, Primera Plana, Siete Días, La Razón y La Opinión, donde lució su estilo particular, al que Moreno asocia con la “orfebrería del texto corto”,  y que le valió el mote de todoterreno: un periodista capaz de moverse con comodidad por cualquier asunto o sección, con uno ojo atento a la vanguardia cultural y al ritmo de la calle. Cine, teatro, fútbol, economía, política, entrevistas, crónicas, perfiles: a Raab ningún tema ni género parecía escapársele.

A fines de los 60 y principios de los 70, a tono con la radicalización de la violencia en la Argentina, Raab profundizó su militancia en el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores). El 16 de abril de 1977, a los 45 años, fue secuestrado por la dictadura y llevado a la ESMA. Desde entonces, sigue desaparecido. 

A continuación compartimos un texto de Raab publicado en el verano de 1975 en el diario La Opinión, de Jacobo Timerman, apenas una muestra de su estilo inconfundible.


Tarde gris en la explanada del Casino*

Por Enrique Raab

Si uno los ve venir puesto de espaldas al mar, en la explanada entre el Casino y el Hotel Provincial, los contingentes afluyen meneando bolsos, acomodando toldos portátiles debajo de las axilas, esparciendo preventivamente chorros de bronceador sobre los cuerpos a medio desnudar. La blanca piedra de la explanada refleja pálidamente las sombras de esa muchedumbre dispersa: punto de confluencia compulsivo que exige —antes de bajar la escalinata— una decisión sobre si vale la pena o no; sobre si esos nubarrones espesos tardarán o no en desembocar en tormenta; si es mejor optar por la playa dudosa o por un copetín con dieciocho platitos en cualquiera de los bares de la Rambla.

Duda, casi angustia: los grupos siguen confluyendo, se abren en abanico detrás del bronce verdoso de Patricio Peralta Ramos, cruzan el bulevar, pisan la explanada, miran sin interés los carteles destartalados desde los cuales Ginamaría Hidalgo los invita a su mundo, ignoran el índice severo del Almirante Brown que desde su pedestal parece marcar rumbos insoslayables.

Se acercan, con temor, a la escalinata. “¿Te parece…?”, se oye. “¿O mejor nos sentamos arriba?”. Decisión, casi angustia. La mañana lluviosa acentúa el desasosiego que tampoco las noches tumultuosas de San Martín o Rivadavia disipan del todo. “¿Bajamos o nos quedamos?”. Nadie sabe qué hacer.

Pocos se animan a vaciar sus bolsos, a desplegar sus toldos portátiles, a pisar la arena. El murallón está más poblado que nunca. Miradas extraviadas, decepcionadas, sin rumbo. Hombres y mujeres de edad, meneando cansadamente sus piernas varicosas que, por centímetros, no llegan al suelo; intentando eludir la conversación entre ellos —total, la tienen todos los días en casa— y entablar nuevas relaciones. Desde la lejanía de los bares, sorbiendo ya el vermú y pinchando pescaditos fritos, la gente mira hacia los ociosos del murallón; los ociosos miran hacia los bares. Esa mujer solitaria —quizá setenta años— de cabellos blancos y hombros pecosos, quemados por el sol, ¿se animará por fin a romper su aislamiento? Sí: mejor hablar cualquier pavada que seguir ahí meneando pausadamente las piernas. Cualquier pretexto sirve. “¡Qué ricas las nenas…!”, arriesga, y su vecina, una morocha gorda, tampoco es más original: “Sí… ya están grandecitas y un poco pavotas”. Las nenas bajan la cabeza, acostumbradas al parecer a los piropos maternos.

Y se entabla —de algún modo hay que llamarlo— el diálogo. Casi con miedo, la de los cabellos blancos pregunta a la morocha si “también es de la colectividad”. La respuesta es ambigua. “Somos sanjuaninas”, explica la morocha, echando por tierra cualquier prejuicio sobre el término colectividad. “Llegamos anoche de San Juan… ¿Usted conoce San Juan?”. No, se apresura a contestar la de los cabellos blancos. “Conozco, un poquito, Mendoza, que es de la zona…”. La morocha adopta un aire ofendido. “Bueno, de la zona hasta por ahí nomás… No digo que Mendoza no sea bonita, pero hay mejores baños termales en mi provincia, en San Juan…”.

Afilada intuición de vieja: un baño termal siempre puede interesar. Se discurre sobre Copahue, Villavicencio, Río Hondo; se habla de las virtudes de la naturaleza y de los peligros del Casino. La de los cabellos blancos —ya se ha presentado, se llama doña Sara— alaba a las nenas de la sanjuanina. “¿Te divertís acá, nena?”, le pregunta a la mayor, pasándole las manos venosas por la cabeza. “¿Verdad que Mar del Plata es divina…?”. La nena baja la vista, fija los ojos en las piedras blancas de la explanada. “Es tímida”, se disculpa la madre, pero ella misma parece sorprendida ante la rapidez con que su hija contesta: “No, la verdad que es un opio… En San Juan, cuando salgo a la calle no hay cuadra en que no encuentre una amiga; acá hay mucha gente, pero es un opio…”. 

¿Por qué doña Sara eligió sentarse sola en el murallón? No es, se ve, una mujer solitaria o poco sociable. Ya está intentando contar: “Hace una semana llegué con mi hijo, mi nuera y mis nietitos. A ellos les gusta salir, y por las mañanas van a Barranca de los Lobos o a Punta Mogotes. Son jóvenes y les gusta la diversión. Hoy mi hijo tomó el coche y se fueron hasta Miramar…”. Las nenas sanjuaninas aguzan el oído, se alborotan, no por el relato de doña Sara que amenaza volverse desolado, sino hacia una voz que retumba en la explanada: “Salió la Claudia, la Antena y la Vosotras”, proclama, y ya las nenas piden plata y corren al quiosco: avizoran tres o cuatro horas de tregua para el opio.

Ya largada a contar, doña Sara no puede detenerse. Las piernas varicosas se menean más agitadamente desde el murallón. “¿La molesto si le charlo un poquito…?”, pregunta con miedo. «Pero no, señora…”, asegura la sanjuanina. “Si conversando se entiende la gente…”. Doña Sara ya está embalada. “A mí siempre me gustó Mar del Plata, y a Samuel, que en paz descanse, también… Ahora mi marido está muerto y este es el tercer año que vengo con mi hijo y con mis nietos, pero ellos hacen su vida y yo la mía. Hay que dejar que la juventud se divierta. Una vieja no hace más que molestar”.

La sanjuanina levanta al cielo los brazos morenos, menea la cabeza, protesta sobre la presunta vejez de doña Sara. “No”, continúa doña Sara en un brusco ataque de lucidez. “Soy una vieja y eso ya lo sé. Que ellos se vayan a Punta Mogotes, al Faro, donde quieran… Yo no soy un estorbo… Estoy bien acá. Hace una semana, caminando por la Rambla, oí hablar en mi idioma. Conocí a unas señoras de la colectividad que eran abuelas como yo. Muy simpáticas… Me invitaron a su carpa a jugar a la canasta… Comimos comida típica que habían comprado en la Neguev y nos divertimos como locas”. La voz de doña Sara casi suena alegre y exaltada. “Pero después me olvidé de anotar el número de la carpa. Al otro día quise volver, pero no me puedo acordar dónde quedaba, si en la Bristol o allá, cerca de la Popular… Mi memoria no es la de antes y acá hay tanta gente que una se marea… Hace una semana que busco y busco y no me puedo acordar. Una de las señoras se llamaba Rebeca, muy amorosa, tenía un hijo ingeniero en Nueva York… Como le digo, busco como loca, pero no la puedo encontrar”.

La voz de doña Sara ha caído en el abatimiento; quizá para contrarrestar, vuelve a agitar sus piernas varicosas, se arregla los lentes, sonríe a la sanjuanina, mira sin esperanzas hacia la playa. Quizá se imagina —como en un sueño— ver desde una de las carpas la sonrisa perdida de Rebeca, sus manos enarbolando un mazo de cartas e invitándola a jugar. Acaricia la cabeza de las nenas sanjuaninas, pero ese afecto ya no tiene respuesta: los ojos infantiles siguen absortos en la imagen de García Satur comiendo bifes con su novia; en la de Irma Roy explicando por qué es una mujer afortunada; en el torso desnudo de Jorge Martínez, en su cabeza ornada por un ridículo sombrero tejano, en el revólver que ladea ese sombrero como un elemento más de seducción. La madre carraspea, mira incómoda hacia el Casino, simula consultar el reloj, quiere esquivar ese sufrimiento que no puede remediar.

Sin embargo, algo intenta: “Yo no juego a los naipes, si no encantada…”, llega a decir, pero ya doña Sara ha dejado de mover las piernas; ha comprendido que sus confidencias incomodan; ha decidido retornar al terreno sociable y vuelve a hablar del precio de las cosas, de Río Hondo, de lo que se gana y se pierde en el Casino, de todo lo que se dice cuando no hay nada que decir.

A las 11.30, en la Bristol, la lluvia arrecia. Doña Sara mira otra vez hacia la playa, se despide —sin ilusiones— de su amiga Rebeca, de esa sonrisa perdida y de ese mazo de naipes cuya ubicación nunca más recordará. “La dejo, señora… Me voy hasta la Neguev a comprar unos knisches”, le dice a la sanjuanina y a las nenas que ya no le prestan atención. «Knisches. ¿No conoce… Son unas empanaditas de papa que hace la colectividad… Muy ricas… Si nos encontramos de nuevo, le prometo que la voy a convidar”.

Y doña Sara cruza la explanada, va a la confitería para hincarle el diente a un knische, para abreviar su angustia, para enfrentar de algún modo esa mañana lluviosa que se estira tanto como el tiempo interminable de su soledad.

(La Opinión, 23 de enero de 1975)

*Tomado de Crónicas ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975), de Enrique Raab. Selección y prólogo de Ana Basualdo (Perfil Libros, 1999) 

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