Diego y las ciudades

Buenos Aires, Barcelona, Nápoles, Sevilla, Rosario, La Habana y Dubai. La vida de Maradona transcurrió entre la mezcla y la fuga de las ciudades portuarias.

Hay algo que siempre me gustó y me llamó mucho la atención de las muchas vidas que vivió Maradona: sus desplazamientos geográficos, las ciudades que eligió para vivir y a las que lo llevaron sus múltiples encarnaciones, muertes y resurrecciones. Además de su más famoso recorrido movimiento geopolítico, que lo asocia con razón a cierta predilección natural por las periferias, me interesó siempre su relación con las ciudades que adoptó como propias, en las que montó su residencia, a las que volvió y que terminaron entrañablemente asociadas con él, incluso esas a las que eligió por lapsos más breves pero inevitablemente intensos.

En el mapa aparecen obviamente Buenos Aires y Nápoles, peleando por el mismo lugar central en la mitología, con argumentos igual de válidos: el origen natal y la capital del país al que representó (o encarnó, mejor), a la que siempre volvió, la que llevaba en la porteñidad innegable de su léxico; la devoción religiosa de una ciudad humillada donde el honor y la sangre son valores indiscutibles, en la que se transformó en parte de su paisaje y su espíritu. Pero también, en un lugar menor de esa mitología geográfica, está La Habana, ciudad de una época oscura, casi clandestina. Y Dubai, escenario de un exilio dorado. O la Barcelona de los 80, su bienvenida a Europa, y Sevilla, última estación del adiós a Europa. También Rosario, cómo no, cuando la vuelta a Buenos Aires se hacía esquiva. Si miramos el mapa con todas las chinches puestas hay un patrón: ciudades portuarias, ciudades de mezclas, ciudades de fuga, ciudades vivas. 

Aparentemente, Buenos Aires y Nápoles no se parecen en nada. Salvo por la alta proporción de descendientes de napolitanos e italianos del sur y por el lazo espiritual de cercanía establecido por Maradona, ni la geografía, ni la topografía ni la economía las emparentan. Una es una ciudad enorme, entre las quince o veinte más grandes del mundo, en la que se tarda un par de horas en dejar atrás su extensión distribuida en una llanura infinita. La otra es una ciudad antiquísima, fundada por griegos con trirremes en una bahía hermosa al lado de un volcán todavía activo. Buenos Aires es una capital orgullosa, tiránica, que sabe que cuenta con todas las credenciales para serlo; Nápoles es una ciudad sujeta desde hace siglos a dominaciones injustas (la de los corruptos reyes españoles, la de los latifundistas del Rissorgimento, la de los políticos del norte, la de la Camorra). Buenos Aires es, según la famosa frase de un político francés que la visitó en el centenario, la capital de un imperio que nunca existió, y Nápoles fue la capital de un reino que se disolvió sin pena ni gloria porque nunca había sido verdaderamente propio, sino sólo uno más en la larga serie de ocupantes de una ciudad que siempre mantuvo una identidad irreductible a los invasores, una cultura propia incubada en la sombra de los callejones durante más de dos mil años.

Pero las dos son puertos. Las dos tienen gente que quiere mezclarse, progresar y que se busca la vida con desesperación. Ese primer hecho las diferencia de las ciudades situadas lejos del mar, las ciudades de tierra adentro, mucho más (generalizamos, claro) sujetas a un orden, a unas jerarquías, a unas rigideces producto de estar poco expuestas a las contaminaciones, los intercambios, los peligros, los tráficos de las ciudades portuarias. En el desarrollo de esas ciudades siempre aparecen los barrios de mala fama, habitados por los eventuales marineros y viajantes, por las putas, por los bares que trabajan absorbiendo los salarios acumulados a bordo y que derraman al resto de la ciudad su sombra de perdición, a la que se suma el temor a la entrada de enfermedades contagiosas y visitantes indeseables que desembarcan con todo tipo de elementos extraños: desde nueva música a nuevas ideas políticas. Toda ciudad portuaria debe su fortuna y su desgracia a su carácter de punto de llegada (y fuga) de desconocidos

Maradona nació muy cerca del Riachuelo y su consagración con Boca se produjo apenas del otro lado de ese río, el más urbano y el más porteño. Merodeó de chico intensamente esa zona: Avellaneda, la Boca, Valentín Alsina, Pompeya. Ya como estrella fue una figura de ese Buenos Aires de fines de los 70, principios de los 80: promesa y realidad del fútbol argentino, un adolescente con un carisma inocultable debajo de su timidez, programas de televisión, tapas de revistas, cameos en películas, especulación incesante con su valor económico. Para cuando se fue a Barcelona en 1982, Maradona era un gardel en una ciudad de gardeles, su estatus mítico todavía no estaba construido. Es en Nápoles (y México) donde se produce la transformación definitiva. En Nápoles, como estrella y gran inversión de un club con miles de hinchas pero sin el dinero de los clubes del norte, es cuando Maradona se convierte en una figura que está más allá de la de sólo un futbolista, incluso más allá de la de un gran futbolista. Es otra cosa. Todos conocen la historia y las historias: el sur vengado, el honor reparado por una vez, la simbiosis entre una ciudad salvaje y orgullosa y una personalidad con esas mismas características, un hombre que encuentra a su pueblo. Y algo más también, quizás: un reconocimiento mutuo entre gente parecida, no tanto culturalmente o no principalmente culturalmente, no importa tanto eso, sino entre gente que sabe hablar el idioma común que se arma cuando se conoce la pobreza. Sin el menor esencialismo ni la menor romantización: ciertas maneras de usar el cuerpo, de saber calcular escenarios, de evaluar las cosas, de saber moverse, de jerarquizar prioridades, de saber contestar y saber cómo reaccionar. 

Si en Buenos Aires, o en Argentina en general, Maradona fue y es una presencia constante, un nombre ligado para siempre a las biografías de varias generaciones (verlo en sus inicios, acordarse del lugar donde uno estaba el día del partido contra Inglaterra, llamarse “Diego”, citar inconscientemente alguna de sus frases lapidarias o de sus definiciones que nutrieron el habla argentina, recordarlo por cualquier motivo), en Nápoles fue algo más íntimo: un dios particular, un lar como decían los viejos romanos: una deidad guardiana de la familia, de la ciudad, cuya protección se extendía hasta sus límites. Un santo patrono, nacido al otro lado del mar (pero con un casi predestinado apellido italiano), que durante unos años llevó a esa ciudad a la gloria y que, como no podía ser de otro modo para ese destino, terminó su reinado expulsado y vilipendiado por los poderosos locales y también por muchos de sus fieles. 

Antes y después de Nápoles y la gloria, los quilombos, las noches interminables, los amigos peligrosos, el asomarse al abismo, hay dos ciudades de España. Dos legendarios puertos mediterráneos: Barcelona y Sevilla. La primera fue el desembarco en el gran mundo del fútbol internacional. Menotti, destape y transición española: un cóctel interesante, por decir lo mínimo. Escala infeliz deportivamente, pero en una ciudad que, imaginamos, vivía en un estado de intensidad infrecuente. Esa España y esa Barcelona que no se parecían en casi nada a la España y la Barcelona post Juegos Olímpicos del 92, con su gentrificación y las inversiones mil millonarias de la Unión Europea, más áspera, más auténtica, menos turística, con las heridas relamidas del franquismo, más cercana a la que recorría el Pepe Carvalho de las novelas de bajo fondo de Vázquez Montalbán. Los camellos, las drogas duras, los empresarios catalanistas con sus ínfulas, los antros, los artistas culés tan encantadores y bohemios rondando las fiestas frente al mar. Clima tóxico. Nápoles esperaba. 

Diez años después, Maradona volvía a España, pero esta vez a Sevilla. En lugar de Menotti estaba Bilardo. Era la vuelta después de la caída, después del Mundial de Italia, después del episodio de la calle Franklin, después de que se cumpliera la etapa inevitable del camino del héroe en que todos te vuelven la cara y descargan la furia moral cuando comprueban las primeras grietas mortales en la estatua de oro. Sevilla no está sobre el mar, pero su puerto, servido por el Guadalquivir, fue esencial para los primeros siglos de la expansión atlántica española. Su fisonomía e historia están cruzadas por ese rol de gran ciudad de entrada y salida, centro de comercio y de intercambios de todo tipo. Maradona entrando a la cancha con la versión de “Mi enfermedad” de Calamaro (¿hubo alguna vez un gesto tan sincero?) quedará para siempre como imagen de ese paso breve, la última escala europea de una carrera que, ya a esa altura, era el soporte de una personalidad más grande que cualquier club, una leyenda atormentada, que no cabía en sí misma, que trascendía cualquier lugar para su bien o para su mal.

Después vino Newell’s. Otra vez el mapa con un puerto y una ciudad hecha de mezclas e intercambios. Finalmente, la vuelta a Boca, a Buenos Aires, al principio. El Maradona de los 90: inestable, desbordante, caótico, genial, con dardos para todo el mundo, sometiendo su cuerpo a una ordalía, peleando por su lugar en el mundo y al mismo tiempo queriendo escapar de sí mismo. Mandiyú, Racing, los tiros a los periodistas, el Mundial 94, Coppola, Menem, Macri, el sindicato de jugadores, Oxford, Punta del Este, los carteles de “Maldita Cocaína”. Todo un caleidoscopio en que su figura se extrema, le exige todo a sus adoradores, cultiva enemigos y detractores. Dos ciudades son cruciales en su etapa post retiro: La Habana, después de su colapso físico, y Dubai, en la fase más crepuscular, que se abre luego de su paso como director técnico de la selección argentina. Ciudades no futbolísticas, ambas grandes puertos en el pasado, ubicadas ahora en medio de intensas rutas comerciales.

La etapa de La Habana es fascinante, casi pertenece al universo de John le Carré. Maradona como un huésped de Estado inmanejable para los servicios diligentes del régimen. Un recinto de rehabilitación al que viajaban amigos, curiosos y cholulos rompiendo la tranquilidad de un lugar que uno imagina con palmeras (por puro estereotipo) y caminos cruzados por empleados pobres pero seguramente dignos revolucionarios. La amabilidad del Caribe y el caos generado en la casa del invitado especial del Comandante. La máquina narrativa de Maradona se sintió bien en ese lugar, aunque su deporte popular fuera el béisbol. La amistad con Fidel Castro fue decisiva para su toma de posición política a partir de ese momento, pero este podría ser un aspecto menor frente al encuentro de esos dos personajes latinoamericanos completamente únicos. 

Dubai, en cambio, parece más una jaula de oro. Un exilio voluntario en una ciudad construida en pocas décadas de manera desmesurada, poblada por extranjeros de todos los tipos, pero con la persistencia de muchas de las estrictas reglas de su pasado. Un caso de defasaje brutal entre cambio y tradición sólo explicable por las maravillas que el capitalismo de altísima velocidad puede producir. Rascacielos, hoteles 7 estrellas, un aeropuerto demencial, un puerto del cual sale buena parte de la energía que alimenta a Europa y Asia. ¿Ocupa un buen lugar en este recorrido geográfico por las vidas de Maradona? Quizá sí; quizá la intensidad de esa ciudad, totalmente distinta de Nápoles, La Habana o Buenos Aires, también lo hizo sentir en casa, o al menos algunas veces. 

Al principio de La conjura de los necios, John Kennedy Toole pone como epígrafe algo de un tal A. J. Liebling, que habla de la ciudad de Nueva Orleans. Bien podría aplicarse para  para Buenos Aires y para cualquiera de las otras ciudades de Maradona: 

—En eso tiene usted razón. Nosotros somos mediterráneos. Yo nunca he estado en Grecia ni en Italia, pero estoy seguro de que allí me sentiría como en casa nada más desembarcar.

También él se sentiría en casa, pensé. Nueva Orleans se parece más a Génova o a Marsella, o a Beirut, o a la Alejandría egipcia que a Nueva York, aunque todos los puertos de mar se parezcan entre sí más de lo que puedan parecerse a ninguna ciudad del interior. Nueva Orleans, como La Habana y Puerto Príncipe, está dentro del ámbito del mundo helenístico que nunca rozó siquiera al Atlántico Norte. El Mediterráneo, el Caribe y el Golfo de México forman un mar homogéneo, aunque interrumpido.

Un mar homogéneo, aunque interrumpido. Buena definición.

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Mariano Canal

1977. Sociólogo, freelancer a tiempo parcial. Escribe en Twitter como @buensalvaje .

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