Llegué a Ciudad de México unos días antes del Día de Muertos. En realidad, más que esa festividad mítica, de la que había escuchado tanto, lo que me había hecho sacar pasajes para esas fechas era el proceso electoral argentino: la idea era despegar de Buenos Aires el mismo domingo de las elecciones presidenciales de octubre y aterrizar en otro país para cuando se abriera el tramo final de la campaña hacía el ballotage entre el gobierno de Macri y el peronismo. Mi derrotismo me había convencido de que iba a haber una segunda vuelta y de que mis dos semanas de vacaciones pendientes eran ideales para ensayar la huida mental en un país extranjero. Me imaginaba comiendo tacos mientras Argentina entraba en el clímax de la batalla entre dos proyectos de país. Un poco jugaba con repetir el movimiento que había hecho veinte años antes, cuando me había ido de mochilero a la Patagonia el día en que Eduardo Duhalde juraba como presidente (y veía por el parabrisas del taxi que me llevaba a Retiro a una pequeña multitud reunida frente al Congreso). Obviamente esos juegos mentales resultaron equivocados y el gobierno de Macri quedó sepultado dos meses antes de las elecciones generales, en las primarias de agosto. Para la fecha de mi viaje, el día de la elección general, ya todo estaba definido, y el trayecto desde Almagro a Ezeiza, a la madrugada, fue feliz y relajado: las luces ocasionales de la autopista iluminaban mi celular con los números que marcaban que la breve experiencia política del macrismo había terminado. Ahora me esperaba México. En unas horas iba a estar en Tenochtitlán para el Día de Muertos.
En Papeles falsos (2010), un libro hermoso e iluminador, Valeria Luiselli dice: “Es imposible escribir sobre la Ciudad de México”. Si lo dice una habitante de esa ciudad, que la recorre a pie, en bicicleta y transporte público desde que tiene uso de razón, qué le queda, entonces, a un pobre turista que la visita por apenas dos semanas. Lo mismo, esa imposibilidad para capturar la capital de México en palabras, parece ser un consenso entre los escritores de ese país, una declaración de humildad ante la desmesura urbana, ante esa hidra-mancha que se derrama desde el centro histórico hasta los volcanes y que alberga las vidas de más de veinte millones de personas. En respuesta a ese límite, por supuesto, los escritores mexicanos no han hecho otra cosa que escribir sobre ella. Juan Villoro, sirva de muestra, le dedicó hace poco El vértigo horizontal (2019), un libro deforme que mezcla ensayo, memoria y ficción. Pero la exploración literaria de la Ciudad de México se remonta a la misma conquista y a su refundación con Bernal Díaz del Castillo, el escriba de Hernán Cortés. Desde entonces México no paró de generar literatura. Y yo, como habitante de otra gran ciudad americana, no podía más que aportar mi perplejidad: en el hotel donde pasé la primera noche manoteé un mapa gigantesco, con las indicaciones de las estaciones y los barrios (colonias), y me largué a recorrer el Paseo de la Reforma. Desplegarlo era como abrir una hectárea de papel: estaba en el centro de la ciudad, pero ya estaba perdido. En ese primer paseo que hice al azar terminé encontrando la calle Bucareli, que recordaba por Los detectives salvajes (1998). Me acordaba de un café que era clave en la novela de Bolaño, pero no de la esquina: aunque en mis idas y vueltas lo debía haber pasado varias veces, no estaba seguro si todavía existía, porque Bucareli, esa calle que Bolaño y sus real visceralistas recorrían como alucinados en las noches de los años setenta, ahora estaba poblada de casas agrietadas por los terremotos y viejos departamentos para una burguesía que, estimaba, ya no existía. Terminé ese recorrido comiendo tacos de carne de puerco en un mercado, con una simpática cabeza de chancho a pocos centímetros.
Cempasúchil. No conocía esas flores de color azafrán que me rodeaban y que se veían no solo los en altares del Día de Muertos sino en toda la ciudad. En los canteros de la avenida Paseo de la Reforma, en los canastos de los vendedores de flores, en las tumbas de los muertos que se visitaban esos días y en los preparativos de los festejos en el Zócalo. Algo, bastante, de la globalización hizo hibridar esa fecha tan mexicana con la vecina norteña de Halloween, las calaveritas y catrinas con las recorridas de los niños que piden caramelos, la estética celebratoria de la ultratumba con los terrores de origen anglo, los disfraces con la invocación a los queridos difuntos.
En la entrada principal del Bosque de Chapultepec, el inmenso parque de la ciudad, una calavera gigante y alegre recibía a los visitantes. Una pequeña multitud se había juntado alrededor bajo una de las lloviznas puntuales que caían diariamente al atardecer. En la vereda, una serie de baldosas recordaba los nombres, edades y ciudades de algunos de los más de treinta mil desaparecidos mexicanos de los últimos quince años, desde que el ex presidente Calderón lanzara su “guerra contra el narcotráfico”. Miraba algunos de esos recuerdos mientras caminaba rápido hacia el subte: casi todos jóvenes, vistos por última vez en ciudades de todo el país, muertos sin tumbas.
No estaba seguro de la fecha, pero después de guglearlo lo confirmé: el 8 de noviembre de 1519, exactamente quinientos años antes, Hernán Cortés y su ejército de españoles e indios aliados llegaron a Tenochtitlán y fueron recibidos en el límite de la ciudad por Moctezuma y su corte. Bernal Díaz del Castillo escribe sobre esa llegada: “Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades y en laguna otras muchas, e víamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de Méjico”. Hace siglos que el lago Texcoco, sobre el que se edificaba la vieja ciudad mexica, quedó sepultado por el crecimiento urbano, aunque el suelo lacustre todavía se manifiesta en el hundimiento secular de los cimientos de los viejos palacios e iglesias del centro histórico. A un lado de la catedral de la ciudad, construida en el lugar que ocupaba el templo mayor de los aztecas, afloran algunos de los restos de esa vieja edificación: los cocodrilos, los sapos, las serpientes, los pumas de piedra que muestran los dientes frente al barroquismo católico de la catedral. El cuerpo de Moctezuma, muerto de una pedrada durante la sublevación de Tenochtitlán contra los españoles, se perdió en la bruma de los tiempos y la destrucción de su civilización; los huesos de Cortés, después de un largo periplo, descansan en un nicho discreto en una pared del antiguo hospital de Jesús (construido, se cree, en el lugar exacto de aquel encuentro de hace quinientos años).
Mientras el Zócalo desbordaba de miles de personas por los desfiles del Día de Muertos yo entraba en el Palacio Nacional, la sede del gobierno mexicano. Una parte del complejo estaba abierta al público, que podía recorrer sus jardines y, especialmente, contemplar los famosos murales que Diego Rivera pintó en sus escalinatas y galerías superiores. A contramano de las aglomeraciones de afuera, en el Palacio no había casi nadie. Un grupo de gringos que me había pedido sacarles una foto frente a los murales de Rivera, algunas parejas ancianas sentadas en los bancos de los jardines. En una esquina del mural que resume la historia mexicana (desde la conquista y sus horrores a la independencia, desde el porfiriato a la revolución) ubiqué una pequeña figura con El Capital de Karl Marx bajo el brazo: mientras le comentaba a otro obrero la buena nueva por venir, a su alrededor flotaban figuras de curas disipados, políticos corruptos y meretrices que brindaban con champagne, ignorantes del fin que se les acercaba. La historia de México aparece abigarrada y yuxtapuesta en sus murales: las mazorcas de maíz y los fusiles, las lanzas de los conquistadores y los caballos desbocados de los insurgentes, las fábricas humeantes y las banderas de Tierra y Libertad.
Mi amigo Francisco Marzioni, que vive en Ciudad de México hace un par de años, me llevó a recorrer alguno de sus lugares. Nos encontramos frente al viejo Colegio de San Ildefonso en el que Alberto Fernández, elegido hacía pocos días como presidente, iba a dar un charla luego de reunirse con López Obrador. Había una cola larguísima de argenmex y, previsiblemente, nos quedamos afuera. Fuimos a caminar por la calle Donceles y entramos en algunas de las librerías de usados con fondos larguísimos que atesoran caóticamente todas las gemas y los residuos de la industria editorial en español. Como hacíamos en Buenos Aires, con Gogui nos gritábamos de estante a estante los hallazgos bizarros que íbamos encontrando. Historias de viajeros amarillentas, novelas de ciencia ficción olvidadas, biografías de personajes menores pero que por alguna razón nos resultaban significativas. Volvimos caminando desde el centro hacia la colonia Roma, pasando por una pequeña plaza donde un grupo indigenista celebraba (o recreaba) una ceremonia mexica: había una quema de hierbas especiadas con danzas y cánticos y, a un lado, un altar con coloridas calaveras de cerámica que reemplazaba al hoy políticamente incorrecto altar de cráneos humanos que presidía los rituales precolombinos.
La historia de México aparece abigarrada y yuxtapuesta en sus murales: las mazorcas de maíz y los fusiles, las lanzas de los conquistadores y los caballos desbocados de los insurgentes, las fábricas humeantes y las banderas de Tierra y Libertad.
Seguimos andando, hablando de su nueva vida en este país, de las no tan pequeñas diferencias lingüísticas, de AMLO, de Argentina, de la política mexicana y sus miserias, de la política argentina y sus miserias, de esta ciudad enorme y de nuestra ciudad enorme, de la multiplicidad infinita de la comida mexicana y de la mezquindad de la comida argentina, de lo que dejamos atrás, de lo que podía venir, de todas nuestras dudas. Pasamos por debajo del extraordinario Monumento a la Revolución, un domo descomunal que alberga en cada una de sus cuatro columnas los restos de los protagonistas de la revolución mexicana. Entusiasmado por un súbito patriotismo, le dije a Gogui que mi preferido era Pancho Villa, el gran general de la División del Norte que hasta se atrevió a invadir Estados Unidos. Él me contestó que el suyo era Álvaro Obregón, el presidente que consolidó la revolución e inició su tránsito hacia lo que después sería el PRI, el partido del orden posrevolucionario. No era una mala elección, aunque Obregón, me contaba, tenía su propio mausoleo en San Ángel, cerca del restaurante donde fue asesinado. Mientras la noche nos envolvía, seguimos caminando y hablando de ciencia ficción, de Charles Manson, de L. Ron Hubbard. Casi como una respuesta de la ciudad, cuando levantamos la vista estábamos frente al enorme edificio de la Cientología en México. A veces es mejor no buscar explicaciones.
Antes de irme de México me fui unos días a San Miguel de Allende, Guanajuato. Es una ciudad famosa por su viejo casco colonial y por ser el lugar de retiro de los gringos que huyen de los fríos morales y climáticos del norte. Desde los años cincuenta muchos estadounidenses (principalmente veteranos de la Segunda Guerra mundial) la eligieron como refugio, y en los sesenta una pequeña colonia de hippies y beatniks la erigió como una de sus capitales. Alquilé vía Airbnb una habitación en la casa de Don, un viejo canadiense que tenía una onda a Clint Eastwood. Pocas palabras, una gran biblioteca, un perro lanudo que merodeaba por la casa. Congeniamos inmediatamente. La casa quedaba en la calle Canal y bromeamos sobre la coincidencia con mi apellido. En San Miguel, además de visitar sus hermosas iglesias (fui a una misa después de más de treinta años), sus calles empedradas y sus cantinas oscuras refractarias a los turistas bobos, me interesaba reconstruir los últimos días de uno de los héroes literarios de mi adolescencia: Neal Cassady. En En el camino, el libro de Jack Kerouac, Cassady no solo es el compañero de ruta de Kerouac, enmascarado bajo el seudónimo de Dean Moriarty. Es el “pariente occidental del sol”, el que lo lleva a Moriarty a tomar las rutas de Estados Unidos para descubrirse a sí mismo.
Años después de la publicación del libro, ya convertido en una figura de la contracultura americana, Cassady recaló en México. En 1968, después de asistir a un casamiento en San Miguel de Allende y de caminar por las vías del tren hacia el siguiente pueblo vestido solo con jeans y remera, murió de frío en la madrugada. Con ese único dato me fui una tarde hasta la vieja estación, ahora convertida en un mercado de artesanías para turistas. Bajé a las vías y empecé a recorrer el trayecto que imaginaba había hecho esa noche el viejo Cassady con su cabeza repleta de LSD y alcohol. Las vías llevaban a un paisaje desértico de montes poblados de nopales y vegetación seca. En el silencio de la tarde reverberaba el calor y pensaba en ese personaje que me había cautivado, el hijo huérfano de un borracho, el compañero de aventuras de Kerouac, el iluminado drogadicto de una generación ya muerta. Mientras caminaba buscaba alguna señal del lugar de su muerte, una pequeña cruz, un altar improvisado. No había nada. En una vuelta de las vías, me decidí por una gran piedra que asomaba a un costado. Prendí un cigarrillo y lo dejé sobre la roca, como una ofrenda. Ya era hora de volver a casa.
*Foto de portada: Cristian Newman