Los tirapostas del psicoanálisis 

El narcisismo, la obsesión por los likes y la terapia por streaming transformaron la práctica del diván en los últimos años. ¿Qué nos dice la proliferación de los gurúes mediáticos sobre el psicoanálisis del siglo XXI?

“No escribo para la clientela, sino para médicos que tienen que luchar con dificultades serias”

Sigmund Freud

Hace poco más de medio siglo, Guy Debord denunciaba la espectacularización del mundo como un fenómeno íntimamente ligado al desarrollo del capitalismo y la cultura de masas. Esa forma de relacionarnos a partir de imágenes y apariencias que alejaba al sujeto de la experiencia viva y determinaba el consumo de mercancías degradadas estaba destinada a su superación, que advendría, según Debord, de la mano de la lucha revolucionaria.

Lo sabido: la revolución debordiana nunca aconteció. En su lugar, las mutaciones del capitalismo y los avances de la técnica potenciaron a una escala inimaginable el fenómeno tan lúcidamente radiografiado en La sociedad del espectáculo. Desde entonces, abundan y fatigan las reflexiones acerca del trastocamiento que la era digital introdujo en las relaciones del sujeto con el mundo. Tiene sentido, sobre todo para quienes, nacidos en un mundo predominantemente analógico, oscilamos entre la curiosidad, el entusiasmo y la desconfianza más o menos paranoide de estar insertos en un territorio ominoso: esos flujos digitales que de un extremo a otro recubren cada orden de la existencia.

II.

Boris Groys aborda un fenómeno tan generalizado como perturbador: el autodiseño, o la producción de nuestra “persona pública”. Son las formas en las que amasamos nuestra imagen como quien modela, con dedicación, una obra de arte, y la lanzamos al mundo virtual con un propósito claro: gustar, ser reconocidos, obtener esa forma de capital bastante incierta pero sin dudas atractiva que se alimenta de likes y seguidores. 

La selfie que compartimos, el contenido que megusteamos, las opiniones que lanzamos, las causas que apoyamos son gestos calculados que van dando forma a nuestra “persona pública”, aquella que en el universo digital se completa en función de la reacción de los otros. Todos nos ofrecemos como objeto de consumo del otro. La paradoja es que esa construcción de la que somos activamente responsables termina siendo una especie de condena: nos debemos a esa imagen, nos la creemos, y buscamos activamente que el otro sacie nuestro apetito narcisista.

A esa lógica sucumben escritores, nutricionistas, cocineros y una amplia gama de proletarios que encuentran en el autodiseño una forma de incrementar su estatus en las plataformas online. Construyen su “persona pública” alrededor del oficio en cuestión, logrando en ocasiones un prestigio que no necesariamente se corresponde con el saber o la pericia, sino con la incuestionable habilidad para convertir su imagen en una marca.

III.

Hace poco, el algoritmo me dirigió a un perfil de Instagram que promovía mentorías destinadas a que los profesionales psi maximicen sus ingresos, “atendiendo menos y ganando más”. Los pocos “tips” que se dejaban leer sin necesidad de contratar los servicios que la colega ofrecía apuntaban a la creación de contenido en redes sociales con el fin de obtener mayor visibilidad. La promesa de conseguir “clientes” extranjeros funciona como seductor anzuelo en un contexto devaluatorio y gracias a la modalidad virtual que la pandemia instaló y que parece ganar terreno frente a la primitiva escena del consultorio presencial. Una atención contactless.

Sin caer en una posición nostálgica o añorante, los modos de iniciarse en la práctica se vieron profundamente afectados por las posibilidades que inauguran las redes sociales. Como señala con acierto Alexandra Kohan, siempre hubo mandatos en torno a la necesidad de figuración, de posicionamiento y de prestigio: circular por la academia y por ciertos ámbitos más o menos endogámicos generaban en el joven psi la ilusión de un futuro promisorio. Hoy, esa mostración se ejerce de un modo mucho más masivo y pornográfico.

Si muchos psicólogos recién recibidos ansían posicionarse en redes para trabajar menos, y ganar más (dinero, circulación, renombre), es porque hay algunos que efectivamente “la pegaron” en el mundo de las plataformas digitales. Son esos gurúes con los que nos topamos a diario, con sus tonos más o menos solemnes, más o menos bonachones, más o menos relajados, dando consejos sobre cómo amar o cómo criar a través de Instagram, ventilando intimidades de sus pacientes en un post de Facebook o en espectáculos teatrales, definiendo conceptos opaquísimos en breves cursos virtuales on demand, desparramando sus opiniones sobre casi cualquier cosa en un canal de YouTube. 

Este fenómeno atraviesa todo el campo psi, pero me voy a ceñir al psicoanálisis. Porque hay algo en el modo en que los psicoanalistas virales prosperan en el tecnocapitalismo que genera cierta sospecha.

IV.

En una de las pocas entrevistas ofrecidas por Jacques Lacan, el psicoanalista decía que, tras la muerte de Freud, muchos discípulos habían reducido su enseñanza a algunas pequeñas fórmulas banales: la técnica como rito, la práctica reducida al tratamiento del comportamiento y la readaptación del individuo a su entorno social como objetivo terapéutico. En otras palabras, la negación del legado freudiano, a partir del ejercicio de un psicoanálisis acomodaticio, de salón. “Él mismo lo había previsto —sostenía Lacan—. Decía que hay tres posiciones imposibles de sostener, tres tareas imposibles: gobernar, educar y psicoanalizar. Hoy día poco importa quien tiene las responsabilidades de gobernar y todo el mundo se pretende educador. En cuanto a los psicoanalistas, ¡ay!, por desgracia prosperan como los magos y los curanderos. Proponer ayudar a las personas significa el éxito asegurado y la clientela agolpándose detrás de la puerta. El psicoanálisis es otra cosa”.

Tres décadas más tarde, en una conferencia dictada en nuestro país, Colette Soler decía que la propensión de los analistas a aparecer en los medios, periódicos, televisión, librerías, etc., “queriendo hacerse ver en forma manifiesta y reconocer en alguna parte” se explica en función del modo en que los analistas sucumbimos y padecemos los embates del capitalismo tardío. Nosotros también somos sujetos del capitalismo, y no estamos exentos de caer bajo la incitación del discurso dominante. Y el discurso actual no empuja a la discreción sino a los éxitos ostensibles, que se muestran, que se contabilizan, que salen en tapas de diarios y pantallas.

La psicoanalista y escritora francesa Colette Soler

V.

Pasaron veinte años de aquella conferencia y las plataformas digitales se convirtieron en caldo de cultivo para acomodar la noble tarea de la divulgación a las lógicas actuales. Ese acomodamiento en ocasiones exige una serie de pérdidas que algunos divulgadores con ínfulas de influencers no dudan en asumir.

El ritmo voraz de publicación termina obedeciendo a una especie de obsolescencia programada. Todo lo que se dice hoy es destinado al olvido, perece necesariamente. Y subrayo lo programado de ese destino de caducidad: para asegurarnos la circulación, la novedad, lo que se dice debe caducar rápidamente. Las afirmaciones contundentes, las “postas”, los consejos, las recetas y las explicaciones son diseñadas según la lógica del mercado, signadas por la pobreza propia de la cosa masticada y regurgitada para el consumo de masas.

Eric Sadin evoca la imagen de las masas fatigadas que, “al volver de jornadas de labor y de transportes agotadores, no pedían sino dejarse distraer de un modo que no exigiera demasiados esfuerzos cognitivos, aprovechando todo ese tiempo tal vez fútil, pero que en la palidez recurrente de lo cotidiano aportaba dosis salvíficas de recreación y consuelo”. Es la figura del consumidor consumido, que por recurrida no deja de ser un diagnóstico exacto del individuo contemporáneo. Sacrificarlo todo en aras de una simplicidad y perfección y un acabamiento aparentes (estoy parafraseando a Freud) para ofrecerle al subestimado lector un psicoanálisis de sobrecito de azúcar es una decisión ética y política que, lejos de propiciar un espacio y un tiempo de separación, reproduce las agotadoras lógicas de consumo de la época y las sostiene.

VI.

El culto a la personalidad es ese fenómeno patético que pondera la persona del autor por encima del valor de su obra. La farandulización del influencer y el correspondiente cholulismo que lo venera hacen que poco importe qué está diciendo. Si la posición del analista supone la destitución subjetiva, sucede todo lo contrario con el narcisismo del divulgador que necesita imponer su nombre para dar más cursos, viralizar sus consejos, publicar más libros. Construyen una imagen pública para generar una audiencia cautiva y terminan cautivados por su propia imagen, como Narciso frente a su reflejo

Pero lo que se dice sí importa. Más acá del vedetismo, que el psicoanálisis se venda como una cosmovisión edulcorada y simplista que puede dar una respuesta estandarizada sobre cualquier asunto humano poco lugar deja al tan valioso no saber que, en la clínica, permite que asome lo singular. Nótese las pocas veces que un analista, consultado en calidad de experto (por favor, los psicoanalistas no somos expertos en nada), responde con un “no sé”.

VII.

Resulta particularmente problemática la mostración de lo que sucede puertas adentro del consultorio. Si en ámbitos académicos esa práctica bastante discutible ha sido siempre moneda corriente, con las redes el gesto exhibicionista se masifica: hoy, mucho más que ayer, resulta imposible controlar el alcance de esa vulneración que consiste en ventilar a modo de anécdota la intimidad de un paciente. En ese abandono de la discreción hay mucho de especulación: en general, esas “viñetas clínicas” terminan funcionando para mostrar la ocurrente intervención de quien la exhibe. El acto analítico deviene capitalizable, decididamente inscripto en el circuito de las mercancías.

Quizás por eso la sospecha.

VIII.

Las redes como soporte solo magnifican unos desvíos que existieron siempre en distintos reductos. El psicoanálisis, decía Lacan, es otra cosa.

Colette Soler no se preocupa tanto por la desaparición del sujeto analizante. Mientras haya analistas siempre nos tocará atajar a los “heridos” del capitalismo: aquellos que padecen el malestar de nuestra cultura, aquellos que hacen carne la inoperancia de los discursos de la autoayuda y de los expertos del alma. Lo que sí constituye una amenaza, dice Soler, es la extinción de los psicoanalistas. Es una idea provocadora, sin dudas, quizás un poco distópica (aunque, a esta altura, ninguna distopía resulta del todo inverosímil).

No creo que el modo de evitar esa extinción sea desertar de esta nueva escena pública que constituyen las redes (sería un contrasentido militar tal deserción desde una revista digital) ni convertir al psicoanálisis en esa jerga insufrible que no dice nada. Sí creo que algo agoniza cuando el modo en que padecemos nosotros mismos las contradicciones del capitalismo termina eclipsando la ética que orienta nuestra praxis. Cuando nos volvemos cómplices complacientes de la subjetividad de nuestra época.

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Águeda Pereyra

Psicoanalista, autora de Putas. Erotismo y mercado (Síncopa 2022) y coautora de Todo Diego es político (Síncopa, 2020). Colabora en revista Polvo, #Lacanemancipa y otros medios.

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