En 1990, Sandra Mihanovich y Celeste Carballo publicaron Mujer contra mujer, un disco que trajo repercusión en la sociedad argentina post dictadura. Esta es su historia. Por Valentina Vignardi.
Foto de portada de Gabriel Rocca
Un sábado en Parque Centenario, entre las pilas de libros viejos y nuevos, chucherías, ropa, prendedores y juguetes de McDonald’s, escondido dentro de cajas, junto a otros discos en una sección rotulada “Rock Nacional”, me encontré con Sandra Mihanovich y Celeste Carballo en la tapa de Mujer contra mujer. Hermosas, jóvenes, azules, engominadas y en cueros. Mirá que no está en ningún lado, eh, me avisó el hombre que atendía el puesto que ya empezaba a desarmar. Sí, gracias, qué loco, respondí. Salió a principios de 1990 como el inicio del fin de Sandra y Celeste y jamás volvió a ser editado (no se encuentra ni en Mercado Libre, aunque en algún momento figuró en algunas búsquedas, a precio irrisorio y usurero); así que el ejemplar que agarraba entre mis manos tenía treinta y un años y era bastante frágil, con algunas manchas en la fotografía de tapa acartonada, un tanto percudida en sus bordes, pero casi intacto en su interior. Un hallazgo extraordinario. No tengo tocadiscos, pero lo compré y lo entregué como regalo unos días después mientras me preguntaba de quién habría sido y por qué se habría deshecho de algo que para mi resultaba tan valioso. ¿Sería otra lesbiana? ¿Por cuántas manos habría pasado antes de las mías? El vinilo se escuchaba bien, pero la primera pista del lado B, que es la canción de Mecano reversionada que da título al álbum, hacía un poco de ruido y daba cuenta de un particular desgaste. Imaginaba a alguna chica, que ahora tendría cincuenta y algo, escuchando en loop la historia de esas dos mujeres que son más que amigas y esconden ese amor por debajo del mantel. Fabulando, proyectando en ese amor que se libera como palomas al vuelo en la intimidad del hogar. O quizá fantaseando con el amor entre esas jóvenes versiones de Sandra y Celeste, que se decían te quiero a la vez que les decían, nos decían, nos dicen, que saben que no es fácil ser como vos y yo.
Celeste y Sandra se encontraron “casi sin darse cuenta, un día, las dos sobre un escenario y al mismo tiempo”. Sandra tocó en Obras en el 82 —la primera mujer en hacerlo— e invitó a Celeste —que aún pululaba con su guitarra por bares y sótanos/antros lésbicos de CABA— a cantar con ella “Me vuelvo cada día más loca”. Ya circulaban “Soy lo que soy” y “Puerto Pollensa”, y la gente ya especulaba, conversaba y susurraba “dicen que es… pero yo no sé…”, en tiempos en donde la homosexualidad significaba la personificación de las peores desviaciones del cuerpo y el alma, mientras aún ocupaba un espacio en la larga y no tan científica lista de patologías de la OMS. En algún punto se pusieron de novias, sin saber nadie —aunque nos gustaría— durante cuánto tiempo. Dicen que del 86 al 90. Otros devotos píxeles en grupos de Facebook dedicados a compartir memorabilia en comunidad dicen que fueron y vinieron mil veces, que se pelearon, que hubo un enojo. Armaron un espectáculo de verano, que devino en un disco y luego otro, teatros llenos, giras por todo el país y por algunos lugares de Latinoamérica. Se confesaban su amor en código morse, con canciones (las que escribía Celeste, las que elegían juntas de otros autores, las que amigxs escribían para ellas), adaptando y fabricando, como el resto de lxs putos, tortas, maricas, travas, grasitas, un lenguaje propio, casi secreto, para enunciar lo que aún no encontraba palabras o, en caso de tenerlas, al enunciarse desde la literalidad, las pondría en peligro de muerte, agresiones, despidos, persecución. Un puñado de referencias escondidas en letras dispuestas como pistas para ser encontradas en la búsqueda del tesoro que significaría y significa aún hoy una manifestación de la propia lesbiandad. Celeste cantaba: “Mi infancia quedó resguardada en el tiempo/Y a mi adolescencia la viví en silencio/Porque el amor era un sueño/Que escondía con miedo/Y el futuro el milagro/Que me sacó del secreto”. Y Sandra respondía, en otra canción: “Cuando estoy cantando una canción/Las palabras de amor, son para vos/Nadie nos mira, cuando baja el telón/Nadie sabe lo que pasa, entre vos y yo”.
Pero sí sabíamos, sabemos, porque estamos alertas. Al verlas tocar en un recital en el Opera, un grupo de unas quince lesbianas militantes decidió fundar en noviembre del 88 una revista con el nombre Codo a codo y el lema “somos muchas más que dos” —que hacía alusión al poema de Benedetti que la dupla había musicalizado—; una revista autogestiva con una tirada modesta, repartida de mano en mano, a fin de oponerse a la invisibilización y censura en los medios de comunicación, pero también con la pulsión vital de tejer redes entre lesbianas ante un régimen disciplinante. Incluido en su primer número, un artículo títulado “Sandra y Celeste, una pareja que no está sola”, relataba: “Porque, chicas, no nos engañemos, las mujeres allí reunidas teníamos (y lo sabemos) ‘algo’ en común —incluidas Sandra y Celeste— que hizo del encuentro una fiesta en un espacio ganado, un momento nuestro para disfrutar, donde los ‘otros’ no nos podían joder. Porque desde el escenario había dos imágenes claras que, al margen del espectáculo que ofrecían, mostraban una realidad, usaban su voz para decir que ‘porque somos pareja que sabe que no está sola’. Y no estaban solas, ni ellas ni nosotras: estábamos juntas» . Allí se articula —un tanto a costa de Sandra y Celeste, cuyos fines nunca fueron militantes— la potencia más política de ese deseo que ve la luz del día a través de esos versos y sobre esos escenarios de cara a públicos masivos, después de tanto encierro y silencio. Ese código amoroso, privado, que es reconocido, apropiado y convertido en signo político. Aunque algunos grupos de militancia lesbiana (Grupo Autogestivo de Lesbianas, Cuadernos de Existencia Lesbiana) que se estructuraban en casas o bares comenzaron a arrojarse a las calles a principios de ese mismo año, durante el 8 de marzo, en la marcha por el Día Internacional de la Mujer, encontraron reticencia de parte de un colectvio heteronormado. “Escuchamos a las peronistas cerca de nosotras comentar enojadas ‘no es posible que estas tortilleras encabecen la marcha’». Entre empujones y gritos, fueron invitadas a retirarse.
Un día las calles de la Ciudad de Buenos Aires amanecieron afichadas con esa misma imagen de Sandra y Celeste al desnudo que yo encontré en Parque Centenario. Todxs la observamos con asombro, aunque algunxs porteñxs por aquel entonces la encontraron repulsiva: había mucho más que leer en el encuentro de esos cuerpos dentro de esos carteles gigantes, lo opuesto a lo que el título, «Mujer contra mujer», indicaba. No estaban enfrentadas, sino juntas. Mientras la polémica ardía, Celeste se enunció como lesbiana una noche en el programa Imagen de Radio y confesó su amor por Sandra, con quien habían sido pareja “en algún momento”. Ahora todxs sabían lo que verdaderamente pasaba entre la rockera y la baladista, como les decía Lemebel. La jipi-blusera-cuasi-Joplin-devenida-en-punky que fue a la escuela pública del conurbano y la niña bien Cahen d’Anvers, hija de Mónica del noticiero. Celeste le contaba, además, al espectador heterosexual y heteronormado, que hay muchas como ella, hay muchas más que dos y están entre nosotros, entre ellxs Pero una querella fue abierta en contra de ambas: podrían contravenir el artículo 128 de la ley 23077 y ser reprimidas con prisión de 15 días a un año por publicar, fabricar, reproducir, distribuir una imagen obscena (sic). Lo que estaba sobre la mesa no era su conducta privada, sino «la legitimidad de alabar, a través de los medios de comunicación, las relaciones homosexuales, entre hombres o entre mujeres». Antes de uno de sus recitales alguien dejó un mensaje en la oficina que ambas compartían, donde se informaba que iban a ser visitadas en la sala por los «muchachos» de la división de «moralidad» de la Policía Federal, aunque luego nada de eso sucedió, pero en cambio el recital se vio desbordado por un torrente de amor, de chicas y mujeres que se cantaban y arengaban, que se decían te amo y se besaban.
Me gusta pensar en esas lesbianas frenéticas saliendo de un recital y fundando una revista. O en esas otras que aprovecharon el momento y se besaron sobre las butacas con la impunidad que les confería el teatro devenido en bunker torta. También me gusta pensar en Sandra y Celeste, o mi versión más novelesca de ellas: un fugaz y fogoso idilio amoroso-artístico que devino en un boceto accidental de una est/ética lesbiana. Una reliquia preciosa que es parte de un pasado reciente, un vinilo que se pasa de mano en mano, una imagen que suscita un lesboodio recalcitrante, un afiche gigante y amarillento arrancado de una pared y guardado en el placard de alguna mujer, un puñado de canciones en Spotify y fotos viejas en pésima calidad que intento mejorar con la tecnología de alguna aplicación. Dos mujeres, entre tantas otras que abrieron caminos sinuosos y llenos de piedras, que después algunas otras allanaron mientras los caminaban cuesta arriba. “Tal vez un día cantemos/Tal vez un día gritemos/Mucha esperanza se ahoga/Y si yo puedo abrir un camino voy a hacerlo”.