Vida, muerte y creación de Alejandra Pizarnik

A muchos de los que fuimos educados en el judaísmo siempre se nos metió el miedo de que quienes atentan contra su propia vida son enterrados en lugares particulares de los cementerios, dejando en claro que eligió una muerte que la religión no aprueba. Por eso, que Alejandra Pizarnik 50 pastillas de seconalesté enterrada en la parte común del cementerio judío de La Tablada es, por lo menos, llamativo.

El año pasado, después de varios meses en los que le vimos bastante seguido la cara a la muerte, fui a visitar su tumba, casi por casualidad. Un amigo de la infancia que murió atropellado por un colectivo está enterrado a pocos metros de la poeta. Usando el buscador de sepulturas disponible en el sitio web de la AMIA encontré que el sector infantil del cementerio los judíos acostumbran a enterrar a todos los menores de edad juntos, por lo que caminar por este sector es someterse a ver lápidas decoradas con juguetes está solo a pocos metros de donde “descansa” Alejandra. Frente a su tumba hay un banco de piedra: parece pensado para quienes quieran sentarse ahí, a leerle alguna de las tantas cosas que ella escribió. 

No tendría sentido revelar estos recuerdos si no fuera porque vienen a mi cabeza el primer sábado de la primavera, al salir la muestra Entre la imagen y la palabra, que puede visitarse en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno hasta abril de 2023. Organizada para conmemorar la media década desde el  suicidio de la poeta, fue construida con el foco puesto en la Pizarnik artista plástica: esa que armó su literatura con frases de otros, haciendo collages, que se interesaba en El Bosco y había tomado clases de arte con el pintor catalán Juan Batlle Planas. Caminando por la sala Juan L. Ortiz, en el tercer piso de la Biblioteca, podemos ver a una Alejandra que suele quedar en segundo plano. 

 

Foto: Anatole Saderman

La segunda novedad que resalta la muestra es la Pizarnik archivista. Es un poco gracioso saber que ella, la misma que, según el mito, vivía en un desorden de papeles que la llevó casi a perder el original de Rayuela que Julio Cortázar le había pedido que mecanografiara, guardara cada nota que publicaba en revistas y archivara cada artículo que mencionara algo de ella. La Alejandra cuidadosa, puntillista, que pegaba recortes en carpetas, es otra de las caras de la poeta que ahora, entre los escombros de sus textos, sale a saludarnos y recordarnos que uno de sus versos dice: “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”.

Sin embargo, la muestra también puede leerse en clave de ritual oscuro. Mirando sus muñecas antiguas, sus libros marcados, las lapiceras que llevan grabadas las siglas “AP”, una pulsera, su lapicera marca Jeffer, la máquina de escribir con la que había elegido una tipografía muy particular y hasta la carta manuscrita con la que aplicó (y ganó) la Beca Guggenheim, uno puede fantasear con que el verdadero atractivo es entrar en un lugar en el que se quiere revivir a la mujer que se mató el 25 septiembre de 1972. Traerla otra vez entre nosotros, para que nos siga llenando de palabras la existencia, termine la obra que empezó, llegue aunque sea a los cuarenta años y no nos deje solos hablando sin parar sobre qué características hubiera adquirido su poesía. Una muestra de arte leída como intento de brujería, en un espacio público al que se llega por ascensor, mientras en el piso de arriba hay jóvenes que estudian y en la calle resplandece el verdor de Recoleta. Arte macumbero que invita a delirar con la idea de la muerte de una que se fue a los 36 y nos dejó extrañando: una propuesta tentadora para cualquier época, en la que nunca falta quienes viven moqueando por los que ya no están.

 

 

 

Sigamos sintonizados en el canal de la fantasmagoria. Aunque entre la épica de Pizarnik aparezcan varios nombres importantes de la cultura argentina, hay un muerto que sobrevuela en la sala donde se exponen sus objetos, un muerto que posiblemente es el responsable de lo que estamos viendo. No es otro que Horacio González, fallecido en junio de 2021. En 2008, bajo su gestión, la Biblioteca Nacional decidió abrir el Fondo Alejandra Pizarnik con la adquisición de 650 libros que le pertenecieron a la autora. Una década más tarde, Myriam Pizarnik de Nesis, hermana de la poeta, después de muchas idas y vueltas decidió donar a ese mismo fondo otra importante cantidad de libros y archivos. Hay que aclarar que estos textos, muchos expuestos en la muestra, tienen un valor más que sentimental: al estar plagados de anotaciones, subrayados y marcas de la poeta, podrían pensarse como un lado b de su obra. 

En la exposición, los libros del Fondo Pizarnik vuelven a juntarse, por primera vez desde la muerte de la autora, con otros del archivo llamado Pizarnik Papers, que están en la Biblioteca de la Universidad de Princeton (de Estados Unidos) y fueron enviados especialmente para la muestra. La historia del archivo de Princeton merece una mención: a pocos años de la muerte de Alejandra, gran parte de su contenido fue enviado en barco a Francia para que le llegara a Julio Cortázar; una vez muerto también el autor de Las armas secretas, distintos guardianes de la obra decidieron que ese material fuera a la universidad estadounidense. Como aclara Evelyn Galiazo, curadora de la muestra y directora de Investigaciones de la Biblioteca Nacional, reunir y exponer material que pertenece a distintas personas e instituciones fue una gestión compleja, ya que implicó conversar con los distintos interesados. ¿Hubiera sido posible todo esto sin ese primer anzuelo que tiró Horacio González en 2008? No hay respuesta. Pero quien ande con ganas tendrá argumentos suficientes para fantasear con este intelectual sobrevolando una muestra que él mismo ayudó a empezar. No hay que dejar de remarcar la puntería de llamar “fondo” al archivo de la poeta que se despidió del mundo dejando escrito en su pizarrón ese mismo en el que acostumbraba a escribir sus poemas antes de pasarlos al papel un último verso: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”

 

Foto original. Anatole Saderman

 

A cincuenta años de la muerte de Alejandra, sus restos siguen enterrados en el cementerio judío de La Tablada. En el ya mencionado buscador de sepulturas de la web hay que buscarla como “Flora” (quien la busque como “Alejandra” no la va a encontrar). Pizarnik “descansa” en la misma sepultura que su padre, muerto un año antes, y a quien ella quería con locura. Esta sepultura compartida no es común: los rabinos confirman que es algo atípico, ya que se acostumbra a enterrar juntos a quienes estuvieron casados; que el hecho de que un hijo o hija comparta sepultura con su padre o madre es más bien raro. Por otro lado, quien busque información sobre la sepultura de Alejandra encontrará también que, en un cementerio privado que goza de empleados de seguridad, la tumba de la poeta suicida acostumbra a ser violentada. Nunca se pudo saber por quién. 

Los fans de la autora, tanto los nuevos como los viejos, llegan al edificio del arquitecto Clorindo Testa en caravana. Presentan documentos, pasan un detector de metales, suben en ascensor, caminan derecho, no les importa ninguna otra cosa. Conocen sus escritos de memoria, están entusiasmados, miran las fotos de la misma forma en la que ella decía que hay que mirar una rosa: hasta pulverizarse los ojos. Y durante meses podrán visitarla las veces que quieran, ver su letra, su vida privada, sentir que está viva. Mientras tanto, los restos siguen ahí, en el cementerio, que también es gratis y al que también puede ir cualquiera, no hace falta ser de la religión. Pero recordarla viva, escribiendo, pintando, aplicando a becas y marcando un libro detrás de otro es una opción diferente, que parece encajar mejor con alguien que entregó su vida (y su muerte) a la creación.

 

+ Alejandra Pizarnik. Entre la imagen y la palabra se puede visitar desde el 23 de septiembre de 2022 y hasta el 30 de abril de 2023 en la Sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional, de lunes a viernes de 9 a 21 hs. y sábados y domingos de 12 a 19 hs. Entrada libre y gratuita.

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Darío Sakkal

Es periodista, escritor y también hace masaje tailandés. Colabora en Revista Paco, Ponele e IndieHoy. Su libro de cuentos “No me quejo”, el primero de su trilogía hiperrealista ultrajudaica, fue finalista del Premio Ficciones en 2018 y espera tranquilo a ser publicado. En Twitter es @senseiformatear

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