Las amistades peligrosas

¿Cómo es una amistad barroca? ¿Cuántas peleas puede transitar una relación? ¿Qué se cifra en el nombre y en la muerte del otro? A través del cine y la literatura, Ana Regina narra cuatro vínculos intensos y predica a favor de seguir perdiendo el tiempo entre amigos.  


Claroscuros de la amistad

José Lezama Lima y Virgilio Piñera (Foto gentileza del portal On Cuba News)

“Sólo lo difícil es estimulante” decía José Lezama Lima, y bien podía referirse tanto a su labor poética como a su amistad con Virgilio Piñera. Entre ambos, la relación fue compleja, contradictoria, claroscura. Se conocen hacia finales de los años treinta, se escuchan, se leen, colaboran en revistas. En 1936, Piñera afirmará, con tono socarrón y cierta admiración, que Lezama se convierte en el enemigo público de la poesía cubana: cambia su rumbo, irrumpe como fuerza de choque. Dirá también que “su insaciable apetito metafórico es el equivalente poético a su apetito fisiológico”… Hasta que, claro, empieza a devorarse a sí mismo. En 1942, la relación estalla. Según las malas lenguas, los dos terminan a las piñas. Lezama acusa a Piñera de plagio, de querer hundir su reputación y asegura, con su característico aire altivo, que le ha dado “una soberana paliza”. Llega entonces el distanciamiento.

La aparición de Paradiso en 1966 abre la posibilidad del reencuentro. Piñera, rendido ante la magnitud de la obra, toma el teléfono y lo felicita: “no puedo estar peleado con el autor de esa novela”, le dice. Lezama lo invita a su casa de Trocadero 162 y le entrega un ejemplar dedicado. En una escena de la novela, escribe: “Tú y yo somos amigos porque estamos relacionados, nos acompañamos, nuestro diálogo está asegurado por la claridad y la oscuridad de los dos. Ni tu claridad intenta extinguir mi oscuridad, ni mi caos intenta dinamitar tu ordenamiento natural”. 

Aun en el desencuentro de sus poéticas —Lezama, barroco, católico; Piñera, irónico, existencial—, compartían una devoción inquebrantable por la literatura, por el lenguaje como espacio de exploración y riesgo. La amistad, entonces, fue más una zona de tensiones que de armonías. Un campo de fuerzas. La claridad y la oscuridad se entrelazaban. Entre Lezama Lima y Virgilio Piñera había una amistad barroca: hecha de luces y sombras, de choques y atracciones, de opuestos que se necesitan para definirse. No había unidad sin exceso, ni claridad sin sombra. El afecto y la confrontación fueron parte del mismo tejido: se admiraban, se desafiaban, se reconocían como figuras indispensables dentro del mismo paisaje y dentro de sí mismos. Así lo deja en claro Piñera ante la muerte de Lezama: “ahora que Lezama ha muerto estoy en disposición de revivirlo, el ser que convivió conmigo sigue en mí pese a su física desaparición”. Lezama Lima y Virgilio Piñera han muerto, pero es sólo una pausa en su devenir, pronto se podrán a conversar. No encima de las ruinas, sino del recuerdo “porque fijate: son ingrávidos/ y nosotros ahora empezamos”.

Yours in chaos

“Con la descabellada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y sacude y tironea al venado caído… se prendió en mí una visión, la imagen de un gran barco de vapor sobre una montaña”. El hombre, el barco y, alrededor, la naturaleza y su brutalidad, la jungla desbordante y amenazadora. Todo lo que rodea a la visión que se le impone a Werner Herzog es desbordante, imprevisible, abrumador. Tal vez por eso Fitzcarraldo (1982) haya debido ser refilmada con otro actor  —a pesar de tener ya un 40% del metraje—, tal vez por eso no hubo otro que pudiera encarnarlo. Herzog supo, como también lo supo Klaus Kinski: él y solo él podía acompañarlo en la conquista de lo inútil.

La primera vez que lo ve Herzog es apenas un niño. Lo recuerda gritando y golpeando paredes en una pensión berlinesa donde el destino los cruza por primera vez. El joven Kinski ardía incluso en la práctica: repasaba líneas una y otra vez, como un maniático. Personificaba esa frase de Laiseca: “lo que no es exagerado no vive”. Sus estallidos hiperbólicos y salvajes marcarán cada uno de los rodajes que compartieron. Quizás no los unía el amor sino el espanto.

Hay una postal clásica de ellos dos: Kinski sujeta del cuello a Herzog, la cara deformada de ira. La foto fue tomada durante el rodaje de Cobra Verde (1987), la última colaboración, la que terminó de romper el vínculo. En el documental Mi enemigo íntimo (1999), Herzog recuerda que durante la filmación de Aguirre, la ira de Dios, Kinski amenazó con abandonar el rodaje. El director respondió con otra amenaza; le pegaría ocho tiros si se iba y luego procedería a matarse.

En Woyzeck (1979), el protagonista mira a cámara: “Todo hombre es un abismo, te mareas mirando hacia dentro”. Como si hablara de sí mismo, Kinski pronuncia esas palabras y sabemos que no interpretaba personajes: se sumergía en ellos hasta perder el borde. Herzog lo ve, lo sabe, encuentra en él ese abismo fascinante. Lo recuerda como un cometa que se consume, un hombre cuya calidez podía transformarse en ira ciega, capaz de una ternura animal tan intensa como su furia. Si Kinski era un abismo, Herzog quería filmarlo desde la cornisa. En la pantalla Kinski juega con una mariposa. Suponemos que Herzog sostiene la cámara y sigue el baile del actor y el insecto que se posa en sus dedos, enfoca su cara. La mariposa vuela y Kinski sonríe en aparente calma. Hombre y mariposa ocupan nuestros ojos pero nuestros oídos escuchan la hermosa voz de Herzog en confesión: más de diez años después de roto el vínculo y otros tantos después de la muerte de Kinski, aún sueña con él. Sueña que le pasa la mano sobre los hombros, recuerda que estaban listos para hundirse juntos en cualquier jungla, cualquier río, cualquier abismo. ¿Herzog sueña a Kinski o Kinski sueña a Herzog?

La muerte y el nombre

“Una sonrisa sesgada”, dice Carlos Correas al evocar su juventud junto a Oscar Masotta, aquel hombre con el que descubrió la amistad pura. En los años cincuenta caminan lado a lado por las oscuras calles del barrio de Boedo. Sonríen, pero no se miran. Vislumbran, eso sí, media sonrisa de cada uno. Esa sonrisa sesgada que recuerda Correas quedará para siempre inconclusa: “con mi muerte, morirá la sobrevida o el sentimiento de aquella sonrisa socarrona que me venía de costado en una noche porteña”. Y es que cuando muere un amigo nuestras anécdotas y recuerdos quedan cojos, incompletos.

Correas y Masotta se conocen alrededor de 1953 a través de Juan José Sebreli: “Éramos tres primitivos indefinidos, vivíamos en círculos viciosos, y con la ambición de ser firmemente agraviantes y depredadores”. Serán amigos hasta casi la década del sesenta, cuando la amistad llegue a su fin: “Estimado Carlos: me he decido a escribirte. La amistad, como dijo Sartre, necesita también ser totalitaria. Nuestra amistad ha sufrido en cambio fuertes conmociones. Vos y yo ya no pensamos lo mismo, como antes como en los días más brillantes y límpidos que hemos sobrellevado como amigos. Nuestras vidas diferentes, nuestros compromisos distintos, nuestros proyectos cada vez más apartados de un mismo camino”. En 1991, doce años después de la muerte de Masotta, su ex amigo le dedicará un libro entero a su recuerdo.

Correas narra su amistad con una intensidad que encierra devoción pero también algo de resentimiento. Es un pacto vital cruzado por lecturas, charlas y caminatas que más tarde devino en distancia, crítica explícita y una acusación de oscura traición. En la época del yiraje frenético que compartieron, Masotta solía soñar con ser “inteligentísimos, bellísimos, cancherísimos y crudelísimos”. Y “putísimos”, agregaba Correas. “Escribir es escribirse”, dice en el prólogo de La operación Masotta. La historia de una vida es en realidad la historia de muchas vidas que se mezclan. Para Correas hacer una suerte de biografía de Masotta es escribir también parte de su propia vida y la vida del hombre de su vida.

En una de sus magníficas notas al pie, Carlos Correas aclara: “éramos muy circunspectos en nuestro modo de nombrarnos o de no nombrarnos. Excepcionalmente en cartas que formaban parte de las polémicas de juveniles o de sañudos ajusticiamientos o de simple cariño, aparecían los nombres de pila. Al hablar dos del restante del trío era siempre por el apellido. Entre nosotros, jamás, que yo recuerde, nos nombrábamos. Es ahora cuando le digo ‘Oscar’ a Masotta”. ¿Por qué tuvieron que pasar veinte años para que Correas pudiera nombrar por su nombre de pila al hombre que fue su amigo? ¿Qué tuvo que pasar en ese interín? ¿Qué cambió? La respuesta parece estar en la ausencia. No es suficiente con recordar al Masotta público, al de todos. Esa biografía —que es una autobiografía— es la forma que encuentra Correas de recuperar aquella intimidad perdida. Masotta se transforma en Oscar y se vuelve más parte de él: “Muerto Masotta se reencarna y se extiende a través de años de nuestra historia”.

Coda: Perdiendo el tiempo

El paisaje es hermoso y desolador al mismo tiempo. Hay una sensación de vacío que se cierne sobre una isla en los años veinte. Un hombre pasa a buscar a su amigo para ir al mismo pub al que han ido toda su vida, pero algo está quebrado. 

Consciente de su avanzada edad, Colm Doherty le dice a Pádraic Súilleabháin que siente que el tiempo se le está escurriendo y que necesita dedicarse a su música. Tiene que enfocarse en la composición de su obra, de su legado, aquello por lo que será recordado. Pádraic no entiende, le pregunta si se está muriendo, si siente el peso de la muerte acechándolo. Colm le dice que no, que sólo no quiere pasar más tiempo escuchando las tonterías que le cuenta a diario, como si la presencia bondadosa pero sencilla, predecible y sin ambiciones de Pádraic fuese una pérdida de tiempo, que lo frena de alcanzar su objetivo. 

Veo The Banshees of Inesherin (2022), dirigida por Martin McDonagh. ¿Estar con amigos es perder el tiempo? ¿Cuánto tiempo nos queda y cuál es nuestro legado? Pienso en las horas que he pasado con mis amigos y amigas haciendo nada, charlando sobre temas banales, triviales. Escucho una voz que canta: “If I could have it back/ All the time that we wasted/ I’d only waste it again/ If I could have it back/ You know I’d love to waste it again/ Waste it again and again and again”. 

Quince años atrás Arcade Fire le regaló al mundo The Suburbs, una oda a la nostalgia, una exploración de los recuerdos de los años adolescentes en un suburbio y una declaración de principios. Por mucho que a veces nos quejemos, si se nos diera nuevamente el tiempo dedicado al ocio en el pasado volveríamos a gastarlo, a disfrutarlo de la misma e insignificante forma. Me veo fascinada por la deriva del álbum, mientras escucho esa melancolía por los días que fueron y no volverán. Camino por una avenida con un amigo, es una noche fría, claroscura. Caminamos treinta, cuarenta cuadras. Pienso en Correas. Discutimos sobre la producción literaria, no nos ponemos de acuerdo, peleamos. Sabemos que a veces somos Herzog y Kinski. Caminamos pero no vamos a ningún lado. Caminamos y el tiempo pasa. Finalmente nos despedimos y vuelvo a Los Suburbios donde vivo. Dejo por escrito la escena. ¿Para que no se pierda? ¿Para ganarle a Colm Doherty? ¿Realmente estuvimos perdiendo el tiempo? You know, I would love to waste it again.

Últimas notas