Con motivo de su cumpleaños número 78, celebramos la obra del director, actor y escritor nacido en Múnich a través de tres textos que, desde el descubrimiento, la lectura y la crítica, abordan su trabajo cinematográfico y literario de más de cinco décadas (entre largometrajes de ficcion y documental, cortos, trabajos para televisión, óperas y diarios de filmación y viajes).
El éxtasis de la verdad
Por Gabriel Reymann
La experiencia estética pre-internet es un cúmulo de archivos mentales y físicos tan inútiles (guardar por si las dudas) como formativos. Mi mapa herzoguiano, previo al hallazgo de sus películas en el canal Europa Europa, se compone de citas en contratapas de comics (Lorenzo Mattotti preguntándose cómo expresar en Fuochi lo que veía en las películas de Herzog o Tarkovski), alusiones por parte de Catupecu Machu en el Sí! de Clarín –el relato de cómo vieron durante la grabación de su disco Cuadros dentro de Cuadros una película de un tipo que intentaba subir un barco por una montaña – y, en el medio de todo ese archivo, dos artículos en distintas revistas que, leídos uno después del otro, podrian dar una summa estética del director alemán. Anuario de Página 30, 1990. El por entonces en boga Wim Wenders comparte el cuaderno de bitácora de producción de su documental Tokyo-Ga, y detalla un encuentro con Herzog, quien le suelta un monólogo acerca de la poca cantidad de “imágenes libres” existentes. El director de Fitzcarraldo habla de la necesidad de imágenes puras que se correspondan con nuestra civilización y nuestro ser profundo, de cómo iría volando a Marte o Saturno (sic) de ser necesario para dar con esas imágenes. Fast forward a diciembre 2012, revista Haciendo Cine, número 132: desgrabación de una masterclass del cineasta en Río de Janeiro. Disparando contra la –según él– imposibilidad del cinema verité, Herzog dice que intenta articular un “extásis de la verdad”, dar con un tipo de imagen(es) que vayan más allá de nuestra concepción normal y proporcionen una iluminación, sí, al espectador.
El peregrinaje –físico, fílmico– de ya más de cincuenta años revela el carácter utilitario de los elementos constitutivos de su filmografía: sea una película de ficción o un documental con borrosas fronteras entre realidad y fantasía, el objetivo final es compartir el deleite de la visión de locos, idiotas y su diálogo con la Naturaleza. Hay que detenerse a observar al escultor de madera dando saltos mortales.
Werner, el desesperado
Por Natalia Gelós
Esa vez fue en noviembre de 1974: Herzog contra el mundo, o hacia él, de nuevo en busca de algo que siempre es lo mismo y siempre es diferente. En esa oportunidad, ambicioso, iba contra la muerte, la de su amiga alemana, la crítica y escritora Lotte H. Eisner, que agonizaba en París. “Eso no podía ser, no en este momento, el cine alemán aún no podía prescindir de ella”, dijo él y empecinado, maniático, más ambicioso que Dios, no dudó en hacer el primero de miles de cientos de pasos que romperían la distancia que lo separaba de su amiga. Él estaba en Alemania, pero ella no moriría, no hasta que él no llegara si lo hacía así, a pie, con la fe de los desesperados. Ella aguantaría. Él la haría aguantar. Viviría si él caminaba a su encuentro. “Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña”, anotó Werner, hombre a la intemperie, el 23 de noviembre de ese año. O pensó, o dictaminó. Como sea, avanzaba. Ya lo conocemos. Herzog no se anda con chiquitajes.
¿Qué es Del caminar sobre hielo (Entropía, 2015)? ¿Diario de viaje, manual de magia, cuaderno de contemplación o meditación? Es un Herzog puro, con ese ojo que enfoca donde todos apenas sobrevolamos, con esa pausa a destiempo, que llega cuando el huracán no está en el suelo. Es un libro pequeño y sutil. Un capricho que no pensó en primera instancia como algo más que un registro de viaje en días así. Herzog se vuelve Jack London en la nieve, un explorador que describe el paisaje. Se vuelve uno más de sus personajes, un hombre contra la naturaleza o el destino. El libro es eso: su respirar. Tomalo o dejalo. O encandila o exaspera. En las páginas pasan la Selva Negra, el bosque, unos niños jugando, pasa el dolor, el frío que pega, las tormentas, el sol, a veces. ¿No es acaso el mismo Herzog que corre tras un loco por los osos en Grizzly Man, tras un volcán en La Soufrière, tras esos japoneses que fabrican el amor y otros afectos en Family Romance, LLC? Un viaje en línea recta desde Múnich a París. Un diario de veintiún días en los que lo seguimos por el frío, guiados por esa luz que solo él ve al final del camino, como un niño, un viejo loco (aunque entonces tenía treinta y dos años) que mueve las piernas en la nieve.
El viento agita el bosque allá afuera. A esta mañana la noche le llegó ahogada en olas frías y grises. Me fascinan enormemente los paquetes de cigarrillos a la vera del camino, sobre todo cuando no están estrujados; se hinchan con facilidad, adquieren algo de cadáveres, los bordes ya no son tan marcados y el celofán se empaña por dentro; es el vapor que se condensa en gotitas de agua por efecto del frío.
¿Cómo le estará yendo a Lotte Eisner? ¿Vive? ¿Avanzo con la suficiente rapidez? Creo que no.
Apostillas sobre WH
*Por Eduardo A. Russo
El caminante solitario
Algunas imágenes insistentes, inevitables, al pensar en Herzog. Algunas son de su biografía. Una infancia rural, con tardío conocimiento del cine y hasta de artefactos contemporáneos como el teléfono. Una adolescencia en búsqueda, tanto espiritual (hijo de ateo, breve y rabioso converso al cristianismo hacia los quince años) como física (de ese período proviene su inclinación por el viaje a pie a lo largo de continentes enteros, afición que le dura hasta el presente). Una adultez joven y desmesurada, en la que el cine ocupa un lugar central, tanto como para fundar su propia productora a los veinte años. Luego de más de cuatro décadas de carrera, Werner Herzog sigue siendo incómodo para toda categoría.
La línea de sombra
Otro de sus rasgos salientes hace a la condición atípica de su filmografía, que borra las distinciones usuales entre films argumentales y documentales, o, en e! interior de cada uno de ellos, entre ficción y realidad. La zona intermedia en la que crecen sus películas –desafiando las separaciones acostumbradas entre dos ámbitos, dejando asomar una condición enigmática– puede deberse a lo que el mismo Herzog llama una «falla de comunicación». Cierta perseverancia en hacer que la cámara registre literalmente lo pasmoso y que esa experiencia sea restituida al espectador. Como si cada ficción fuera un documental de su propio rodaje, como si cada documental permitiera que la realidad se manifieste como una construcción ficcional y, al desmoronarse, dejase ver su naturaleza alucinatoria o el despunte de algo tan real como intolerable.
Ya que evocamos este párrafo con el título de una novela clave de Conrad, resulta inevitable concluir que eso real que acecha en cada film de Herzog se ubica en lo que aquél definía como el corazón de las tinieblas.
Horror y fascinación del abismo
Durante largo tiempo el cine de Herzog pareció corresponder a cierta estética romántica. Su sentido del paisaje (hay quien lo ubica, únicamente acompañado por John Ford, como el más grande cineasta de exteriores de toda la historia) hace que la emoción se eleve de la contemplación absorta de escenarios de grandeza arrebatadora. La selva amazónica contemplada por Kinski en Fitzcarraldo, los espejismos desérticos de Fata Morgana. Entre la trivia herzogiana se consigna que es el único director de largometrajes que filmó en todos los continentes. En cada rincón del mundo no deja de buscar, preguntando: ¿dónde están las imágenes verdaderas, las que corresponden a nuestro tiempo? Para él, esta es la era de la imagen arruinada, cuyo epicentro son los comerciales de TV. Pero a no engañarse: su poética, si bien se asoma a lo abismal del paisaje romántico, no se inscribe en la idea del artista propia del romanticismo.
Filmar es una acción física
Más allá de todas las referencias a la alta cultura que se le hayan atribuido, hay en Herzog una particular inclinación por lo «bajo», un apartamiento de la figura del genio creador y una predilección por las formas más manuales del trabajo artesanal. Así como repite que el cine proviene del circo, de las ferias ambulantes, y no del arte o las academias, para él las películas salen más de las manos que de las cabezas. No se entienden sus films sin tomar en cuenta esta dimensión física, de combate cuerpo a cuerpo que es para Herzog el cine. Hacer una película como deporte extremo, expuesto al desastre. Lo más curioso es que con ese grado de riesgo haya tenido tan pocas catástrofes.
Fuera de la historia
Los héroes de Herzog manifiestan esa hybris, el exceso que en la tragedia clásica acarreaba toda desdicha. Pero no los mueve el afán de poder sino una potencia relacionada con la necesidad de sobrevivir, en íntima confrontación con la muerte. Por eso largamente anduvo Kinski en el medio. Y esos héroes (Bruno S., el pequeño Dieter, incluso el inverosímil Tim Treadwell, que era un personaje de Herzog sin saberlo) son un manifiesto por cierta anormalidad, apta para enfrentarse, en su falta de proporción, a eso que la estética ha denominado lo sublime. Pero un sublime que se coteja con lo irrisorio: los personajes de Herzog proponen una dialéctica de lo inmenso y lo pequeño como partes de una misma cosa. A diferencia de otros cineastas alemanes de su generación, la historia no es un escenario donde se mueva con solvencia, sino que busca el territorio del mito, o al menos cierto anacronismo, que se corresponde con el desplazamiento geográfico de sus films. Siempre abriendo otro tiempo, otro lugar.
Sobreviviendo a la leyenda
En los últimos años Herzog no deja de sorprender. Desdeñando cualquier entronización como genio del cine, pone el cuerpo como actor, filma documentales como Grizzly Man (2005) o extrañezas absolutas como The Wild Blue Yonder (2005) (que no obstante manifiesta íntimas correspondencias con films tempranos como Fata Morgana) con imágenes mayormente ajenas, retorna lo filmado por otros y lo comenta, imprimiendo un nuevo sentido a lo visto. Siempre con esa ambivalencia ante la naturaleza que fascina y en la que no deja de acechar la amenaza de destrucción, con esa extrañeza fundamental que para él acecha en el mundo visible, Herzog es uno de los mayores antídotos que el cine hoy puede ofrecer, tanto contra su captura por la imagen mercancía como contra la cristalización académica, la tranquilidad del patrimonio.
*(Publicado originalmente en la revista El Amante, noviembre de 2007).