Una guía a cargo del escritor Diego Cano para entrar al mundo violento, corporal y carioca de uno de los narradores brasileños más importantes del siglo XX, del que en 2025 se cumplen cien años de su nacimiento. “El efecto es devastador justamente por eso: el mal no es extraordinario, está integrado a la vida cotidiana y ni siquiera necesita explicación”.
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Rubem Fonseca (1925-2020) fue uno de los narradores más influyentes de Brasil: directo, violento, urbano, y muy incómodo. En la Argentina circula poco, o directamente no circula, algo que no sorprende si se tiene en cuenta la sostenida ignorancia que suele haber acá respecto de la literatura brasileña, incluso de sus nombres mayores. Aun así, su importancia es enorme. Trabajó el cuento con una mezcla de precisión y brutalidad que marcó a varias generaciones. Nada solemne, nada acartonado: la frase justa, el golpe seco, la ciudad como fondo inevitable. La elección de cinco cuentos no busca armar un ranking, sino apenas ofrecer un punto de entrada a su literatura.
Entre el humor y el horror
Pero antes, una breve introducción al mundo de Rubem Fonseca debería señalar que en sus relatos aparece una estética reconocible: ritmo rápido, escenas breves, diálogos secos, situaciones límite narradas sin énfasis. Río de Janeiro funciona como escenario moral más que geográfico: una ciudad atravesada por la desigualdad, y que nadie, hasta Fonseca, había descripto con tanta claridad en su clasismo brutal, ese contraste permanente entre la favela y los shoppings de Barra da Tijuca o de Leblon. El autor de Agosto la capta con una precisión que incomoda.
Muchos señalan cierto progreso en sus narradores a lo largo del tiempo, o al menos una deriva hacia espacios más abiertos, una mayor presencia de la calle y una inclinación creciente por el humor y la ironía. Por sobre todo en Fonseca siempre me atrajo algo más que su supuesto realismo feroz: esa mezcla incómoda entre humor y horror que aparece en los momentos menos esperados.
Algo que casi no se menciona, y que para mí es decisivo, es la manera en que Fonseca logra que el lector entre en la cabeza del violento. Esa operación recuerda al mejor policial negro norteamericano, en especial a Jim Thompson, que llevó la primera persona del criminal a un nivel de incomodidad pocas veces igualado. Fonseca no escribe como Thompson, el ritmo es otro, pero usa un procedimiento similar: dejar que la voz del violento conduzca la historia sin filtros. Lo importante es que el autor brasileño modifica ese recurso, lo desplaza y lo envuelve con la realidad social de Brasil, donde la violencia no funciona como excepción sino como clima general. Ese cruce entre la tradición norteamericana y la experiencia urbana, clasista de Río es uno de sus aportes más fuertes al cuento latinoamericano.
En Fonseca el cuerpo no funciona como soporte del crimen ni como detalle añadido; en muchos casos es lo que organiza la narración. Una herida, un gesto mínimo o un cuerpo expuesto al maltrato marcan el ritmo de cada escena. Esa materialidad hace que la violencia nunca quede como un tema aislado, sino como algo que se vive dentro de su literatura. Fonseca no impone una voz que teoriza ni ensaya sobre la violencia: la narra encarnada en los cuerpos. Y ahí aparece con claridad cómo su escritura va más allá del relato violento. Hay una forma de mirar y de contar que nace del cuerpo.
La condición de marginalidad está presente en la mayoría de sus personajes, tanto en el modo de vida como en los conflictos que los atraviesan. Esa marginalidad se juega también en la representación del cuerpo: cuerpos golpeados, expuestos, deseados, cuerpos que funcionan como límite y como lenguaje. El cuerpo nunca es pasivo; siempre aparece tensionado, maltratado, usado, observado con frialdad. Es bien sabido que se hizo conocido como cuentista y como narrador policial, que alcanzó un público amplio al revitalizar un territorio que hasta su irrupción no ocupaba un lugar central en la literatura brasileña.

Cinco cuentos
«Feliz Ano Novo» es quizás su cuento más emblemático, y uno de los mejores, seguramente el más reconocido. Ese reconocimiento se basa en una violencia cruel, explícita, mezclada con un humor negro, bien negro, y despiadado. La escena del asalto, narrada en primera persona, concentra todo lo que vuelve único a Fonseca: un lenguaje coloquial, frases cortantes y una brutalidad que se vuelve casi ridícula. Una vez más, como en otros cuentos de Fonseca, la primera persona es la del delincuente. La novedad está en ese lenguaje directo, sin retórica, que convierte la violencia en algo grotesco y casi absurdo.
El líder de la banda se ofende por un comentario del asaltado y le pega un tiro en el corazón solo para ver si queda pegado a la pared. El humor es sórdido, incómodo, y eso lo hace inolvidable. La crítica suele vincular ese efecto con ciertas formas grotescas que Fonseca maneja como pocos: la escena es feroz pero también absurda, y esa combinación sigue funcionando medio siglo después. Además, en esa coloquialidad aparecen onomatopeyas y deformaciones orales —pum, tcham, porra— que recuperan la lengua de la calle, como si alguien estuviera contando el crimen en la esquina. Como siempre, Fonseca tiene en este cuento un nivel de singularidad y detalle en cada escena que hace avanzar la narración como una sucesión de imágenes, y eso, por lo menos para mí, es muy gratificante como forma para el lector. Nada se explica, no hay reflexión, y no hay moral evidente. Esa capacidad de unir violencia y humor negro, sin solemnidad, es lo que hace de Feliz Ano Novo un cuento central en la literatura latinoamericana y que al mismo tiempo generó tanta incomodidad al momento de ser publicado.
El libro que contenía este cuento dinamitó la calma hipócrita de la dictadura militar brasileña que lo terminó prohibiendo. Lo llamativo es que después de cincuenta años su escritura sigue teniendo una fuerza vital intacta. Feliz Ano Novo (1975) fue prohibido por la dictadura militar brasileña a través del Departamento de Censura de Diversões Públicas, acusado de “ofender la moral y las buenas costumbres”. Difícil pensar en elogio más justo: este cuento es sin lugar a dudas la radiografía de una sociedad podrida, narrada por Fonseca sin piedad.
«O Cobrador» despliega el resentimiento social sin intermediarios. El personaje no quiere justicia ni reparación: quiere ajustar cuentas, “cobrar”. El cuento empieza in media res, como ocurre en gran parte de la obra de Fonseca: Na porta da rua, uma dentadura grande. Embaixo, escrito: Dr. Carvalho, dentista. Una imagen, una acción y el relato ya está en marcha. Ese modo de presentar escenas y personajes —a partir de detalles sensibles, concretos, sin explicación previa— muestra lo literario en Fonseca en un sentido fuerte: no hay narrador sociológico que guíe la interpretación, la narración avanza por el propio impulso de la acción.
Este cuento lleva al extremo el procedimiento de narrar desde la voz del delincuente, y ahí es imposible no pensar en el hardboilednorteamericano, sobre todo en Jim Thompson, que también construía relatos enteros desde la lógica criminal. Pero la diferencia es decisiva: Thompson exhibe al psicópata sin consuelo; Fonseca lo vuelve poeta, literalmente poeta. En medio del cuento aparece un poema escrito por el asesino, una escena que desarma cualquier lectura plana del realismo feroz: el criminal se vuelve sujeto lírico. Esa ruptura —un asesino que escribe versos— no es un capricho formal, sino una intervención literaria que distingue a Fonseca dentro de la tradición negra. La crítica ya señaló que el poema tiene algo “oswaldiano”, un guiño a Oswald de Andrade, como si Fonseca injertara la vanguardia moderna brasileña en la mente de un homicida. Ahí se ve, con claridad, que Fonseca no escribe solamente relatos de resentimiento social, sino narraciones que exploran la forma y desmontan la idea de que el realismo feroz agota su estética.
El cuento incomoda justamente por eso: la voz criminal está tan trabajada que se vuelve casi razonable, con una autojustificación moral que la hace más perturbadora. La prosa directa, sin introducciones, consigue que el relato sea ágil y brutal a la vez. Y deja una certeza incómoda: no todo escritor policial se anima a que el asesino escriba poesía en medio del crimen. Como no podría ser de otra forma, el cuento transcurre en Río de Janeiro.

«A arte de andar nas ruas do Rio de Janeiro» funciona casi como el reverso luminoso de los cuentos violentos: un hombre deambula por la ciudad, observa, toma nota mental de lo que ve y convierte esa deriva en una forma de vida. No solamente por el tema opera como contrapunto, sino también por su forma: en este cuento la voz es más ensayística, una voz que indica lo que sucede y lo que le pasa al personaje. No es el personaje en acción lo que organiza el relato, sino el narrador que piensa mientras camina. Es una voz narrativa más tutelar. Y aunque a mí ese tipo de voz no me interesa especialmente, lo incluyo entre los cinco cuentos fundamentales justamente porque muestra que Fonseca puede construir el relato desde otro lugar. Río de Janeiro aparece aquí sin el crimen explícito, pero con la misma materialidad de siempre. El arte de andar en las calles de Río de Janeiro no es simplemente caminar, sino mirar: observar, perderse sin rumbo en una ciudad agitada y violenta, estar atento, o como se dice hoy en el jeitinho carioca: atividade.
Es el único cuento de esta lista que observa. Y su inclusión demuestra que Fonseca no es solo violencia, también puede narrar la experiencia urbana sin disparos ni cuchillos, solo con la mirada.
«Passeio Noturno 1 y 2″ es el cuento más breve y más cruel de los cinco. Un ejecutivo de clase alta sale de noche a manejar sin destino. La narración sostiene durante páginas la calma y la rutina. Todo está contado con una simpleza inquietante: un hombre exitoso que vuelve del trabajo, cena en familia, se sube al auto y prende la radio. Pareciera que nada lo amenaza. La forma del cuento reproduce esa tranquilidad. La violencia aparece como interrupción: un volantazo, un cuerpo atropellado, la aceleración. Nada más. Fonseca no escribe la escena para generar culpa o moraleja; todo está escrito con la misma frialdad con la que el protagonista limpia la parrilla después de comer. El efecto es devastador justamente por eso: el mal no es extraordinario, está integrado a la vida cotidiana y ni siquiera necesita explicación. Es quizá el cuento donde mejor se ve la capacidad de Fonseca para unir forma y contenido: una escritura limpia, directa, que apenas deja respirar por la naturalidad de la violencia sin adjetivos.
En «Lúcia McCartney», la violencia se desplaza al costado íntimo. Lúcia, prostituta adolescente, vive una relación ambigua con uno de sus clientes. No hay sentimentalismo ni miserabilismo: hay una mirada precisa sobre el vínculo, la fragilidad, la dependencia económica y el deseo. El cuento está construido en ocho partes breves, con cartas, diálogos directos y diálogos supuestos, como si fuera una novela corta recortada en fragmentos. Esa forma entrecortada, ese modo de cortar la escena sin explicarla, revela una búsqueda formal muy clara que supera cualquier etiqueta de “realismo feroz”. Fonseca trabaja ese registro sin exagerar, sin dramatizar, mostrando cómo la violencia puede ser también estructural, cotidiana, no necesariamente física, y cómo la forma misma del relato sostiene esa tensión.
Estos cinco relatos permiten ver su mundo sin necesidad de teoría: una literatura que incomoda, que no disimula la violencia y que encuentra en Río de Janeiro el escenario perfecto para mostrarla sin filtros. Y esa forma, seca y frontal, sigue funcionando hoy con la misma fuerza de siempre.