Junto a su pareja, el húngaro André Ernö Friedmann, durante la Guerra Civil Española fueron una sola persona: Robert Capa, seudónimo que se convirtió en leyenda del fotoperiodismo y no siempre la incluyó a ella. A 89 años del comienzo de uno de los conflictos trascendentales del siglo XX, recorremos la breve e intensa vida de la gran fotógrafa alemana.
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Es la foto de una chica en la cama del hospital de campaña, en blanco y negro, pero con una nitidez que permite distinguir dos hilitos de sangre: bajan desde su boca y su nariz. La mano del médico, menos aplicada a contener la hemorragia que a una limpieza piadosa de la piel, oculta para el espectador el rostro de la paciente. Podría tratarse de un herido de guerra más. Tomada en 1937, la fotografía recién se hizo pública en 2017, cuando el hijo de aquel médico que limpiaba la mejilla de la chica la subió a Twitter, después de haber hallado por casualidad, en su reverso, esta leyenda: “Frente Brunete, junio 1937 (en Torrelodones). La mujer de Capa = de Ce Soir de París, asesinada en Brunete”. Descubrió que la chica era Gerda Taro, la mujer de Capa, de Robert Capa, el famoso fotógrafo de la Guerra Civil Española. Pero Gerda Taro también era Capa: ella y su compañero, el húngaro André Ernö Friedmann —dos europeos judíos—, habían inventado ese seudónimo para vender sus imágenes a los principales medios del mundo.
Si una foto no es suficientemente buena es porque no estabas suficientemente cerca

Gerda Taro encarnó esa máxima del fotoperiodismo y arriesgó demasiado. Un tanque de guerra la arrolló a pocos kilómetros de Madrid. Con la noticia de su muerte, tres personas tomaron el tren para buscar su cadáver en Tolouse: Paul Nizan, escritor y filósofo amigo de Sartre; Ruth Cerf, compañera de cuarto de Gerda en París, y su enamorado André, que para entonces ya se había apropiado del alias —Robert Capa— y de las fotos sacadas por ambos bajo aquel nombre falso y se convertiría en el mejor fotógrafo de guerra de su tiempo.
El viaje fue espantoso. Capa se la pasó sollozando, balbuceaba palabras en húngaro. A Ruth le costaba descifrarlo: ya no distinguía cuándo era real y cuándo era su personaje. Y Paul Nizan, atrincherado detrás de una pila de diarios, en 1931 había escrito, en el comienzo de su relato autobiográfico Adén Arabia, la frase que prefiguraría este presente trágico que les tocaba vivir: “Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Gerda Taro había muerto a los 26.
La chica de la Leica

Fueron 26 años muy intensos. Nacida en Stuttgart en 1910 como Gerta Pohorylle, desde chica militó en la izquierda, se afilió al Partido Comunista y apoyó los reclamos de los trabajadores en las fábricas. En 1933, las SA (sección de asalto del incipiente partido nacionalsocialista alemán) dieron vuelta su departamento en Berlín y se la llevaron detenida por su actividad sindical.
En París vivió en una piecita miserable, trabajó como mecanógrafa, tuvo un aborto (“Mierda, me quema…¡La próxima vez nazco varón!”). Medía un metro cincuenta, llevaba el pelo corto y la boina de la bohemia francesa, tenía cejas finísimas como Marlene Dietrich, era ambiciosa, encantadora, fumaba cigarrillos Muratti hasta que se enteró de que la fábrica de Kreuzberg que los producía explotaba a sus obreros. Deslumbraba a sus parejas, a sus amantes, a escritores y artistas. A John Dos Passos se lo cruzó en un hotel y lo dejó pasmado con su comentario: “Sus novelas producen el efecto de una orquesta de la revolución sonando al ritmo del hot jazz más desenfrenado”.

La historia de amor entre ella y Robert Capa duró dos años, repartidos entre París y España, entre el Café du Dôme y los bombardeos. Juntos cubrieron la llegada de los falangistas a Málaga, el cerco de Madrid, la victoria de Río Segre. Ella fue su compañera de militancia y de vida y la creadora del seudónimo; fue su agente en las sombras, su socia más temeraria, sus ojos en las trincheras. El tiempo se encargó de demostrar que era mucho más que “la mujer de Capa”. Convirtió la fotografía en medio de vida, gesto de resistencia y forma de arte. Como un soldado con sus armas y municiones, ella cargaba al hombro por kilómetros la cámara fotográfica —la Rolleiflex y, más tarde, la Leica III cromada—, la cámara de cine y el trípode. Muchos negativos llevaban su firma: Taro. Pero las fotos más célebres, publicadas en su momento por Regards,Picture Post, Ce Soir y, por supuesto, Life, fueron firmadas Capa, a secas. Imágenes icónicas de la Guerra Civil, como la famosísima y controversial Muerte de un miliciano, durante mucho tiempo atribuidas a él, hoy sabemos que quizás hayan sido tomadas por ella.
Las que fueron recuperadas con la firma de Gerda prueban que estamos frente a una fotógrafa extraordinaria: el perfil recortado contra el cielo de una miliciana, la rodilla sobre la tierra, el cuerpo agazapado y tensionado como un arco en cuyo extremo asoma la pistola empuñada con una mano: concentración de francotiradora, pura ferocidad y elegancia. Dos republicanos trasladan a un tercero en la camilla abriéndose paso a través de un camino pedregoso rodeado de arbustos; en la toma, los hombres salen de espalda, cascos puestos y rostros hacia el frente, mientras que el de la camilla aparece boca arriba, con la expresión facial tallada por el rigor mortis.
Había muerte en las fotos de Gerda, muertes terribles: niños, cadáveres mutilados, rostros desfigurados. Pero también había brigadistas distendidos, hombres y mujeres sonriendo a la cámara que apoyaba su causa. Era la intimidad de la guerra contada por una de los suyos. Una foto muy triste y muy bella de Gerda Taro captura el momento en que una mamá y su hijo huyen a pie por un camino de tierra. Ella aguanta el peso plomo de una valija de cuero sobre el hombro, el niño se aferra a las faldas del vestido y camina con la seriedad de quien ya dejó atrás la infancia.
Contra el olvido

En su novela biográfica La chica de la Leica (Tusquets Editores, 2019), Helena Janaczek reconstruye la vida de Gerda Taro a partir de tres personajes atormentados, desbordados por su recuerdo. Willy Chardack, médico refugiado que trató a Gerda por una erupción cutánea (tenía pulgas en el colchón) y se enamoró locamente de ella. Su roommate, Ruth Cerf. Y George Kuritzkes, miembro de las Brigadas Internacionales y amante de Gerda, a quien algunos señalan como el verdadero amor de su vida, por encima de Capa, porque con André/Robert el amor se contaminó de celos y competencia de egos.
Sorteadas ciertas expresiones horripilantes de la traducción española —“desbrozos friables” (pág. 98), “pedrejón” (pág. 106)—, La chica de la Leica se lee como la novela bien documentada de una aventura fascinante: la aventura de un equipo de fotoperiodistas que cambiaron para siempre la historia de la fotografía de guerra.
El libro recupera la atmósfera de una época vibrante: militancia antifascista, París como centro cultural del mundo; Hemingway, los surrealistas, Bertolt Brecht (Gerda conocía a su mujer, Helene Weigel), Max Ophüls (otro judío con nombre falso: Max Oppenheimer). Desde el presente de tres personajes que amaron y admiraron a Gerda Taro, Helena Janaczek repone su figura sin descuidar los pliegues de una personalidad compleja. Por ejemplo, la actitud gélida de Gerda frente a la muerte de los otros, el desapego afectivo con los de su círculo íntimo. “Es fácil sentirte invulnerable cuando los demás te importan tan poco”, piensa Ruth Cerf.

El filósofo italiano Giorgio Agamben se refiere a la fotografía como una especie de dios cotidiano que nos preserva del olvido:
“Las fotografías dan testimonios de los nombres perdidos y exigen que los recordemos, como el libro de la vida que el nuevo ángel apocalíptico —el ángel de la fotografía— tiene en sus manos al final de los días, es decir, cada día”.
Gerda Taro, ángel de la fotografía. La historia —o el azar o el tiempo o el avance del feminismo o todo eso junto— la rescató tarde, muy tarde del olvido. Había sido enterrada en París. Por encargo del Partido, Alberto Giacometti esculpió un Horus en su lápida, dios egipcio de los cielos con forma de halcón. Cuando frente al avance de los nazis Robert Capa huyó de París, en 1939, no visitó el Père Lachaise, no le dedicó unas últimas palabras, no dejó flores en su tumba. Pero se llevó con él todas las fotografías en las que estaban juntos.