La relación de los marplatenses con los turistas alcanza su pico de tensión en el verano. Durante los tres meses que dura la temporada alta los habitantes de la ciudad balnearia argentina por excelencia muestran su cara ambigua y perversa con los visitantes.
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Por Elisa Carricajo*
Hace unos años, en la entrada a Mar del Plata por la Ruta 2, un enorme cartel que cruzaba la ruta de lado a lado decía: “Bienvenidos a Mar del Plata: Capital Nacional del Pulover”. Pulover, así, castellanizado. Me daba cariño cruzar ese cartel hacia esa enorme y compleja ciudad, que se autoproclamaba el poco disputado título de “Capital Nacional del Pulover”. Duró poco el cartel. Tal vez hayan entrado en tensión los textiles con los fabricantes de hipocampos del tiempo por querer ser ellos mismos los reyes de la ciudad y colgar un cartel en la entrada que dijera “Bienvenidos a Mar del Plata: Capital Nacional del Souvenir Bizarro”. Podría ser. Todos se creen los dueños de ese lugar. Mar del Plata como territorio simbólico es ante todo un terreno de disputas. Es de todos y no es de nadie. En su forma actual pueden verse, como en un collage, las fantasías de grupos distintos y hasta incompatibles entre sí. La historia fue dejando fragmentos de los sueños de todos los que pensaron en ese lugar como su lugar de esparcimiento. La casa de Victoria Ocampo, los hoteles de los sindicatos en el centro, Punta Mogotes, el bowling Sacoa; no son más que diferentes formas de concebir lo que es el descanso. Las vacaciones. El esparcimiento.
Mar del Plata en enero es el infierno de bocinas y playas rebalsadas de gente, y los programas de chimentos, y el olor a bronceador en todas partes, y los turistas que andan en malla por el centro de la ciudad. Pero la temporada es breve, apenas dos meses en todo un largo año. El resto del tiempo Mardel parece ser una especie de cáscara vacía, un lugar con demasiado espacio para los que la habitan. Sin embargo, haciendo justicia al tiempo que dura una cosa y la otra, podría decirse que eso es la ciudad. Lo otro es circunstancial, transitorio. Mar del Plata es la mayor parte del año una ciudad del Interior, con un tiempo, un ritmo y unos criterios espaciales totalmente diferentes a los de la Capital. Y es una ciudad grande: tiene más de 600 mil habitantes. Seiscientas mil almas que habitan el terreno soñado de los otros, esas capas geológicas de sueños superpuestos que dejaron como saldo la ciudad que es hoy.
Nadie ignora que el hecho de ser una ciudad turística afecta y hasta moldea a los que viven allí. El carácter del marplatense está forjado al calor de esta dinámica de llenarse y vaciarse de la ciudad. Obviamente no todos viven del turismo y, sin embargo, de alguna manera, todos viven del turismo. “La ciudad” vive del turismo. Esto genera un vínculo ambiguo con los visitantes, perverso. Se los necesita y se los odia por igual. Se los desprecia en cualquiera de sus formas y clases sociales. Se los critica hasta decir basta.
Los turistas parecen ignorar este deprecio, ignorando básicamente al marplatense mismo. La forma de vivir la ciudad del turista nunca es la del habitante de la ciudad. “Los porteños”, como se llama genéricamente al turismo veraniego, a pesar de estar de vacaciones, suelen estar más apurados que los habitantes de la ciudad. Imponen un ritmo, se comportan a sus anchas. Nada más lejos de aquel viejo refrán que aconsejaba “a donde fueres haz lo que vieres”. Pues no, todo lo contrario. Ellos llegan con sus modos y sus formas, sus sombrillas y sus heladeritas, sus lonas y sus bocinazos. Y dan un poco de miedo.
Yo viví en Mar del Plata hasta mis 18 años. Los días previos al fin de diciembre experimentaba una angustia insoportable. Esa ventosa ciudad, ese gélido territorio al que uno había resistido estoicamente todo el invierno, apenas empezaban los días lindos se llenaba de gente. Es como una maldición bíblica. Entre el 30 de diciembre y el 2 de enero la ciudad duplica la cantidad de habitantes de un día para el otro y entonces ya nada es lo que era. Los visitantes se creen los dueños, imponen sus códigos. Sienten que ese lugar es suyo. Muchos de ellos hasta son propietarios o sueñan con serlo algún día. Ese lugar les pertenece.
Los locales, que aunque los odian en secreto los necesitan para sobrevivir, forman como una cofradía entre sí. El marplatense esconde secretos, sabe cosas que nunca dirá al turista. Una especie de sentido común indica que los trapitos sucios se lavan en casa. Los problemas de la ciudad no se hacen públicos. Se guardan, se hablan puertas adentro, se ocultan al turismo y al resto del país. Tal vez el más preciado de estos secretos sea el del clima. La mayoría de los visitantes suele creer que justo cuando ellos llegan de vacaciones les toca mal tiempo. Pero cualquier local sabe que siempre hay mal clima; lo excepcional es que sea bueno. La ciudad está ubicada en el punto más saliente de la Provincia de Buenos Aires, todos los vientos confluyen en Mardel. Días apacibles con sol y calor, habrá unos 15 al año. El resto es viento o frío. O ambos.
“El marplatense esconde secretos, sabe cosas que nunca dirá al turista”
El turismo por su parte no quiere oír de cosas feas en su lugar de descanso. En Mardel siempre está todo bien. Todo es divertido y material de entretenimiento. Este aspecto colabora y refuerza la actitud del marplatense promedio. Se complementan. Como un matrimonio viejo que ya no se ama pero encuentra demasiados obstáculos a la idea de separarse, los locales hacen como que está todo bien, aunque sepan que no, y los visitantes se hacen prolijamente los boludos.
Así Mardel se convierte en ese bizarro territorio donde todo es posible, hasta que el gobernador de la provincia festeje su cumpleaños en un evento al que concurren 150 mil personas. En enero del 2012 la Provincia de Buenos Aires organizó un mega recital gratuito en el Paseo Hermitage en el que tocaron Soledad, Los Pimpinela, Cacho Castaña, Palito Ortega y los Wachiturros. ¿El motivo de tan importante evento, pagado con dinero público? El cumpleaños de Daniel Scioli. Sus 55 años. Estoy convencida de que en otro ámbito la actitud casi feudal hubiera generado un poco más de resistencia. ¿Pero quién puede contra las ansias de divertirse del turista promedio y las ganas de lucrar de los locales? Por eso en Mardel “está todo bien”. Siempre está todo bien.
Producto de este pacto tácito, por ejemplo, el turista promedio ignora un secreto a voces que la mayoría de los marplatenses conoce. Las playas del norte y las del centro están contaminadas. La planta de tratamiento de efluentes que se encuentra a mitad de camino entre Mar del Plata y Santa Clara sólo tritura, filtra y retiene una pequeña parte de los desechos. Todo lo demás termina en el mar. Los sucesivos gobiernos locales niegan el problema y se gastan el dinero que hay asignado para mejorar la planta en otras cosas. Como resultado, meterse al agua en cualquiera de los balnearios del centro es un comportamiento riesgoso para la salud. Una amiga estaba hace unos años en la playa y un periodista de un canal de noticias de Buenos Aires le dijo si le podía hacer unas preguntas. Como ella es bióloga y sabe mucho sobre este tema pensó que la entrevista podía ser una buena ocasión para hablar sobre la contaminación del agua. El periodista insistía en preguntarle si tenía novio y qué tal estaban los chicos de la playa. Como una Casandra marítima mi amiga insistió un poco más y se dio por vencida.
Es que en la Ciudad Feliz, como su nombre lo indica, no hay espacio para los problemas. La realidad no ocurre ahí. El Faro de la ciudad, el de las fotos y los souvenirs, pertenece a la Escuela de Suboficiales de la Infantería de Marina (ESIM). Durante la última dictadura militar funcionó allí un centro clandestino de detención. Aunque sea difícil de creer, en ese mismo predio, durante los años 2001 y 2002, hubo un parque de diversiones. Sí, leyeron bien, un parque de diversiones llamado “Parque del Faro, había una vez”. El lugar se cerró finalmente gracias al accionar de diversos grupos de derechos humanos que se movilizaron para que así fuera. Pero, durante dos años en un ex-centro de detención ilegal funcionó un parque de diversiones. Probablemente este sea un caso único en el mundo.
Porque en Mardel la basura se esconde debajo de la alfombra. Y cuando no se la puede esconder se la expone, se la hace también material para el esparcimiento. De chica vivía en el barrio parque “La Florida” donde veraneaba mayoritariamente en los años ‘80 la farándula del momento. A la vuelta de mi casa, una madrugada de febrero de 1988, Carlos Monzón asesinó a su mujer Alicia Muñiz. Después de esto, durante años, los días nublados de la temporada, mientras los niños jugábamos en la calle, se repetía la misma escena: un padre de familia venía lentamente en un auto, frenaba al lado nuestro y preguntaba: “Nena, ¿sabés dónde queda lo de Monzón?”. Lo de Monzón era una de esas casas grandes de ladrillo a la vista con jardín y pileta. Una construcción típica de los ‘80. Una casa que alquilaban siempre a turistas durante el verano hasta que ocurrió esa tragedia. La casa en sí misma no tenía nada de particular pero las familias, los días que no había playa, se acercaban hasta ahí y trataban de ver el lugar. Supongo que observarían qué tan alto estaba el balcón desde donde había caído Alicia. “Lo de Monzón…”, un lindo lugar para visitar en familia. Nosotros, los niños de entonces, nos divertíamos haciendo siempre lo mismo: aunque el lugar estaba a la vuelta, les dábamos a los turistas complejas indicaciones que incluían rotondas, vueltas manzana, calles de tierra y almacenes inexistentes donde debían girar. Los veíamos irse despacito en sus autos rumbo a la dirección incorrecta y nos moríamos de la risa. Pero no lo hacíamos porque intuyéramos que no estaba del todo bien que los adultos le estuvieran recordando tantas veces por día a los niños que a la vuelta de su casa había ocurrido un asesinato horrible. No pensábamos en eso. Lo hacíamos por una pulsión más básica y visceral: el odio al turista. Y aunque éramos niños, ya sabíamos muy bien cómo se trata a los visitantes: nunca se los agrede directamente. No señor, se los estafa y se les sonríe. Y se disfruta por dentro.
(Este texto fue publicado originalmente en 2012 en la revista Mancilla —número 4— y rescatado con el permiso de los editores)
*Elisa Carricajo (Mar del Plata, 1978). Actriz, directora de cine y dramaturga. Trabajó en películas como Viola (2012, Matías Piñeiro), La flor (2018, Mariano Llinás) y Un crimen común (2020, Francisco Márquez), entre otras. Integra el grupo teatral «Piel de lava» junto a Pilar Gamboa, Valeria Correa y Laura Paredes.