Tablada no sale en la tele.
No es postal ni leyenda.
Es barro, es cableado acumulado que cuelga en el aire, baldío con pasto quemado por el sol; es el chirrido oxidado del portón de chapa, el olor a fritura vieja saliendo por la ventana, la cortina de humo del bondi que atraviesa calles destrozadas. Es el grito del churrero vendiendo helados con un parlante atado al manubrio y chicos agarrándose a piñas o jugando al fútbol con una botella vacía. Es un lugar que no siempre se viste de fiesta, pero tiene una fuerza que te arrastra, algo crudo que te sacude el alma y no te deja escapar.
Tablada es todo lo que el mundo no ve.
Es un sur que no sale en las guías turísticas de Rosario, pero existe. Existe en la familia y los pibes de la esquina y en el que pasa fumando un churrito mientras saca al perro y en las pibas moviendo el culo al ritmo del reguetón viejo, la cumbia o el rock: Tablada es olla popular, los gritos de una madre desde la terraza, la sombra de la abuela en la reposera tomando mate con la radio a todo lo que da; es la chata quemada de los que no terminaron bien; los transeros, la policía entrando sin preguntar.
Cuando Walter apareció en mi vida, yo tenía 32 años y él 20, vivíamos en Tablada separados por cinco pasillos. En sus ojos había una mezcla de rabia y desesperación, pero también una amabilidad oculta. Era un chaboncito con la piel curtida, los músculos tensos, y un dolor antiguo que lo hacía más maduro, más viejo. Venía de una familia rota y de un padre violento, Beto, que le marcó el miedo con los puños. Un tipo que no sólo le había hecho la vida imposible a su madre, sino que había tenido problemas pesados con gente del barrio y una causa por robo a camiones con piratas del asfalto. La madre de Walter se había ido cuando él tenía cuatro años. Huyó del tipo que la reventaba contra las paredes y después le decía que la amaba. En esa huida, dejó al hijo. Walter nunca entendió del todo esa decisión. Tampoco pudo perdonarla.
Yo entendía ese dolor. Una tarde, lo vi entrar al pasillo con la remera mojada y la boca seca, y supe lo que iba a pasar. Mis hijos estaban de viaje con el padre y el país se nos caía encima. La casa, por primera vez en años, me pertenecía a mí sola.
La tensión entre nosotros creció. Era deseo, pero también necesidad; era una cosa urgente que ya no se puede esconder. Y pasó: yo le saqué la remera y vi las cicatrices, las besé, él me tocó como si estuviera buscando tierra firme, refugio, nombre.

Nos amamos con furia, hasta lastimarnos.
Él me mordía la espalda como si tuviera miedo de despertarse y descubrir que no era real. Cogíamos como quien se está por ir, con la desesperación de quien quiere dejar su cuerpo tatuado en otro cuerpo. Walter se deshacía, se abría, se volvía tierno y brutal, me miraba a los ojos mientras entraba en mí, como si ahí adentro pudiera curar todo. A veces se quedaba quieto, con la cabeza entre mis tetas, y me decía que no entendía cómo algo tan bueno le podía estar pasando.
Yo le acariciaba la nuca, lo abrazaba con las piernas y le prometía que el mundo podía ser un poco menos horrible si lo inventábamos desde esa cama. Nos reíamos. Hacíamos planes. Me decía que mi pelo olía a caramelo y crema, como si en medio del humo del basural alguien hubiera encendido una vela de cumpleaños. Cogíamos con hambre. En el sillón, en el baño, contra la heladera, mientras afuera llovía con furia sobre las chapas. Nos comíamos. Nos mirábamos, después, en silencio, con esa ternura que sólo tiene lo que se construye sin testigos ni garantías.
Una tarde en el barrio llegó la noticia, como siempre llegan las malas nuevas: por un grito desde la esquina. A Beto, el padre de Walter, lo encontraron tirado, boca abajo, sin una zapatilla y con los ojos abiertos, como si todavía buscara al culpable. La sangre mezclada a la tierra seca. Un perro se acercó, lo olfateó y se fue, como si él también supiese que era una deuda saldada. Tenía un balazo en la nuca. La causa de los piratas del asfalto se cerró con un muerto más, un muerto de Tablada.
Walter no lloró. Se quedó mudo, apretando los dientes. Yo le agarré la cara y lo obligué a mirarme. Le quise decir algo que no me salió y lo abrace fuerte. Esa noche no cogimos. Nos dormimos abrazados, con el ventilador girando lento para que el ruido tapara el aturdimiento y el calor pegado a los cuerpos. Me dio la sensación de que algo se había desanudado adentro suyo, no sabía si era alivio o vértigo. Porque cuando uno se cría entre golpes, el ruido es una forma de orden, y el silencio da miedo.
Con la muerte del padre, se terminó una parte de su historia: ya no había nada que lo retuviera. Ni el odio, ni el miedo, ni siquiera yo. Y aunque lo entendí, algo en mí también se rompió. Me quedé con el cuerpo en la cama, una parte mía queriendo aferrarse a su brazo para que no se fuera. Pero no lo hice. Al mediodía se fue. Se fue con la misma intensidad con la que llegó. Se fue porque el amor se le había vuelto demasiado bueno. Y, sin el padre en escena, quizás se asustó de estar bien.A veces me escribe. Me manda audios en los que su voz suena más gruesa, más madura todavía. Me dice que sueña conmigo, que se acuerda del olor de mi pelo y de mi cama. Yo no le respondo todo. Cuando lo hago, le pongo el emoji de corazón rosa chicle con brillitos, siempre el mismo, como quien no quiere romper el hechizo. Y no sé qué será de nosotros, pero en alguna parte de este barrio, en alguna baldosa suelta, en alguna pared descascarada, en el tendido eléctrico colgado quedaron grabadas nuestras risas o el eco de nuestras voces. Algo que no se va a borrar. Como un nombre tallado a cuchilladas en la madera del banco de la plaza que, aunque la lluvia desgaste, va a seguir ahí.