Amiens, sin lugar para la maravilla

En busca del éxtasis perdido, un lector fanático de Marcel Proust sigue sus pasos y se interna en la catedral de Amiens, al norte de Francia, una ciudad desierta y fantasmal que muy pronto se revela zona de contrastes, entre el cráneo de San Juan Bautista y unos masajes íntimos. 

Texto y fotos por Nicolás Caresano

Un común denominador para la fantasía de casi cualquier turista (canadiense, malayo o brasilero): París, la ciudad insoslayable, el tema definitivo en el muestrario de maravillas urbanas del viejo continente. Fogueado al calor de esa fantasía llegué, en enero de 2023, a una pensión barata en el barrio de La Villette. Tenía muchas expectativas, de modo que un plazo de diez noches me pareció razonable. Sin embargo, por razones ajenas a la hospitalidad (los parisinos no son tan malos como su fama), París no me gustó y empecé a medir el tiempo con cuentagotas. Al octavo día, saturado de ríos de gente y arquitectura haussmaniana, se me ocurrió cambiar de humor y dedicarle un día a la catedral de Amiens.

Conocía Amiens por la novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Llevaba tres años leyéndola y me había familiarizado con su geografía. En aquel momento, un paseo literario me pareció una buena idea. ¿Pero qué significaba visitar un lugar porque lo había visitado también un escritor admirado? Proust, a su turno, había llegado a Amiens a causa de su devoción por John Ruskin, un ensayista inglés que hasta le dedicó un libro a la catedral de la ciudad. En resumidas cuentas, viajaba a Amiens porque estaba fascinado con un escritor que a su vez había viajado con otro motivo literario, y con esa pretenciosa vuelta de tuerca buscaba traducir las trabas emocionales de mi situación.

Muy temprano en la mañana, tomé el subte hasta la Gare du Nord. Saqué mi boleto y llegué hasta el andén a través del edificio, donde se percibía cierta tensión (o al menos eso imaginé, dado que el día anterior un hombre había apuñalado a otro por motivos aparentemente religiosos). En el corredor, me acerqué hasta una mujer. Rompí el hielo con una pregunta vulgar. Iba acompañada de un cincuentón que me miró con antipatía. Llevaba unos anteojos ovalados y una boina inglesa. Arriba, unas palomas pululaban en el techo de metal y vidrio a dos aguas. Cuando llegó el tren, subimos en vagones separados. Como casi siempre cada vez que viajo, me senté en la mitad con un libro que había elegido para la jornada y que, como casi siempre cada vez que viajo, no me daban ganas de leer.

Pensando en estas cosas observé, con la limitada concentración de que disponía, el paisaje de la llanura picarda. No quería exigirme. París me había desilusionado y venía de sucumbir, a causa de un desacuerdo amoroso, a constantes escrutinios en redes sociales, un pasatiempo capaz de resquebrajar la salud mental más robusta. Después de un rato escuché, a través del altavoz, el anuncio de mi parada en un francés protocolar. 

Con una serie de instrucciones barrocas, Ruskin describe en su libro dos maneras de llegar a la catedral; decidí andar y caminar y perderme por mi cuenta. Avancé por una calle lateral. Hacía muchos años que Amiens había sido una ciudad rica, productora de una lana codiciada. En sus construcciones se verificaban los vestigios de esa estirpe. Algunas de las fachadas me recordaron las casas alsacianas que conocía por fotos, esas maison à colombages que exhiben, como rasgo unánime, entramados de madera recortando un consuetudinario frente blanco o amarillo narciso. 

Garuaba. Amiens estaba desierta y parecía un pueblo fantasma. No tardé en ver el ábside de la catedral. Incluso desde aquel lugar periférico, el despliegue de esa superficie de casi una hectárea me pareció un paisaje sorprendente. Siguiendo la pista visual, llegué a la fachada sobre la que tanto había leído, a esos setenta metros de ancho que desplegaban mundos de santos, generaciones de profetas, comitivas de apóstoles y pueblos de reyes. En el epicentro del esfuerzo geométrico, sentado con un libro en la mano, descansaba un Cristo con mirada admonitoria. Como pude, observé esos detalles sagrados que le valieron su apodo, “Biblia de Amiens”. Cuando crucé el pórtico, imaginé lo que debía haber sido, para el acotado mundo del hombre medieval, entrar en aquel coloso. Aquellas casas oscuras, habituadas a una puerta como única fuente de luz, debían haber contrastado con este espacio donde la luz caudalosa, incluso en un día lluvioso, filtraba los vitrales al unísono y en espíritu coral.

Avancé por la nave y forcé el cuello para ver el techo. A un costado, bajo una corona de oro y en sueño milenario, descansaba el cráneo de San Juan Bautista, primo de Cristo y profeta de su llegada. Poco más adelante, me metí en la sillería del coro, una fastuosa construcción en madera que es, siempre según Ruskin, la parte más bella. Pero no quiero inventar lo que no fue; no la vi con detenimiento. Apenas si observé, en una silla, la figura tallada de una mujer que masajeaba a un hombre en lo que parecía un detalle exótico para el tenor del ambiente. Pedí una visita guiada, pero mi solicitud era la primera y no completaba el cupo mínimo. 

En algún tiempo, las catedrales habían sido una moda: Proust las había descrito, Debussy las había evocado, Monet las había pintado; aquel día, no se reunían tres interesados que habilitaran un paseo instructivo. Otra clase de visita, en cambio, se manifestaba con especial abundancia: los ruidosos turistas asiáticos vacacionaban también en ese rincón, desesperados, desde luego, por documentarlo todo con una selfie. Empecé a impacientarme y a perder el hilo de mi concentración.

Queriendo evitar mis propios pensamientos y asociaciones, salí de la catedral y aproveché que había dejado de llover para caminar. Me dejé llevar por el río Somme; seguí sus contorsiones (y mis ganas de comer) y crucé un puente que me dejó al lado de un restaurante. En letras grandes y rojas se leía Au fil de l’eau. Al borde del agua. Un nombre literal, dado que el río se veía desde todas sus mesas. También podía verse, con algo de esfuerzo, la catedral desde un ángulo inédito. Hacía siglos que la habían construido, pero la herencia de su belleza seguía ahí, incólume, dispuesta a rebatir cualquier lugar común acerca de la caducidad de las cosas humanas

Mientras esperaba la comida, me pregunté por qué no había podido acceder, también yo, al éxtasis de mis escritores favoritos. ¿Había algo en la arquitectura que me impedía emocionarme, como me pasaba con los libros o la música? ¿O era, en cambio, la cualidad limitada de mi sensibilidad? Ruskin había quedado tan impresionado como para visitar la catedral en seis ocasiones y escribir La Biblia de Amiens. Ni que decir del ímpetu de Proust, que había dedicado años a traducir ese ensayo escrito en una lengua que no manejaba. Por el contrario, yo no podía relatar, al cabo de ese día, ningún momento de éxtasis, ninguna escena de choque cultural, ninguna trascendencia, y las extravagancias de aquellos literatos volvían mi ejemplo todavía más mediocre. 

Afuera se hacía de noche. Había vuelto a llover y se veían charcos en el piso. Las farolas estaban encendidas. Volví a la catedral. Con la luna creciendo fría y cubierta, empezó a formarse esa complexión húmeda, gris y melancólica que es el clima favorable para el hábito contemplativo, ese estado bajo el que los lugares y las cosas viejas cuentan sus secretos con mayor libertad. Crucé el río y me dirigí a los patios traseros, una serie de jardines amplios y prolijos que daban a la parte dorsal de la estructura. A la luz indecisa del cielo nublado, los vitrales parecían más brillantes y sugestivos; sus púrpuras y magentas resplandecían más nítidos en la bruma, como si sus historias se hubieran vuelto más persuasivas. Entré, me senté en un banco y me aflojé las zapatillas, dispuesto a dejarme llevar por el ambiente. El placer de un lugar como éste debía ser, como dicen los expertos en metafísica, subjetivo, por lo que intenté observar, por última vez, ciertos detalles bajo la impaciencia de los encargados del cierre, que me dejaban en claro que mi compostura no era bienvenida sino apenas tolerada. 

El tren de vuelta estaba casi vacío. Pensé en cómo, durante el día, había sido testigo de formas que me hablaban de asuntos que no podía comprender, como cuando, en un anfiteatro, uno ve una piedra y no la aprecia sino hasta que otro, mejor instruido, explica el propósito que desempeñó. Hojeé un libro con fotos de la catedral, pero ya no había espacio para la maravilla. De vuelta en la noche fresca de París, volví a la pensión recortando el barrio de Pigalle. Un borracho me gritó algo que no entendí. Tal vez fuera cierto que Amiens ofreciera un espectáculo más sofisticado que los sórdidos rincones de la ciudad de la luz, que su catedral siguiera hablando como un poderoso libro abierto, aunque había sido escrito en un lenguaje que ni yo ni la mayoría de mis contemporáneos podía entender. 

En Montmartre, crucé una avenida y choqué con el Moulin Rouge. Un monumento menor, pensé, aunque más fácil de traducir. Allí estaba su público, decidido sin más a soportar una fila de varios metros en el frío invierno parisino con tal de conseguir una postal. Apuré el paso. En la recepción, la dueña tomaba un café en una chaise-longue. Detrás suyo asomaba una reproducción deslucida de Monet. Era una señora verborrágica que me tiraba la lengua cada vez que me veía. Abatido, pensé en los dos días que me quedaban. Esgrimí una sonrisa y le deseé las buenas noches. Cuando estaba a punto de subir las escaleras, me preguntó de refilón: “¿Qu’avez-vous pensé d’Amiens?”. Le respondí que había tenido un inconveniente y que no había podido hacer el viaje.

Nicolás Caresano

Profesor de escuela secundaria. Tradujo Sobre la tumba de Huysmans de Léon Bloy (Ediciones Bucarest, 2023) y textos de Carlo Emilio Gadda, William Faulkner y Jerome K. Jerome, entre otros. Escribió en medios como Infobae, Polvo, Cuarta Prosa y Paco.

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