Generación monotributo

En el invierno más frío de los últimos años, Equis, el monotributista, enfermó dos veces: primero fue una gripe intensa, con días de cama y fiebre, después una congestión que le impidió hacer su vida normal durante una semana. Como si eso fuera poco, el viernes se le trabó una persiana y el sábado, cuando estaba en la cocina, sintió un goteo. No era la lluvia, no era la canilla, no era la mochila del baño, era un charco que se había formado en la mesada. El monotributista se acercó y vio que el agua caía del termotanque. Intentó cortar el derrame y descubrió que la llave de paso estaba fuera de servicio. Además, el quemador no cortaba hacía varias horas. Se asustó, pensó que el aparato iba a explotar y en ese momento una imagen invadió su mente: se imaginó volando por el aire, impulsado por la explosión, y mientras volaba veía también que volaba su casa, la cuadra, el barrio entero y hasta los vecinos con sus mascotas, perros, gatos, canarios, todos flotaban en la explosión, y se miraban, impávidos, como si ese fuera su único destino posible: explotar.

El lunes a primera hora de la mañana el monotributista llamó a la inmobiliaria. El martes, después de una larga insistencia —que bordeó el ruego y la amenaza—, la administración mandó un plomero. Malas noticias, el termotanque estaba pinchado y había que cambiarlo. Pasaron varios días de idas y vueltas, de apariciones y desapariciones del plomero, de comunicaciones fallidas con la dueña de la casa y el agente inmobiliario, pero finalmente el monotributista logró que instalaran un nuevo termotanque, que en un mes de temperaturas bajo cero es algo fundamental. Ahora hay un monotributista con agua caliente, y, al menos por unas horas, está feliz. Pero la felicidad dura poco, porque un nuevo problema aparece: la mochila del baño no carga agua y tiene que usar un balde cada vez que hace sus necesidades.

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Hace un mes que entré en contacto con Equis, el monotributista. Le expliqué que la idea era escribir una crónica, seguir de cerca, por unos días, su vida. “¿Y para qué es la crónica?”, preguntó. “Para una revista. Nos interesa saber cómo viven los trabajadores independientes, qué piensan, qué sienten, documentar su vida”, dije. El hombre lanzó una carcajada. En ese instante sentí que fue un error escribirle a alguien que no conocía, a un tipo que no quiso decirme cuál era su ocupación y ordenó que lo llamara “Equis”.

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El monotributista imaginó un país de monotributistas. “Un país como el de ahora, pero más pobre, más violento, más desesperado”, dijo. “El monotributo es la formalidad del informal. Ser monotributista es estar en el aire, depender únicamente de vos. No hay red. Si te enfermás, cagaste. Mejor que tengas encanutado unos pesitos para tirar esos días.” 

—¿Y si la enfermedad se prolonga? —pregunté. 

—No quiero ni pensarlo —dijo.

La vida del monotributista a los cuarenta: de la cama a la oficina, que es la pieza de al lado. “Hay facturas pero no hay obra social”, dice. “¿Salud pública? ¿Un terrenito? ¿Una casa con diez pinos? ¿Una familia en un barrio privado? ¿Una familia en un barrio del suburbio? La respuesta de una amiga, una década atrás, hubiese sido el sticker del unicornio que dice: no way.”

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¿Sueñan los monotributistas con una jubilación mínima? Tal vez por eso paguen la cuota mensual, un poco más cara cada mes. “¿Qué es un monotributista?”, le pregunté:

—Monotributistas somos todos.

—¿Es lo único que tiene para decir?

—Ser monotributista es inventarte tu propio trabajo.

—¿Tan así?

—“Las necesidades crean profesiones”, dijo Pergolini.

—¿Aceptaría un trabajo formal, en relación de dependencia?

—¿Esto es una crónica o una encuesta?

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El monotributista habla de un recuerdo y una sospecha. Tiene 20 años. Está en una fiesta, drogado y borracho. Se mira en un espejo que no existe porque está en un baño sucio que apenas tiene un inodoro. Pero en su cabeza, adentro de su mente, hay un espejo que lo refleja. Tal vez sean los azulejos manchados, el ruido que viene de afuera, quién sabe, pero algo proyecta su propia imagen y él se mira, frente a frente, cara a cara y descubre que no puede decir nada. Intenta que de su boca salga algún sonido, pero es inútil. El monotributista siente la música, la gente, las luces, cree que es feliz…  Otro día el monotributista es un señor de 40 años que saca la basura a horario de lunes a viernes, va a la verdulería los miércoles a las cinco de la tarde, y el sábado al mediodía corre detrás de una camioneta que dice por un megáfono: “¡Huevero, huevero! ¡A cinco mil pesos el maple de huevo!”. La chata se detiene, el buen hombre, siempre de buen ánimo (aunque algo sombrío) ofrece sus productos avícolas, y el monotributista, antes drogado y borracho, hoy de buenos modales, rodeado de vecinas que visten ropas de toalla un sábado a la mañana, piensa que algo anda mal, que algo no funciona, que las cosas no se explican sumando décadas ni lustros.

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El encuentro con el monotributista me dejó un sabor amargo. Pensé que me encontraría con alguien dispuesto a hablar, a contarme sus problemas y proponer, aunque fueran utópicas, algunas soluciones. Pero tal vez fue mi ingenuidad, no lo sé. El hombre transmitía puro desencanto. 

Así como el monotributista imaginó un país en el que todos los habitantes eran monotributistas, yo imaginé a un mono gigante, subido a un árbol, entregando un tributo a una suerte de deidad. Y después a cientos de miles de monos, trepados a un solo árbol, ofreciendo, cada uno a su turno, el tributo: “Somos la Generación Monotributo”, dicen los monos, felices, exaltados, un poco perdidos. Y la deidad, que era una mezcla de luz y logo, los negaba y les decía que el tributo no servía para nada, que en unos años serían un cúmulo de huesos bajo tierra, que mejor disfrutaran del árbol, mientras pudieran.

Sebastián Maturano

Sebastián Maturano (1984). Escritor, artista plástico y editor de Borde Perdido Editora. En narrativa publicó Diario de la fobia (Borde Perdido, 2020), los libros de cuentos La otra piel (Borde Perdido, 2022), Lo que enferma (Eloísa Cartonera, 2023) y Bestia extraña (Paradiso, 2024).

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