Hace un par de años en una entrevista en La Nación, Carlos Pagni, columnista político de ese mismo diario, confesaba una cuenta pendiente: escribir la biografía de Carlos Menem. Era apenas un apunte de color en una nota que tenía como finalidad promocionar el inicio de su programa en el canal de noticias del diario, pero el detalle revelaba algo sobre Pagni (alguien que a pesar de su lugar de privilegio entre los periodistas del establishment nunca publicó un libro) y algo sobre el panorama historiográfico y ensayístico: la escasez de biografías rigurosas sobre muchos de los personajes clave de la historia argentina. Un personaje como Menem, que marcó con su nombre toda una época política, económico y estética, en efecto no tiene todavía, a más de veinte años de su salida del poder, una biografía a la altura del personaje.
Es cierto, se dirá, que sobre Menem y sobre el menemismo se escribieron hectáreas de bosques masacrados. De hecho fue durante su década cuando se produjo una explosión del género de investigación periodística a la par de la consagración del periodista como contrafigura imaginaria de lo que se visualizaba como el poder real. Hubo de todo en esa década: libros sobre cada uno de los (muchos) casos de corrupción, análisis de sociología de café sobre la ética y la estética menemista, obras coyunturales de denuncia para el gran público indignado, perfiles de muchos de los integrantes de ese gobierno o de la eventual oposición, y hasta análisis de costados excéntricos a la política que ayudaban a dibujar el contorno de una época ciertamente bizarra (para usar el adjetivo que se impuso para siempre en esos años), desde los libros sobre las “brujas” del poder de Viviana Gorbato a los chimentos sobre las relaciones entre farándula y política de Jorge Rial.
Para terminar con el personaje Menem: hubo biografías en esos años, como la de Gabriela Cerruti, entonces periodista de Página/12, El Jefe (1993), pero formaban parte, estrictamente hablando, del campo tan en boga del periodismo de investigación más que del ensayo histórico. Además de la ausencia de perspectiva temporal (al estar escritos durante el auge del personaje), ese y otros libros similares eran básicamente una versión ampliada de las notas cotidianas sobre los movimientos del gobierno, con algún agregado infaltable que retratara la infancia y la juventud. En todo caso, la observación de Pagni es correcta: falta un “Menem”, falta un “Alfonsín”, falta un “Kirchner” y, aún más y yendo para atrás, en aguas más ácidas y turbulentas, falta un “Frigerio”, un “Onganía”, un “Vandor”, entre tantos otros que se podría nombrar. Quizás un poco irónicamente uno de los personajes más oscuros de la historia tiene una biografía de ese tipo. Hay un “Massera”. Se llama Almirante Cero y lo escribió Claudio Uriarte.
Lo que primero llama la atención de Almirante Cero (1992) es su distancia con respecto al promedio de los libros periodísticos de los ‘90. A priori, cumplía todas las condiciones: el libro fue un encargo de la editorial Planeta, a pocos meses de los indultos presidenciales que liberaron a los represores condenados en el juicio a las Juntas militares. Una biografía “no autorizada”, etiqueta que en aquellos años se ponía de moda como slogan publicitario, tanto que muchos libros perfectamente autorizados preferían salir con esa faja tan atractiva para las librerías. Uriarte, entonces un periodista muy joven de la sección internacionales de Página/12, lo escribió en pocos meses y se publicó en 1992. Pero esas condiciones de producción tan urgentes dieron como resultado un libro diferente al que se podría esperar. Más un ensayo histórico que una investigación periodística, más una meditación sobre la derrota de la Argentina igualitaria a manos del proyecto excluyente del establishment que un regodeo macabro sobre las torturas en el casino de oficiales de la ESMA, más un estudio de un personaje político clave de esos años, con toda su repulsión y sus dobleces, que un retrato interesado en reconstruir la humanidad del objeto de estudio.
En Almirante Cero hay algunas páginas dedicadas a la infancia y juventud de Massera, pero son casi una formalidad, uno intuye que están ahí para cumplir con cierto protocolo biográfico. No hay, gracias a dios, traumas de infancia que expliquen la monstruosidad posterior del personaje. La personalidad de Massera, sus obsesiones y sus ambiciones, más bien se explican por los espacios que la estructura de la sociedad militar argentina reservaba para un plebeyo de la Armada en los años ‘50. El carácter secundario de la Marina en el reparto del poder militar, su rabioso antiperonismo, su tradición pro británica, su aristocratismo, su alejamiento tanto literal (el mar, las bases navales) como simbólico del país real, todo eso va configurando al Massera de Uriarte como un personaje excéntrico y transgresor, un marino más cercano a las ambiciones de poder reservadas al Ejército (“Usted tomó el tren equivocado –le dijo Perón a Massera, cuenta Uriarte–, en vez de ir a Campo de Mayo se fue a Rio Santiago”).
Ya es casi un lugar común meter Almirante Cero en el linaje de libros inaugurado con el Facundo: ensayos biográficos en los que entre autor y personaje existe un abismo de repulsión y fascinación. Libros donde la vida evocada funciona como sustrato para explicar una época, que no es lo mismo que como excusa para contar una época. El tono del libro de Uriarte es helado, bajo cero, muy diferente al de tantos otros libros escritos sobre la dictadura y la represión, pero por eso mismo su efecto es más pregnante. Al campo de concentración de la ESMA –a sus detalles de sangre y pentotal sódico– le dedica un puñado de páginas, pero en cambio casi todo el libro está dedicado al análisis de un sistema de poder que hacía de la destrucción de los cuerpos de los enemigos la acumulación originaria de poder dentro de la Junta militar. La feudalización de la represión y la división del país en áreas que competían entre sí por la mayor “productividad” en los secuestros y torturas ocupan una parte sustancial del libro de Uriarte. Y aún así, el personaje, el biografiado, se impone: Massera era el “político” de la Junta que se enfrenta al indeciso Videla y al irrelevante Agosti, pero también era “Cero”, el que participa en persona por las noches en los operativos de la patota de la ESMA pateando puertas y secuestrando militantes. Un psicópata vestido de almirante que soñaba con protagonizar la transición de la dictadura a la democracia, un megalómano que creía (como diría Rodolfo Galimberti en su propia biografía, escrita por Marcelo Larraquy y Roberto Caballero en 2000) “que hablaba con el peronismo porque los tenía secuestrados a todos”, un florentino fallido que jugaba a la política en la mesa de tortura.
Pero el legado principal de Almirante Cero no es solo la reconstrucción del ascenso y caída de Massera sino su análisis de la transición democrática. Ahí Uriarte, personaje incómodo, difícil de tratar según dicen quienes lo conocieron, que con los años derivó hacia posiciones neocon exasperantes para sus compañeros de redacción (plasmadas en gestos como poner una foto de Donald Rumsfeld en su escritorio), tocaba el tabú fundacional del orden democrático del ‘83. Almirante Cero exponía que el proyecto de la dictadura había triunfado (la eliminación de cualquier cuestionamiento revolucionario de la sociedad argentina) y que el nuevo orden democrático había condenado a sus ejecutores materiales dejando indemnes a sus beneficiarios económicos. La retórica de los Derechos Humanos y la ciudadanía republicana suponía la derrota histórica de la lucha de clases y la revolución. El terror a la dictadura era también el nunca más a la vuelta del cuestionamiento del orden instaurado por las Juntas. En línea con lo que escribía Fogwill en los años de la transición, el Almirante Cero de Uriarte era un libro sobre la derrota popular más que sobre la derrota dictatorial y más sobre las continuidades entre la dictadura y la democracia que sobre sus rupturas. Todo eso en 1992 –a poco de los indultos, en el cenit del menemismo y años antes del descongelamiento de los discursos sobre la memoria y la reactivación de los procesos judiciales contra los represores (entre ellos el propio Massera, que moriría bajo arresto en el Hospital Naval)– hacía, hace, de Almirante Cero un libro extraño, único, que proyecta una luz impiadosa e incómoda sobre una época tan oscura como su protagonista.
Pero volviendo a la pregunta inicial que se hacía Pagni, ¿por qué esa falta de biografías políticas del nivel de Almirante Cero? No por falta de material, obviamente. La historia argentina, en especial la historia argentina reciente, está plagada de personajes que piden a gritos que sea contado el entrelazamiento de sus biografías con el devenir político. Incluso, y esa es la prueba del buen biógrafo, toda vida bien contada expresa su época, más allá de la dimensión del personaje. Sin dudas en los últimos años, entre la proliferación de libros políticos más o menos coyunturales (al calor del “business del país dividido” como género literario mercantil) se pueden mencionar biografías importantes por su calidad y trabajo de investigación. El “Galimberti” ya mencionado, el “López Rega” de Marcelo Larraquy, la trilogía setentista de María Seoane compuesta por las bios de Gelbard, Santucho y Videla, el “Timerman” de Graciela Mochkofsky. ¿Muchos más? Tal vez se trate (entre los historiadores) de una cuestión de formación historiográfica que enfatiza más el estudio de los procesos históricos en detrimento de las narraciones centradas en una vida particular. Tal vez se trate (entre los periodistas) de un efecto de mercado que impulsa la voracidad por la biografías políticas pero sin el tiempo y los recursos necesarios para producir obras que trasciendan el nivel de una nota expandida a 250, 300 páginas. Almirante Cero de Uriarte, en ese contexto, es una rara avis con su combinación de ensayo político y biografía documentada, un equilibrio delicado y peligroso entre vida y destino. A casi treinta años de su aparición también es una invitación al abordaje de todas esas vidas argentinas que todavía esperan ser contadas.