¿Qué se esconde detrás del máximo hit de la banda inglesa Massive Attack? Cristian De Nápoli cruza a Cocteau Twins y Liz Fraser, Madonna, Nick Cave y Jeff Buckley y su padre, Tim Buckley, para intentar descifrar lo que subyace en las canciones de amores trastocados.
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¿Será que todas las canciones de amor tienen su historia de amor detrás? ¿Acaso no pueden ser sinceras (o fallutas) sin necesidad de haber sido compuestas para alguien, por algo? En un acto de confianza, Nick Cave alguna vez declaró que la canción de amor es el don humano más sincero, pero lo hizo desplazando astutamente el objeto de esa sinceridad, poniéndolo no en otro individuo sino en “Dios”. Yo dudo de que sean para Dios, pero acepto que, como tantas otras cosas divinas, las canciones de amor pueden no tener historia y pueden no tener un otro concreto a quien se las dedica. Quizás el objeto de una canción de amor es un poder más grande que el amor, pero que tampoco es el de Dios sino el de una fuerza mundana, terrenal, por encima de los individuos. Un fuego de la especie, ante el cual el amor particular que cantemos se disuelve como una pequeña lágrima. Este asunto, que pocas canciones de amor encaran, es el que aborda una de mis favoritas: “Teardrop”.
“Teardrop” es la canción más conocida de esa banda del sur de Inglaterra llamada Massive Attack. Su melodía recorrió el mundo en parte, también, por haber sido usada en cortinas y publicidades. La canción es excepcional por muchas razones. La composición musical es brillante y no se parece a ninguna otra, mérito de la banda de Bristol. Como los Massive Attack son de los pocos grupos que lograron fama mundial luego de años curtiéndose en las calles, la banda se hizo especialista en crescendos, que son tan adecuados cuando la idea es tocar durante horas en el espacio público (en marchas, protestas, fiestas cívicas, carnavales). “Teardrop”, como otros temas de esta banda, carece de impacto de entrada; lo suyo es ir ganando terreno, forjando atmósfera y creando anticipación. Esta es una característica del trip hop y su antecedente inmediato en el pop es el “In the air tonight” de Phil Collins.
Pero en “Teardrop” hay mucho más, que otras canciones del grupo no tienen. Cuando era sólo un demo con una melodía de clavecín matizada progresivamente con sintetizadores, uno de los Massive Attack, Mushroom, se la envió a Madonna para que la cantara, y se sabe que Madonna la aceptó. Sin embargo el resto del grupo prefirió invitar a otra cantante, Liz Fraser. Quien para entonces, 1997, había roto con su propia banda, Cocteau Twins. La de Fraser, según se ha escrito tantas veces en la prensa musical, es “la voz de un ángel”, es “una de las mejores voces del pop”. Y su aporte para esta canción no fue sólo la voz, sino también la letra, bellísima y algo desconcertante. La letra de “Teardrop”, entiendo yo, supone una pregunta: ¿qué es el amor en la vida de alguien que compone canciones de amor? ¿Cuán grande puede ser? ¿O cuán pequeño?
Escuchá la playlist:
La tesis: la sirena
La historia de esta lágrima es larga y tiene dos canciones antes de llegar a ella. Una suerte de tesis y antítesis, con “Teardrop” como broche. Toda una dialéctica de las emociones, con un primer tema que marcó el flechazo y el inicio para una relación entre dos cantantes –Liz Fraser y Jeff Buckley–, luego un segundo tema que le puso palabras tremendas, llenas de dolor, a la ruptura, y luego una superación del desamor y el rencor. Un ciclo de canciones.
La primera fue “Song to the Siren”. Era 1983 y los Cocteau Twins, recién instalados en Londres, con ese tema entraron en las radios y charts ingleses. Para el grupo creado en un pueblo escocés por Liz Fraser y su pareja, Robin Guthrie, más el bajista Will Heggie, “Song to the Siren” fue el cover –precisaron un cover– que los lanzó al centro de la música indi durante diez años (incluso en Argentina, donde varios de sus discos se editaron y Cocteau vino a tocar en 1991). De ahí en más la banda se plantó al frente de una línea que acabó llamándose dream pop, caracterizada por guitarras con una confianza oceánica en el deelay, melodías agridulces suavemente alteradas y una interpretación perfecta, la de Fraser, que para medios como The Telegraph ya no era tanto la de un ángel sino, se empezaría a decir, “la voz de Dios”. “Song to the Siren”, a mi gusto, es algo empalagosa. Pero esta historia no puede obviarla. El tema original había sido grabado en 1969 por su autor, Tim Buckley, con mucho éxito en su momento y luego una caída en el olvido –como le pasó al propio Tim, que murió en 1975 de sobredosis, en el auge de su carrera. Catorce años después, el cover lograba dos cosas: hacer conocida a la banda escocesa, “rescatar” a un músico que Inglaterra poco recordaba. Tres cosas lograba, en realidad.
Y es que Jeff, el hijo de Tim, huérfano a los nueve y que ahora tenía dieciséis años, escucha cantar a Liz y se obsesiona. Es otra voz del padre (“la voz de Dios”), un padre a quien llegó a ver pocas veces. En su diario de adolescente, Jeff escribe una larga temporada de entradas sobre Liz. Es un amor platónico, no se conocen, y cuando años después él decide buscarla, ya entrados los ’90, primero Liz lo frena –ella sigue en pareja con Robin, el guitarrista. Él le manda canciones, que en 1994 van a su primer disco, Grace, elogiado por Bob Dylan, Paul McCartney y Jimmy Page. Ella lo acepta, y así lo cuenta en una entrevista para la BBC: “La estábamos pasando mal en la banda. Y la llegada de Jeff fue como si me regalaran una caja de crayones nuevos. De repente tanto color en mi vida otra vez. Es creepy, porque él me idolatraba de mucho antes de conocerme. Pero yo no pude evitar enamorarme, era tan adorable”.
La antítesis: regalos a medias
“Yo leía su diario, él leía el mío”, confiesa Liz en aquella entrevista de 2002. “Nunca hice eso con nadie más. Pero después había momentos que… no sé, como que era impenetrable. ‘Jeff, pendejo’, pensaba yo”. Jeff viajaba mucho, tocaba mucho en Estados Unidos, se desconectaba. Y la buscaba a Liz, desesperado, sólo cuando ella dejaba de llamarlo. “El juego es viejo, mi amor: cuando sabés / que no podés tenerme, me deseás / Esa es la forma de no arriesgarse a nada”. Así comienza “Half-gifts”: de todas las canciones de Cocteau Twins –las punks y las angelicales, las atlánticas y las psicodélicas– la más triste por lejos, la tremenda. La que aborda un tema habitual en la lírica pop, un tema que más cerca de nosotros es recurrente en las letras de Caetano Veloso: la tensión entre deseo y disponibilidad, el amor que amaina cuando nos sabemos muy amados. Claro que Caetano toca esas notas con humor. Liz Fraser lo hace en carne viva.
Con “Regalos a medias” Liz deja a Jeff Buckley. “La intimidad es estar juntos / En el mismo lugar y tiempo / Lidiando honestamente con lo que sentimos / Eso es lo que hacen los adultos / Eso es pensamiento maduro / Y aunque me sienta una adicta a vos / Esta relación no se puede sostener”. La letra es especialmente sosa, sin ningún brillo. El trabajo con la eufonía, los desarreglos perfectos de la fonética inglesa que Liz acostumbraba lograr, acá están puestos de lado: todo se trata del mensaje. La voz de un ángel roto sólo quiere hablar claro, hecho pedazos. Liz se despide de Jeff como de un niño que jamás sabrá amar. Él es el de los “regalos a medias”, intenso, cambiante y elusivo, siempre yéndose, impidiendo no sólo el amor, también el proceso para un desamor. “Esta relación no se puede sostener”, dice. Ella está rota y agrega, señal de su soledad: “Todavía tengo a mis amigos y mi familia”. Ella está rota y acaba diciendo, señal de que está perdida: “Todavía me tengo a mí”.
La canción, y el disco que la incluye, marcó la ruptura de Cocteau Twins. Cuando la grabaron en estudio, el ex de Liz, Robin, le agregó una maldad insólita. La hizo fea a propósito, superponiéndole a la melodía vocal un organillo kitsch como de calesita. Por suerte se la puede escuchar en registros en vivo, sin el organito. El final de Cocteau fue raro, plagado de autoboicot. Los años profundos de la banda –una banda capaz de cualquier cosa– ya no estaban, ¿cómo prever una canción tan honda? Pero ahí está “Half-gifts”, y con ella el cierre para la relación entre Jeff y Liz. Cuando la presentaron en la tele, ella, que miraba siempre al suelo (con esa onda shoegaze), la cantó toda de cara a cámara, aunque con los ojos cerrados.
La síntesis: Teardrop
“Teardrop”, ya dije, la iba a cantar Madonna. Mushroom le había mandado la melodía a su manager, a ella le encantó y alcanzó a dar el OK. Pero los otros dos Massive Attack, Robert Del Naja y Daddy G, sin saber de esa movida habían pensado en Liz Fraser. Que andaba perdida, fuera de escena; nadie sabía dónde estaba. Eran 2 votos contra 1, la contactaron. Liz aceptó y propuso la letra.
¿Realmente había estado enamorada de un pendejo? Jeff era muy dado a las canciones de amor, mucho más que ella. Pero quizás no era ese pendejo exacto de los “Regalos a medias”. Y entonces la historia necesitaba, para concluir, una canción superadora. “Teardrop”, perfecta por donde se la mire, fue esa canción. Las letras de la música pop pueden ser modestas cuando se las toma como un bloque y a la vez contener alguna línea extraordinaria, más potente que las de un poema. “Teardrop” tiene dos versos con un pensamiento plenamente original. Dice: “El amor es una lágrima en el fuego / Es una pluma en la respiración”. Desde chicos nos acostumbramos a escuchar que el amor es fuego, ¿cómo es esto de que el amor es algo distinto y opuesto al fuego (aunque sin fuerza para plantársele)? El amor, escuchamos en canciones desde la infancia, es aire, es aliento, respiración… ¿cómo es eso de que el amor es una molestia en la respiración, una plumita, o pelusa, un pequeño obstáculo cuando inhalamos, una liviandad que no ofrece resistencia y cae al suelo cuando exhalamos? Y si el amor es eso, ¿cuál es el gran fuego entonces? ¿Qué fuerza nos llena de aire?

Otra declaración de Liz sobre su historia con Jeff: “Deberíamos haber sido amigos, él estaba más interesado en otras cosas que en una pareja”. Aunque también confiesa: “Yo podría haber sido más comprensiva, aceptar una relación distinta”. Podría haber aceptado eso que saben todos los compositores de canciones de amor (excepto ella, aunque acabó entendiéndolo): que existe algo más fuerte que el amor. Dios, dice Nick Cave: ¿por qué no? El dinero, dirán otros, o la fama. O la gloria. O el diálogo, la interacción, con millones de personas. Enamorarse de un artista no puede alentar la inmadurez –que esta vez recaía sobre Liz– de creer que esa persona vive para uno. Es alguien que está charlando con la sociedad; no es que está pensando en “la humanidad”, sino interactuando con ella. La historia de “Teardrop” termina con un hecho trágico: en abril de 1997 Liz ya la había compuesto, la estaba grabando con la banda de Bristol, cuando llegó la noticia de la muerte de Jeff. Se había ahogado en el río Misisipi, algunos creen que por borrachera o descuido, la noche antes de empezar a trabajar en Memphis su tan ansiado segundo disco, mientras esperaba el avión que traía a los músicos desde Nueva York. Fue el desenlace más terrible para una relación que había logrado avizorar su dialéctica. Por suerte los aprendizajes no siempre terminan así y las historias de amor, cantadas o silenciosas, pueden encontrar su lugar, su sentido a la vez pequeño e inmenso, su camino, y no sólo sembrarlo de maravillas como “Teardrop”.