A partir del recuerdo de su madre y el soundtrack de su infancia, Cristian De Nápoli compara las baladas en español de los años 70 con el “muro de sonido” de Phil Spector: ¿cómo moldearon estas canciones una sensibilidad compartida en los hogares latinoamericanos?
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Pienso en canciones como “Libre” y “Un beso y una flor” de Nino Bravo, “Aleluya del silencio” de Raphael, “Algo de mí” de Camilo Sesto o “Lady Laura” de un Roberto Carlos brasileñísimo cantando en español. Esas canciones, que eran como los cigarrillos para las mamás de Mad Men, conforman una lista entrañable: la playlist de las madres latinoamericanas de los ’70. Madres argentinas, chilenas, peruanas, mexicanas, españolas, unidas por el magnetismo de esas baladas. Bajo su fuerza de gravedad dulzona nosotros, los hijos, íbamos perdiendo nuestros berrinches de bebé, quizás asustados por la intensidad que nos salía a competir desde el parlante, con esas voces trágicas envueltas en coros y múltiples instrumentos. Era un sonido que podía emanar de la radio, de los discos o de la televisión: una presencia constante, un miembro más de la familia. Y hoy uno sabe que en aquellos años existían otras músicas y estilos; pero entonces, en ciertas casas, no había cómo adivinarlo. Y hoy uno entiende que detrás de esas composiciones y esos artistas tan solitarios, románticos y desgarrados había un universo técnico recargadísimo de elementos, casi una burocracia sonora dirigida por tres o cuatro arreglistas e ingenieros aprovechados en todo el mundo, como Waldo de los Ríos o Phil Spector. Igual es mucho más interesante la singularidad de esas baladas –y de la vida, la maternidad y la infancia junto a esas baladas– que lo que puedan deberle a un esquema o una técnica para la canción.
Las voces, por lo general, eran masculinas; sólo hacia los ’80 la escena gana mujeres. En sus ritmos y melodías, esas trovas románticas pergeñaban –dicen los estudiosos– una mezcla heterogénea de estilos y repertorios, con cabida para ondas tan diversas como la canción italiana, el flamenco y el doo-wop. Se dice, eran una reacción al bolero, muy pasado de moda. Pero lo más característico era otra cosa. El momento decisivo de todas ellas ocurría en el estudio de grabación. Ahí se pregnaba su sello: un romanticismo súper-orquestado, sofisticado, imponente, que de golpe podía saltar de la supuesta ausencia de artificio, de la dulzura casi agreste de la voz cantante y su plácida guitarra, a un magnánimo telón de veinte o treinta instrumentos uno encima del otro –vientos, timbales, percusiones, bajos– dispuestos en sublime fondo wagneriano adornado con difusas y persistentes fantasías corales. Eran, y no eran, como el hit de Nirvana. Cada generación tiene sus óperas románticas.
Nino Bravo, Raphael, Camilo Sesto. Algún momento de Serrat. La persuasión de Perales, la sensatez y el sentimiento de Dyango, el orgullo y (mi) prejuicio de Julio Iglesias. Todos ellos con sus discos, tapizados de camas de acordes, que llegaban a nuestras casas desde Madrid. Producidos, no todos, pero muchos, por directores de orquesta importados de Argentina, como el mencionado Waldo de los Ríos, “el Phil Spector latino”, o de Italia, como Rafael Trabucchelli, quienes, instalados en Madrid, pudieron convertirse en algo así como los cerebros del romanticismo musical de la época, la contracara de hielo y cálculo detrás del fuego y la pasión de las voces solistas. En sus estudios de grabación estos ingenieros retomaban el ímpetu del famoso wall of sound creado por Spector, su exuberancia sinfónica trasvasijada al pop. Eran, en definitiva, los creadores del muro de sonido latino, y nuestras madres las enamoradas del muro. Pero hay que ver, y con esto voy al punto de mi crónica, si esas baladas hispanoamericanas tenían realmente mucho que ver con las canciones yanquis del “wall of sound”.

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Mi mamá era una melómana mundial. Acabo de usar muchas M, como recomendaba Phil Spector. Está esa anécdota del tema «De Doo Ron Ron», cuya letra empezaba diciendo “I met’im on Sunday” (“Lo conocí un domingo”: lógico, las parejas de clase trabajadora se formaban los fines de semana) y Spector la hizo cambiar por “I met’im on Monday”, argumentando que la S de sunday era una desgracia sonora y que igual todo el mundo iba a pensar en un domingo. Pero vuelvo. Mundial y todo como era, la música amada por Neli, mi mamá, no incluía esos grandes hits como «De Doo Ron Ron» o «Be My Baby». No es que no los conociera; muy por el contrario, los había escuchado y bailado en los carnavales, en los clubes deportivos de Buenos Aires, mientras conocía a mi padre; los seguiría escuchando luego, ya casada, en alguna que otra salida. Pero no se le cruzaba por la mente tenerlos en disco, llevarlos a su casa. La misma reacción adivino que tuvieron miles y miles de jóvenes latinoamericanas que, una vez casadas, en su casa propia, cuando armaron una pequeña discoteca dejaron de lado esos hits norteamericanos que, a diferencia de otros, posteriores, aún no lograban un amarre hondo al salir de Estados Unidos.
Tuvo que llegar el muro de sonido latino y ahí sí, todo cambió. Mamá y sus amigas se hicieron de esos discos. Los desgastaron, los devastaron. Los hicieron sonar a cualquier hora del día, de la noche, en el patio, en el dormitorio, en la cocina. Como si no los tuvieran en vinilo o cassette, encima los sintonizaban; buscaban fervientemente los programas de radio que los incluían. ¿Qué aportaba ese otro muro, traducido, que estaba ausente en su versión original?
Lo peculiar, creo yo, del wall of sound original, made in USA, además del fondo imponente que lo definía, es que las letras hablaban de un amor posible. Piensen en «Be My Baby«: “¿Quieres ser mi chica/o?”, preguntaba X; “Sí”, respondía Y; “Ok, eres mi chica/o”. Eran canciones para un estado de bienestar veinteañero donde las cosas se resuelven sin problema. Pero, ¿qué hicieron los que traspasaron el muro a la lengua española? Bueno, lo hicieron al modo español: el amor imposible, inconsumable, la tragedia. Y eso, creo yo, fue el singular muro sonoro de las mamás hispanoamericanas de las que hablo. Temas de letras delicadamente trágicas, de amores que no pueden concretarse, parejas que no pueden cifrar una vida compartida y deben despedirse, sus lamentos reinando en casas de familias recién constituidas, nuestras madres amamantándonos a su son. Mucho uso de palabras como “viaje” (rimada con “equipaje”) e inconsolables despedidas por amor, clausuras entre dos que se aman. Otra rima frecuente: destino y camino. ¿Será culpa de nuestra lengua que el destino coquetee tanto con partir?

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Para quien se movía alrededor de un centro musical todavía ajeno, manipulado por mayores, “Un beso y una flor” de Nino Bravo fue un curso de filosofía de Unamuno que te dan a los cinco años. Todo bien (o todo mal) con Raphael, con Serrat, con el que sea, pero Nino era otra cosa. Yo creo que Nino Bravo ya era el trágico más envolvente desde mucho antes de su muerte joven. Hoy sé que la filosofía trágica de Unamuno se entiende; las letras de Nino son indescifrables, sólo se las puede sentir. “Con tus recuerdos partiré. / Con mis manos y con tu amor / lograré encontrar otra ilusión lejos de aquí. / De día viviré pensando en tus sonrisas”. ¿Qué era eso? ¿El cantante iba a enamorarse de otra persona (“otra ilusión”) pero pensando en la mujer de antes? ¿Y esa de antes que lo seguía amando (puesto que se habla de “caricias de despedida”) a la vez no podía amarlo? ¿Por qué? Hoy se me ocurre que existió mucha menos disrupción, mucha menos transgresión de la que yo imaginaba cuando, siendo adolescente, entré como por un tubo en la atmósfera de Joy Division. Y que de bebés todos estábamos preparados para la lírica postpunk y sus lemas como “El amor nos separará de nuevo”.
¿Y qué decir de Dyango? Algo anticipé jugando con el título de un libro de Jane Austen: para Dyango la sensatez y el sentimiento. Su primer hit, al menos en Buenos Aires, fue una canción llamada «Si yo fuera él», del año 1976. Esa, como algunas de Nino, es un excelente ejemplo del crescendo romántico, que arranca sólo con la voz dulzona, grave y aun así bucólica apenas matizada por unos deditos al piano para luego saltar, casi abruptamente, al nirvana del multi-instrumentalismo y los coros fantásticos (o fantasmagóricos). Recién sobre el final hay un retorno a la parsimonia frugal y la hegemonía simple de la voz cantante, de la mano de un par de versos celosos –los de remate– dedicados a ese que tiene tu cuerpo / mientras yo estoy solo.
Neli era fanática de este tema, y seguro que sus amigas también. ¿Qué se esconde detrás del muro de sonido materno? Quizás mamá o alguna de sus amigas, cuando escuchaban «Si yo fuera él», en realidad hacían una corrección mental de la letra –como daba por sentado Phil Spector– y pensaban… Si tú fueras él. Todavía era común, a fines de siglo pasado, que muchas jóvenes se casaran con el candidato elegido por sus padres.

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Pasaron cuarenta años: sigue vigente el misterio del muro de sonido materno. Murió hace poco Phil Spector, su inventor, a comienzos de 2021 y, créase o no, murió entre muros, en la cárcel, donde estaba preso por haber matado a su mujer.»De Doo Ron Ron» y «Be My Baby»: la alegría ligera de sus composiciones pop no invitaba a imaginar un desenlace femicida. Pero con la traducción latina del muro de sonido podría plantearse, tal vez, el recorrido opuesto: de la opresión a la libertad. Neli, que era muy bonita, fue de esas mujeres sumamente celadas por su marido. La vida conyugal quizás había perdido todo su encanto poco después de la luna de miel. La sublimación de un anhelo frustrado, de un deseo inconsumable por el peso de otros muros, eligió su punto de apoyo en la música.
Fue así hasta cierto momento, hasta la edad de los cincuenta o un poco antes. Ahí Neli pateó el tablero y se dio sus gustos; empezó a viajar sola o con amigas a la costa, a comprar ropa en Brasil (que después vendía), y hasta tuvo una bella amistad enamorada con el transformista más famoso de las boites de Camboriú, el entrerriano Pablo Rey. A su modo Neli también fue una transformista, que en los ’80, ya grande, se liberó. Dejó de preocuparse por el qué dirán y de escuchar las canciones de Nino Bravo; se apegó más, para sus días melómanos, a la intensidad, distinta, menos desgarrada, más lúdica, de Freddy Mercury. Algo posiblemente se cerró y la dulce densidad de los domingos, mal disimulada los lunes, para ella pudo quedar atrás.