El mes pasado, María Moreno recibió el Doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Nacional de Córdoba y, en ese marco, presentó su último libro, La merma (Random House). A continuación, y por gentileza de su autor, compartimos el texto inédito que Alan Pauls leyó para la presentación.
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La mitad más uno
No nos engañemos. Apenas nos enteramos de que María había sufrido lo que ella llama “el accidente”, y de que el accidente no la había matado, todos supimos que había un libro en camino. No sabíamos nada de la magnitud del episodio, nada de las condiciones en las que estaba el organismo de María para tolerarlo. Habiéndola leído, sin embargo, sabíamos que si algo de vida había quedado en ella, ese resto, esa porción, esa mitad sería un puro deseo de escribir, y que ese deseo de escribir nos daría un libro. Tarde o temprano, mejor o peor, más largo o más corto, habría un libro de María sobre el accidente.
El libro está acá, es La merma, y no sé qué pensarán los especialistas, pero a mí se me hace que llegó bastante rápido, que es más largo de lo que uno tendería a pensar que se puede escribir con la mitad del cuerpo y que no es ni mejor ni peor sino simplemente: extraordinario. Extraordinario a la manera de María, cuyos libros siempre nos hacen creer que lo que cuentan, describen y piensan no existía antes que ellos. Que son ellos, los libros, los que lo inventan, y al inventarlo lo hacen existir. Esto ya es bastante impresionante cuando lo que está en juego son seres, mundos, aventuras imaginarias. Cuando lo que está en juego es “lo real” —que es de lo que se ocupa María desde siempre—, es un arte sobrenatural, de otro planeta, que corta el aliento.
¿Qué somos los hombres para María Moreno? “Los hombres”, no sé. Yo, en todo caso, soy el que elogia a María y se come los sopapos. En alguna otra parte traté de explayarme sobre esta lógica pueril, como de comedia muda, que no deja de fascinarme. No sé si me fue bien, pero aprendí que los sopapos, en este caso, me alientan a reincidir. Lo que no es poco. En cuanto a los hombres —me refiero a “los demás hombres”, algo dice María en esa atropellada autobiografía relacional que abre el libro: un Yo y los hombres que se declina en todas las dimensiones posibles —intelectual, sexual, política, íntima, etílica, retórica— y la deja parada a María en un lugar con el que cada vez se identifica más, o mejor, o más justa, más irónicamente: el lugar de la sobreviviente. Todos los hombres han muerto; ella no. Pero ella es la mitad de lo que era. Extraño corolario de un comienzo de libro insólito: María es la sobreviviente de una población —los hombres— a la que nunca perteneció. ¿O sí? ¿O haber sido la varonera que dice que fue es haber pertenecido? ¿O ser marimacho es participar de la comunidad varón? Pero participar ¿cuánto? ¿Una mitad? ¿La mitad mari —mari por María?

La merma, por supuesto, es el costo que hay que pagar por la supervivencia. Lo que no se mueve, lo que no se puede hacer, todo lo que se hace mal, lenta, penosamente, todo lo que ya no estará en los planes, sólo en los sueños, quizá. Todo eso está en el libro con lujo de detalles, dicho sin pudor ni eufemismos, como quien cuenta y describe los efectos personales de los que debe deshacerse antes de entrar a la celda, pero también con una extraña atención, casi un furor, como si nada despertara tanto la curiosidad de María como el agujero negro que se ha tragado la mitad de su cuerpo. Recién accidentada, apenas llega al sanatorio, la médica que la recibe le describe su cuadro con brutalidad y le pronostica un futuro negro. Mientras su mente rencorosa ficha a la bestia y se promete volver por ella cuando esté en condiciones, María piensa: “Me da curiosidad, morbo”. Esa curiosidad es el principio de la supervivencia —y el motor de este libro. Al mismo tiempo que una catástrofe personal, el accidente es un mundo nuevo, una terra incognita, una provincia que está ahí y pide ser mirada, pensada, descrita, leída —es decir: anexada. Es un paquete de penurias siniestras —inmovilidad, trastornos del habla, problemas para tragar, etc.—, pero es también, para empezar, un lenguaje, todo un horizonte nuevo de palabras, jergas, usos, retóricas, que el libro va desmalezando con una clase particular de fruición, aun cuando la desmalezadora esté postrada en una cama de hospital, esperando que cierta doctora Lady pase a hacerle el tacto rectal previsto por la agenda. En el mismo momento en que repertoria las pérdidas, La merma despliega todos los espejitos verbales con que el accidente hechiza a la mermada, poniéndola en la pista de un territorio simbólico desconocido: disartria, disfagia, bipedestador, bipedestarme, osteointegración… Hay una voluptuosidad de la jerga, y sabemos el tipo de oído que María suele tener para ella, sus resonancias, sus ecos equívocos. Pero no es sólo eso. Porque el accidente dispara una verdadera endemia lingüística que incluye también chistes, formas perversas, hilarantes de literalidad, anacronismos, déjà-vus, revivals idiomáticos y hasta episodios líricos o de psicosis verbal. En el momento “montaña mágica” del libro, uno de los personajes con los que la mermada convive en el Basavilbaso, una interna que se la pasa haciéndole ojitos, permuta el amor por el odio, vaya uno a saber por qué, y la riega de insultos, insultos viejos, demodés, que irrumpen en el libro como una ráfaga del retrovaronerismo que parecía haberse ido con los hombres muertos: arrastrada, atorranta, sifilítica, tortillera… Una enfermera trae noticias de un paciente y dice: Obitó, y la palabra escrita suena como dicha en otra lengua, tan exótica y tan recalcitrantemente argentina como la que hablan los pedazos de prosa de “poética del síntoma”, la página donde María reproduce avisos pidiendo “bastones cuádruples con regatón de goma regulable” o gemas de lirismo epicrítico del tipo “bolo desmoronado”, “opacidades de vidrio en lustrado” o “evoluciona con delirio hiperactivo con clona”.
Feliz de pertenecer por fin a un grupo vulnerable, la mermada, que se pasó la vida portavoceándolos a todos, habla en primera persona sin culpa, y aprovecha esa impunidad para apropiarse de la lengua que descubre, que es lo único, lo más valioso, la plusvalía paradojal que puede sacar de la hecatombe. En ese sentido (y en todos los demás también, en realidad), La merma es lo contrario de esas memoirs de sobrevivientes que dispara la urgencia de compartir, ofrendar una experiencia límite o ejemplarizarla. Es un libro hijo del morbo, la avidez, el regocijo inquietante, bastante marciano, de volverse experto en una especialidad de la que se es al mismo tiempo víctima y sujeto, conejillo de indias y sabio loco, objeto y etnógrafo. Quizás eso, el modo preciso y a la vez desaforado en que ejecuta esa duplicidad, como si no tuviera ningún límite, explique que La merma sea uno de los libros más salvajemente cómicos que haya escrito María. Cero autoconmiseración, ninguna complacencia, ni siquiera esa piedad camuflada que a menudo son el pudor o la elipsis significativa. María, por supuesto, habla de todo lo que los testimonios ejemplares tienden a callar o suavizar: habla del asco, de la vejez, de la mierda, del sexo, incluso del sexo pago —en una escena forcejeada, truculenta, absolutamente gloriosa, que Roberto Arlt se hubiera muerto por escribir. Es una dimensión clave, al borde de lo kamikaze, y la determinación con que la aborda la mermada tiene algo de la voluntad ciega de decir la verdad que Foucault detectaba en los parresiastas cirujas del cinismo griego. (Ahora que lo pienso, hay algo efectivamente griego en María Moreno. Una especie de porfía intransigente, quizás el único núcleo de inflexibilidad que ofrece una manera de escribir y leer el mundo obsesionada, por lo demás, con el modo en que las cosas —todas las cosas— discrepan consigo mismas, dan vueltas sin encontrarse.) La merma no es toda la verdad, por supuesto. ¿Cómo podría serlo? ¿Cómo pretendería serlo, siendo un libro de María, lacaniana vieja, para quien la verdad es no toda o quizá simplemente: una mitad?

En el Basavilbaso, menos un hospital, a esta altura, que un mito, la mermada pesca todo lo que el accidente tiene para decirle —a ella y, se diría, sólo a ella, no sólo porque ella es la que lo ha sufrido sino porque ella, por tortuoso que suene, es su destinataria ideal, la única capaz de captarlo, registrarlo, ponerlo por escrito. Voces esporádicas pero notables, que van del Obitó de la enfermera, tan Bustos Domecq, al ritornello que irrumpe a veces a lo largo del libro, la secuencia serendipia Doncelar criptografía, alucinación auditiva en la que la mermada dice reconocer su “despedida de la literatura”. De esa clase son las coqueterías (pocas) que María se permite en el libro, además de la breve autobiografía fashion con que juzga pertinente objetar el criterio con que la visten sus enfermeras. Convengamos que su estado clínico autoriza los adioses más dramáticos, todas las pérdidas, inercias y privaciones a las que el acv amenaza con reducir su vida, así como el duelo más cruel, que la mermada pone por encima incluso de sus peores padecimientos corporales: la limitación de su capacidad de hacer frases, condenadas —ahora que el error, la torpeza de tipeo no dejan de acecharlas— a acortarse, volverse “mensurables”, tétricamente administrativas, y a renunciar para siempre a las enumeraciones caóticas de cinco renglones que eran su máxima jactancia. El libro mismo que detalla todo este porvenir nefasto lo desmiente, lo relega más bien —treta de narradora que sabe cómo sacarle el jugo a lo que no le gusta— a la categoría de obstáculo, de barrera, de umbral, y por eso leerlo es zambullirse directo en una especie de fiesta de lucidez y exuberancia, donde asistimos simultáneamente al peligro y a su desactivación, a la vitalidad radiante que lo reconfigura.
Como pasa a menudo en las historias clínicas de Oliver Sacks, narrador-neurólogo de cabecera de María, La merma, que empieza con muertos y mitades perdidas, termina —lamento espoilear— con un happy end, un trance festivo, una fiesta política, la fiestonga de marchar, en la que la mermada, la “paralítica subversiva”, se pierde con su silla eléctrica en una multitud que reúne —como los últimos actos de una comedia musical— la familia de activistas, mostros y freaks que desfilaron por las páginas del libro, huestes de la vulnerabilidad combativa. Es el 1º de febrero de este año; es la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista convocada por el movimiento LGTTINBQ. La escena es un trip; podría ser de Copi; podría ser una remake feliz, vital, medio lisérgica, del “salimos en manifestación” que cerraba El fiord de Lamborghini, a quien creo que la mermada cita en alguna página. La prosa se va relajando, se deja ensuciar, se contagia de los gritos, los cantos, las consignas, hasta el barroco o el carnaval, es decir: hasta perder el centro y disolverse en lo que suena.
No soy fan de los happy endings, pero me gusta que el libro termine con una marcha. Con este tipo de marcha, este tipo de fiesta: con la alegría política del carnaval. Reducida a la mitad, la mermada lo quiere todo: la fiesta y el no, el goce y la revuelta. No elige compensar o colmar: elige el exceso, igual que Mario Bellatin el talídome no elige completar su muñón con una prótesis sino editarlo con una escultura de grafito. ¿Qué hacer con la mitad perdida?, se pregunta La merma —y hay en lamerma un eco, una especie de sigla provocativa, como si María hubiera transformado el accidente y su secuela en una especie de nombre propio, el más propio de los nombres propios. Lamerma, así, todo junto. Un nombre de guerra. Pero ¿para hacer qué? ¿Para hacer qué con esa mitad que falta? No para llorarla, ni añorarla, ni odiarla. Para emperifollarla con literatura, lujo desubicado y violento que no llena ni sacia nada, que no es pertinente, que es justo, escucha bien, sabe delirar y saca de quicio.
25 de septiembre de 2025