Jacobo Fijman, más allá de la locura
Durante décadas, su obra fue recibida a partir de dos claves de lectura: la del loco o la del místico. Pero Fijman fue sobre todo un poeta adelantado a su época, que hizo de la poesía su conducta de vida. Esta es una aproximación a un artista del margen.

Hay un poeta en el Borda. 

Encorvado sobre un banco junto a un níspero, escribe y dibuja en recetarios del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública. Regala sus poemas a médicos y enfermeras. Que no saben que él conoció a Borges, a Mastronardi, a Xul Solar, a Breton, a Éluard. Que no tienen idea que escribió para Crisis, formó parte del grupo Martín Fierro y, en Europa, casi se agarra a trompadas con Artaud. Tampoco saben que Samuel Tesler, el judío cristiano de Adán Buenosayes, de Leopoldo Marechal, está inspirado en él. Reside en el Borda desde 1942, se llama Jacobo Fijman, tiene tres libros de poesía publicados y un diagnóstico de psicosis. Transcurre 28 años en el manicomio, olvidado por casi todos, como sepultado en vida. 

El más ausente

Nace en 1898 en Orhei, actual Moldavia. La familia emigra a Argentina, el padre trabaja como colocador de vías de ferrocarril. En 1917, Fijman abandona a su familia y se instala en Buenos Aires para egresar como profesor de francés del Lenguas Vivas. Todo marcha más o menos bien: estudia música, consigue un violín, escribe poemas, trabaja de periodista. Pero un día en la calle se siente víctima de un complot tramado por “Apolonio, el entrerriano”: la policía lo muele a palos y lo detiene.  Termina en Devoto y de ahí al Borda.  

Su ataque no le impide, por ahora, vivir la vida literaria. Colabora con el grupo Martín Fierro, publica Molino rojo (1926), su primer libro de poemas. Los versos iniciales todavía estremecen: 

Demencia: 

el camino más alto y más desierto.

Invitado por Oliverio Girondo, Fijman viaja a Europa. En España visita la tumba de Miguel de Cervantes y Saavedra. Encuentra las pinturas religiosas del Louvre, sus cuadros favoritos, en unas estampas: así nace Hecho de estampas (1929), su segundo libro. Sufre una crisis espiritual y se convierte al catolicismo. El título de su último poemario surge de un versículo del Apocalipsis, Estrella de la mañana (1931). De 1930 a 1940 no hace otra cosa que estudiar escolástica. Día y noche. Durante este período, en sus palabras, se desataron las iras. 

Carlos Mastronardi cuenta en sus memorias que una vez tuvo que frenarlo para que no le cortara la cara a un tipo con un cuchillo. Por maltrato al personal, Fijman es expulsado de la Biblioteca Nacional, cuando su sede estaba en calle México. Para ganarse la vida, toca el violín en tugurios. Pero en una pensión de Caballito le roban el instrumento. Absorbido por un misticismo cada vez más radical, se interna en la selva paraguaya y cruza a Brasil, donde trabaja un tiempo en un aserradero. Al regresar, sus propiedades se reducen a una pipa y 70 libros viejos. 

Sin mujer ni familia, cuando lleva una semana sin comer ni dormir, de nuevo lo internan en el manicomio. Le aplican terapia de electroshock. A partir de ahí, ninguno de sus amigos y colegas saben más nada de él. Había prefigurado su destino en dos versos de Molino rojo: “Fui un desaparecido, el más ausente” (“Cena”)  y “Soy de los que no vuelven, hermanos míos” (“Vísperas de angustia”).  

“Los médicos me aplicaron electroshock. Seguramente veían en mí un mal que pretendieron expulsar con electricidad. Y ciertamente parece que me hizo bien. Hace años que no me resfrío” (Jacobo Fijman)

Sentía olor a selvas de incienso

Pero alguien piensa en Fijman. El pintor surrealista Juan Batlle Planas le encarga a un abogado especialista en derechos humanos que averigue algo acerca del poeta. Durante largo tiempo, Vicente Zito Lema lo rastrea sin suerte.

En 1968, acude al Borda. Empuja la puerta de la biblioteca del manicomio. Del otro lado, lo recibe un hombre chiquito con sobretodo gris enorme, boina, arrugas profundas alrededor de los ojos, un libro entre las manos y un cigarrillo colgando de la boca.  

—¿Usted es Jacobo Fijman?

—Sí.

—Hace años que lo estoy buscando.

—Lo sabía y lo esperaba.

En varias jornadas, Vicente Zito Lema conversa con Fijman y lo graba en una cinta magnetofónica: 

“Los médicos me aplicaron el electroshock. Seguramente veían en mí un mal que pretendieron expulsar con la electricidad. Y ciertamente parece que me hizo bien. Hace años que no me resfrío”. 

“El mal no sé cual era. Tenía una confusión terrible. Supe que el mal estaba en todo el cuerpo. En el sistema central. En el sistema nervioso central y en el sistema central periférico. A veces pienso si no sería que ellos me tenían miedo. Envidia por poseer una carga de energía superior a todo lo humano”.

“Tuve experiencias místicas, de orden sensorial. Sentía perfumes. De incienso. Sentía olor a selvas de incienso. Y en el cuarto donde estaba no había ni una flor. El arribo a estas profundísimas experiencias lo produce la voluntad de Dios”. 

En 1969, en el primer número de la revista Talismán, Zito Lema rescata y difunde su obra. También publica El pensamiento de Jacobo Fijman o el viaje hacia la otra realidad (Rodolfo Alonso Editor), libro imprescindible para saber quién fue este poeta. Fijman muere en 1970, en el Borda. Antes de morir, le encarga una cosa a Zito Lema: “Que no me abran el cerebro”. 

Vicente Zito Lema y Jacobo Fijman

La Santa Trinidad fijmaniana

Su obra, compuesta centralmente por tres libros (además de pinturas y dibujos), durante décadas fue mal leída. Tuvo dos claves de lectura: la del loco y la del místico. La primera surge de leerlo con su historia clínica al lado. Fijman no escribe a pesar de la locura, entre ataques violentos, ni desde la locura, con sus facultades mentales alteradas, sino más allá de la enfermedad mental. Más allá de todo. Tiene razón cuando confiesa: “Hice conducta de poesía”. Es ahí donde Fijman pone su voluntad y se juega la vida; lo otro es algo que le sucede, como la caída de un rayo.  

En Molino rojo trabaja delicadamente sobre la métrica, expresada en endecasílabos y alejandrinos, estos últimos partidos por un corte que favorece la enumeración de imágenes alucinantes (los árboles tienen párpados; los molinos, ojos endemoniados). Los versos, cargados de metafísica, melancolía, colores, sinestesia (“olores de amarillo”, “silencios verdes”) y una repetición musical de palabras y de frases, producen un vértigo y una experiencia de lectura propias de un texto muy adelantado para su época. Molino rojo expone a un yo lírico desgarrado, pero también tierno y hasta luminoso: es recurrente la imagen de los puentes tendidos como vía para el retorno de cierta música sagrada. Y es una delicia cómo Fijman, en medio de complicadas y oscuras imágenes, cuela el lunfardo rioplatense: “Se acerca Dios en pilchas de loquero, / y ahorca mi gañote”. 

Según el autor, la métrica y la influencia de Hecho de estampas hay que buscarlas en los cantos gregorianos. Pero el brevísimo poemario (14 poemas y una “Canción de cuna que no ha agradado a nadie”) no es sólo una manifestación mística de su incipiente catolicismo. Lo mejor de Hecho… no está en el fervor religioso sino en el  híbrido de lecturas católicas y simbolistas franceses, Raimundo Lulio con Rimbaud. Este libro contiene algunos de sus mejores versos, que vale la pena transcribir para deleitarse con ellos: 

Yo me veo colgado como un cristo amarillo

sobre  

los vidrios pálidos del

mundo.

(…)

Siento en mis ojos las anguilas fuera de sí de los

silencios

montañeses. 

(…)

Soplan olores de banderas frías

y resuenan tambores de infancia.

(…)

Mi voz es fría y sucia como la piel de los muertos.

Con Estrella de la Mañana, Fijman ya no es moderno ni surrealista: se parece menos a Lautréamont que a John Donne. El poeta teólogo del siglo XVII escribió “Vuelve a Dios, alma, que él conoce tu dolor”; Fijman escribe “Espero en Cristo regocijado en muerte y alegre de muerte”. En su último poemario abundan soles, bodas entre el cielo y la tierra, niños cantores… Los poemas expresan como nunca antes su conversión furiosa al catolicismo, y por momentos la poesía de Fijman se resiente. Es de difícil lectura Estrella de la mañana. Podría haberse publicado con una faja de advertencia: “Para conectar con este libro, se recomienda ser santo o profeta”. 

El margen del margen

Como más tarde sucedió —salvando las distancias y las estéticas— con Osvaldo Lamborghini o Carlos Correas, no cabe duda de que Jacobo Fijman se convirtió en una figura indigerible para el mundillo literario del grupo Martín Fierro y las vanguardias de las décadas siguientes. Según Noé Jitrik, marginal es quien se sitúa fuera del cánon, pero existen dos clases de marginales: quien rechaza conscientemente el canon, o quien lo desconoce y es marginal en un espontáneo situarse por fuera del universo de producción artística. Fijman inventa una tercera clase: marginal es también el que se aparta no sólo estéticamente, sino espiritualmente. Como si ya no perteneciera al mundo ni a su época.   

Vicente Zito Lema lo rescató, lo romantizó (“irradiaba una belleza desgarrante”) y más tarde lo canibalizó: hizo de la locura y del “caso Fijman” una estética teatral que no envejece bien. Abelardo Castillo también usó la figura del poeta en el manicomio para su novela El que tiene sed, donde se llama Jacobo Fiksler y es el cliché del genio loco, que además se asume como loco muy alegremente, cosa que Fijman no hacía. Él se consideraba un santo. 

Hoy es una estrella muerta hace ya mucho tiempo de la que cada tanto recibimos sus resplandores: en 2017, la editorial Serapis publicó Molino rojo y Estrella de la mañana; en 2019, se compilaron sus poemas póstumos, los que regalaba en el Borda, en Libro de la cantiga de la pasión (Duino). En 2023 se rodó un largometraje sobre su vida, El cristo rojo, aún no estrenado. Recientemente, Los poemas pornopsiquiátricos, de Melina Alexia Varnavoglou (Nebliplateada), toman el poema “Canto de cisne” como fuente de inspiración. 

Última voluntad

¿Qué hacer con Fijman? Conviene leerlo completo, asimilar su arte con cuidado, sin complacencia ni mistificaciones. Hay que leer su poesía y apartarse del hospicio. Que la vida de santo o maldito no se coma la obra, porque hubo un hombre que escribió poemas que pertenecen a la literatura argentina grande, no son un conjunto de síntomas o visiones de un converso. 

No es lo mismo Molino Rojo, probablemente su obra más redonda, que sus últimos poemas. Y Hecho de estampas tampoco se parece del todo a los otros: libro chiquito pero poderoso, resulta esencial dentro de su producción, aunque suele soslayarse su importancia debido a la brevedad o publicarse en ediciones “rellenadas” con la entrevista de Zito Lema. 

Dispuesto a cumplir la última voluntad del poeta (“Que no me abran el cerebro”), cuando murió a causa de un edema pulmonar, Zito Lema alquiló un coche fúnebre a la vuelta del Borda, retiró el cuerpo de la morgue del manicomio y logró meterlo en una salita de la SADE (quizá el servicio más importante que haya brindado la institución en toda su existencia), donde al otro día lo velaron. Jacobo Fijman descansa en el cementerio de la Chacarita, bajo los grandes soles fríos.

Juan Maisonnave

Escritor, editor y periodista cultural. Socio fundador de Pinka Editora. Publicó Los juegos compartidos (Santiago Arcos Editores, 2013), que obtuvo el Segundo Premio en la categoría Cuento del Fondo Nacional de las Artes. Participó de los talleres de escritura creativa de Federico Falco (2020), Hernán Vanoli (2019), Hugo Correa Luna (2016-2018) y Maximiliano Tomas (2009-2011).

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