En Francis Bacon, de frente y perfil (Homo Faber, 2025), el escritor francés Michel Leiris reflexiona a través de dos ensayos y una entrevista sobre la obra de su amigo y gran artista plástico irlandés, que retrató como nadie la angustia del siglo XX. Compartimos el prólogo del libro.
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Ese otro yo. Reconstruyendo a Michel Leiris
Por Raúl A. Cuello
La existencia de Michel Leiris (París, 1901-1990) se desplegó como una contienda de pulsiones: más allá de su voluntad de muerte, su apego al lenguaje, o mejor dicho a la letra, logró sostener su vida en casi la totalidad del siglo XX. Hubo, eso sí, una propensión a la edificación mitológica de la subjetividad desde la cual entendió que esta existencia era parte de un juego de duplicaciones que tenía como epicentro al yo. Si se piensa en su obra, se constatará que fue prácticamente compuesta a la manera de un pareado: cada libro escrito encuentra correspondencia con un “otro” que propone un giro de tuerca imprevisto. Así, por ejemplo, el complemento o continuidad de su L’ Âge d’homme fue el desbordante, por momentos obsceno, La Règle du jeu; otro proyecto monumental como su Journal (1922-1989) encuentra como reverso al singular Journal de Chine; y Brisées, hermoso compendio de ensayos heterodoxos y heterogéneos, se cierra con Zébrage. ¿Pero cuál es esta existencia de la que hablábamos al principio, cuál es su materia fundante, qué la vuelve trascendente o valiosa a los ojos de un lector argentino? Un episodio en la infancia disparará la sucesión de eventos que quizás permitan develar su secreto.
En 1912, un Leiris de 11 años asiste a una representación de Impressions d’Afrique de Raymond Roussel en el teatro Antoine. El espectáculo, entre bochornoso e indiferente al público parisino de la época, resulta sin embargo deslumbrante para el joven que ya había visto cantar a Roussel en las veladas que se organizaban en su domicilio. Su padre, Eugène Leiris, era el contador de la familia Roussel y sostenía con ésta una relación estrecha. Será el propio Raymond quien prestará su palco personal a la familia Leiris, hecho que a su vez tendrá un impacto decisivo en la cosmovisión trágico-teatral de Michel. De ahí en adelante, la vida de Leiris estará marcada por encuentros y relaciones con los artistas más influyentes del siglo.

En 1921 y tras la muerte del padre, Leiris conoce a Max Jacob, quien se convertirá en su primer lector y crítico, y a George-Henri Rivière, quien influirá en su carrera de etnólogo. Poesía y etnología, dos senderos por los que irá pivotando hasta llegar a una suerte de síntesis estética. Con el correr de los años frecuentará a Picasso, Masson, Giacometti y Bataille; a todos ellos dedicará ensayos de calibración suprema con el sentido afecto que solo confiere la amistad. Una última pata terminará por ensamblar una suerte de “tríptico de las pasiones” cuando conozca a Louise Godon (Zette), hija adoptiva de Daniel-Henry Kanhweiler (gran marchante de arte cuya colección personal de arte cubista supo ser la más importante del mundo) con quien contraerá matrimonio en 1926. Este encuentro afectivo y familiar con el universo del arte pictórico entrenará a Leiris en sus dotes de descifrador de símbolos, ejercicio que se verá reforzado aún más en ese extraño y maravilloso periplo por el “África negra”.
En los denominados “Domingos de Boulogne”, que no eran más que tertulias concertadas en la casa de los Kahnweiler, Leiris comenzará a coquetear con el surrealismo, ya que allí se daban cita personajes como Tzara, Gris, Beaudin, Limbour, Desnos y un largo etcétera Es en uno de estos eventos donde conoce a Picasso, quien, junto a Bacon en su vida adulta, conformará un arco voltaico de referencias pictóricas en las que Leiris descubrirá afinidades. Se verifica la manera en que esta “malla social” configura un mosaico de intereses diversos, mosaico que seguirá alimentándose con la asistencia a los cursos de etnología de Marcel Maussen en la École Pratique des Hautes Études o en las glosas que escribe: será a través de este ejercicio, en el que las palabras coinciden en su sonido y su sentido, donde Leris intentará hacerlas escupir una verdad.
Aquí se dará un desplazamiento, ya que Leiris, que se había incorporado al surrealismo en un primer momento, se convierte al realismo bajo la máscara del relato autobiográfico. En el antes mencionado L’Âge d’homme pretenderá restituir los más mínimos hechos de su cotidiano, forjando así la idea del “mito vivido”, es decir, una concepción (un imaginario) de episodios que orquestan su vida. A través de una puesta en escena de su vida revisada, Leiris ensayará una regla del juegoque le permita dar con el origen del sentido. A partir de Biffures (primera entrega de La Règle du jeu), Leiris buscará perforar esa mónada que parecía cerrada en L’Âge d’homme en un ejemplo eminente de cómo Leiris toma notas líricas (de su infancia, de sus experiencias con la muerte, la prostitución) y las transforma en alambicadas paradojas que adoptan la forma de la frase, una frase que simula a su vez ser un jadeo interminable, y de cuyos pensamientos surgen contrapensamientos, las más de las veces, desmesurados, brutales, escatológicos: aquí Leiris se convierte, como lo ha hecho notar el biógrafo y crítico Jean-Yves Tadié, en el reverso negativo de Proust. Será, de hecho, bajo la lectura de El tiempo recobrado de Proust y de Pierre o las ambigüedades de Melville, que éste concebirá el proyecto autobiográfico espectacular como la forma de “hacer” literatura.

Una vez concluido su proyecto autobiográfico con Frêle bruit (cuarto volumen), un Leiris provecto se entregará casi exclusivamente a la escritura de ensayos de corte artístico, como Le ruban au cou d’Olympia y Francis Bacon, face et profil (incluido en nuestra selección de escritos). Particularmente en estos dos expondrá sus ideas sobre la tensión entre modernidad y eternidad, representando la primera “el punto extremo de una era” en la cual anida la sensación de una existencia otra que se encuentra despegada o desafectada de la misma temporalidad. En Bacon descubre que el empleo de elementos secundarios ―como un foco (“una bombilla eléctrica”) o una silla― opera como contrapeso del componente dramático para que lo sobrenatural (la deformidad de la carne de un rostro desplazado) se concrete en la escena. Estos adornos que vemos repetidos en los diferentes lienzos de Bacon portan una polisemia que los acerca a la órbita de la tauromaquia: los insertos del artista se asemejan a la suerte del torero que da, con su estocada, una muestra de su maestría en la faena. Fantasía y autenticidad otorgarán presencia a figuras que, formalmente, no existen. Esto trae aparejada una suerte de “memoria” que encapsula a múltiples experiencias o periodos de tiempo. Se trata entonces, tanto en Manet como en Bacon, de evocar una presencia, de elevar su sensación con la impronta o la ferocidad del hecho.
Sobre el final de sus días y como consecuencia de sus reflexiones sobre el realismo en Bacon, Leiris volverá a virar nuevamente hacia el surrealismo con Langage tangage y À cor et à cri, experimentos con la lengua donde se imbrican todos los que fue: el etnólogo neófito, el erotómano frustrado, el suicida imposible, el autovoyeur minucioso, el crítico corrido, el fabricante de ritornellos. Para todos los casos, siempre se trató de una rara avis que, en su papel de engarzador de subjetividades, cerró definitivamente su programa exploratorio con estas palabras: “siempre me es más penoso que a cualquiera expresarme de otro modo que no sea por el pronombre yo, no porque deba verse ahí algún signo particular de mi orgullo, sino porque esa palabra yo resume para mí la estructura del mundo”.