Escribir en lengua enemiga: la obstinación de Agota Kristof 
Un perfil de la escritora húngara que hizo del pesimismo y el tedio su universo narrativo.

A los veintiún años, Agota Kristof cruzó la frontera para escapar de su país invadido por las tropas soviéticas. Iba a pie, junto con su marido y su beba en brazos, cuando llegó a Suiza por casualidad: allí se quedaría el resto de su vida. Solo llevaba dos bolsas: en una, ropa, pañales y biberones para el bebé; en la otra, diccionarios. 

Treinta años después publicó, en francés, la primera de las tres obras que la consagrarían y que componen la trilogía Claus y Lucas. “Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones, y no puedo escribirlo sin ayudarme de diccionarios, que consulto con frecuencia. Esa es la razón por la cual digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga”, cuenta en La analfabeta (2004), un compilado de once fragmentos sobre su vida que funcionan como autobiografía mínima. 

Kristof ya había rechazado el alemán y el ruso como lenguas impuestas. ¿Por qué abdicar, después de todo, de la lengua materna? ¿Cómo se escribe lo que todos coinciden en llamar un clásico moderno en una lengua que se odia? 

Claus y Lucas es un tríptico compuesto por las novelas El gran cuaderno, (1986) La prueba (1988) y La tercera mentira (1991). Los protagonistas son dos gemelos criados por su abuela despiadada en un país ocupado por fuerzas extranjeras. La primera obra narra, con la ingenuidad brutal de dos niños, la devastación  y la brutalidad de la guerra y produce un efecto escalofriante, porque los hermanos son testigos –y en ocasiones partícipes también, en su actitud inocente de supervivencia– de crímenes como asesinatos, violaciones grupales, femicidios y campos de exterminio. No se puede leer a Agota Kristof sin temerle, sin horrorizarse. Porque no hay absolutamente nada feliz en una obra cuya raíz es el desgarro: el de la lengua y el de la identidad arrasada por el exilio y la guerra.

Las novelas se componen de capítulos extremadamente breves –de dos a cuatro páginas cada uno–, y la prosa fría e impersonal, despojada de adjetivos, sostiene las atmósferas ominosas a la vez que revelan el esfuerzo por utilizar un lenguaje lo más transparente posible. Una manía de precisión que en ocasiones la lleva a preferir la repetición al uso de sinónimos. En su gran cuaderno, los gemelos escriben:

“«Nos gustan las nueces» y «nos gusta nuestra madre» no puede querer decir lo mismo. La primera fórmula designa un gusto agradable en la boca, y la segunda, un sentimiento. Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos”. 

Pero, ¿no es justo pensar que la precisión se alcanza en una lengua que se domina? ¿Por qué elegiría construir un universo narrativo, con todo lo que eso implica, en una lengua ajena? 

Cuando le preguntaban a Samuel Beckett si en Esperando a Godot este personaje representaba a Dios, él respondía : “Si por Godot hubiera querido decir Dios, habría dicho Dios y no Godot”. El escritor irlandés, quien triunfó como dramaturgo en francés, explicaba que en inglés decía muchas más cosas de las que en realidad quería decir, y que la lengua ajena le permitía escribir sin estilo. Allí donde se busca estetizar el fracaso del lenguaje –caso homólogo al del rumano Eugène Ionesco, el otro padre del teatro del absurdo que también escribió en francés–, la lengua extranjera constituye una potente herramienta de creación

Beckett y Ionesco no son solo referencias inmediatas a Kristof por el uso del francés, sino también porque ella fue, antes que novelista, dramaturga. Su obra teatral, eclipsada por completo por el éxito de Claus y Lucas, se constituye de 24 piezas, muchas de las cuales le valieron cierta fama durante los años setenta en Neuchâtel, cuando eran representadas en cafés o bares de la ciudad y otras emitidas por la radio. En La Analfabeta cuenta que durante los años cincuenta, cuando aún vivía en Hungría en los tiempos de la posguerra y pasaba hambre, organizaba representaciones en la escuela para ganar dinero. Ella escribía los guiones que dos o tres amigas aprendían rápidamente y montaban para el público en los recreos. Generalmente consistían en imitaciones de los profesores, y gustaban mucho. Hay una extraña alusión a la felicidad en esta anécdota, quizás la única dentro de todo lo que puede leerse sobre ella: “Nosotras, las actrices, aceptamos indistintamente dinero o alimentos, pero en realidad nuestra gran recompensa es la felicidad de hacer reír”. 

Años antes de morir, en 2007, concedió una entrevista a El país. Le preguntaron si la crudeza de su estilo tenía que ver con no escribir en su lengua materna: “Seguramente mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura». 

A diferencia de las novelas, su obra poética y dramática está escrita en húngaro. Como Beckett, que cada vez que usaba el inglés terminaba escribiendo poemas, Kristof eligió el francés frente al húngaro “para poner distancia entre el terror y mi escritura”. Porque si el problema es la vaguedad de las palabras que evocan emociones, la autora de Claus y Lucas parece no querer arriesgar la asepsia que reclama la construcción de su (anti)poética en una lengua en la que es vulnerable. Solo en francés Kristof puede dotar la narración de esa textura excepcional. Ella lo llama “el desafío de una analfabeta”. 

El pesimismo y el tedio de la existencia son, como en el teatro del absurdo, tema de la obra de Kristof, y su vida está presente en toda su narrativa. Si Claus y Lucas se sitúa en la Hungría de posguerra, Ayer (1995), su cuarta y última novela, cuyo protagonista lleva una tediosa rutina de obrero en el exilio, describe  momentos de su residencia en Suiza: “Esperábamos algo al llegar aquí. No sabíamos qué esperábamos, pero ciertamente no era esto: jornadas de trabajo tristes, veladas silenciosas, esta vida solidificada, sin cambios, sin sorpresas, sin esperanza”. Los escenarios de Ayer son los mismos que los de La analfabeta: la fábrica, la mecanicidad desquiciante del trabajo manual, la soledad, los compatriotas suicidados, el hambre, la lucha contra la lengua extranjera. Al igual que en Claus y Lucas, la utilización de un lenguaje depurado –logrado a través de la migración lingüística–, provocan un efecto de lectura potente y amenazador. En 2007, después de casi cincuenta años en Suiza, Kristof explicó que había abandonado la escritura. Según ella, no podría escribir nada mejor que lo que ya había hecho.

Pilar Trebucq

Córdoba, 2000. Licenciada en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Condujo el programa Ciego los Espejos en Radio Revés (Facultad de Ciencias de la Comunicación) y es columnista en Radio Sucesos.

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