Seguimos explorando la historia de las clases altas en las letras nacionales. Segunda de tres entregas.
…
(Viene de la primera parte)
11.
En los últimos treinta años, en paralelo con la sostenida estabilidad democrática, la clase media profesional ha hecho valer sus fueros, sin contradicción, como nunca antes. Novelistas y cuentistas de clase media escriben sobre la clase media con ahínco y exclusividad, sobre su pasado middle-class, su presente y futuro middle-brow. En los mejores casos, con las mejores virtudes clasemedieras: ahorro, buen tino y buen tono, laboriosidad, industria, tolerancia, respeto, control de calidad. (La simplificación es más gruesa acá, y narradores de los 90, como Forn, Fresán y aún Pauls, no esquivan a la clase alta ni a la élite del poder; el periodismo narrativo de María Moreno nunca esquiva a la clase alta ‘clásica’ —escribió aun sobre Álvarez— sino que la ha sabido buscar y encontrar…). En esta dedicación parece haber perdido metros cuadrados la ‘clase baja’ trabajadora; al lumpen-proletariado y a la marginalidad le ha ido un poco, aunque no muchísimo, mejor. También ha retrocedido la ‘novela del poder’ (más representado el tema en el cine o las series), como las que todavía escribía un autor de clase alta como Dalmiro Sáenz, o en el boom de la ‘novela histórica’ de los 80 y 90, más política en (la radical) Marta Mercader, más romántica-relativista en (la también radical) María Esther de Miguel. (Significativamente, la ‘novela de la dictadura’, salvo en Cuerpo a cuerpo de Viñas y en alguna otra, pocas veces es novela de la élite política o militar o ‘guerrillera’) Hay aquí un gran tabú: la ‘clase media universitaria / mediática / profesional’ cree en la legitimidad de sus fueros y en la justicia de sus quejas (a culture of complaint) a causa del mérito ‘objetivo’ de sus esfuerzos y logros, pero pocas veces menciona o tematiza como tal el privilegio que significaba siquiera entrar en la carrera para ganar laureles y diplomas en una sociedad y cultura donde la igualdad de oportunidades está lejos de ser un hecho. Hay excepciones, por supuesto, y tan valiosas que por sí solas podrían derrumbar el argumento, como la formidable Cataratas de Hernán Vanoli.
12.
En su libro El nervio óptico, María Gainza, según me lo presenta mi interlocutora, viene o desciende a decir desde su ‘clase alta’: «Yo soy lo que ustedes piensan, no soy otra cosa, no soy igual a ustedes, y el exceso de privilegios no me hizo más buena y activa trabajadora social, me hizo más mala». Señala una limpia verdad detrás de la generalización y el prejuicio adverso, ‘garca’ anagrama de ‘cagar’ y apócope de ‘oligarca’. Pero no busca ser excepción a una regla, ni barrer bajo la alfombra su historia personal: la expone bajo una luz cruel ni sádica ni engañosa. Una versión no sin analogías encontramos en la performance mediática de Esmeralda Mitre, siempre dispuesta a reconocer su origen y el peso de ese origen, que nunca consigue lamentar, sobre ella y sobre sus actos. De la actriz podrán decir cualquier cosa, pero no que genere indiferencia o tedio en el público. Sutil, reasegura una premisa nunca indiscutible: ser, en efecto, ‘de clase alta’, ni parvenue o ni cheta en la dimensión que lo fue all the night el gigoló Javier Bazterrica. La actriz y concursante le informa en vivo y en cámara a Marcelo Tinelli que estudió Filosofía (la disciplina rectora de todas las ciencias) y le lee una definición de aristocracia, etimología griega incluida. Outrage galore. Pero F is for fake, como bien sabe María Gainza, cuyo libro La luz negra (2018) tiene por tema el uso ambiguo de un secreto ausente, la imposibilidad de falsificar sobre una falsificadora.

13.
Con el fin del entusiasmo por la Revolución Libertadora, fin del idilio nacional expresado en el título y el texto de un ensayo de Oscar Masotta en la revista Contorno, «Sur o el antiperonismo colonialista», toda validación real o presunta en la ‘clase alta’, descalificatoria para la masa peronista, también lo fue para la pequeña burguesía de izquierda devenida masa lectora del boom editorial iberoamericano y argentino. Este sistema de repugnancias y reparos perduró, y sólo después de los excesos y la ostentación de la década de 1990 se pudieron reconocer como de primer orden muchos logros de la literatura y la cultura pertinaces con los valores exteriormente identificados como de ‘clase alta’ i.e. cipayos. «Si hace veinte o treinta años me hubieran invitado a participar de un homenaje a Victoria Ocampo, me habría negado. Uno aprende a comprender a cada personaje en el contexto histórico-social que le tocó vivir. Muchas veces una visión político-partidaria nos impide verlo», dijo Cristina Fernández de Kirchner en un discurso de 2005, cuando ordenó un aporte del Estado a Villa Ocampo. Tres años después, también Beatriz Sarlo coincidió, en el mismo sentido, y escribió «Nos pusimos a revisar a qué clisés habíamos obedecido cuando habíamos pensado sobre Victoria Ocampo, que habíamos menospreciado por prejuicio ideológico y por ignorancia».
14.
Una vía que podía esquivar censuras y condenas del prejuicio post-peronista contra la clase alta era la pertenencia, verificable o enunciada —el público no sabía distinguir—, a una contradicción en términos económicos pero no culturales: la llamada ‘clase alta en decadencia’, es decir la situación de quienes no gozaban de ninguna herencia material o renta de antepasados ricos, poderosos, oligarcas y terratenientes. Pero sí retenían apellidos, reliquias, memorias, contactos sociales con otros parientes o antiguos amigos de la familia que sí resguardaron o aumentaron sus patrimonios. “En la realidad de los hechos, por sus ingresos pertenecían a la clase media. Es el caso de Manuel Mujica Láinez o de Estela Canto o aun de José Bianco, cuyos libros narran la decadencia de una clase porteña tradicional, decana y antes señera: “Soy vieja, re vieja”, dice en primera persona una residencia porteña, en la novela La Casa de Mujica Láinez. Una casa y una clase evocada con nostalgia famélica pero sin idealización retroactiva, poseedora de bienes y cultura, más caprichosa que maquiavélica, más perezosa que controladora, más lujuriosa que voraz.

15.
En el vasto Interior argentino, novelas como algunas de Hernández, Elvira Orphée, Tomás Eloy Martínez o Hugo Foguet narraron la decadencia tropical de la oligarquía en Tucumán, Di Benedetto y Abelardo Arias la más fría y seca del Cuyo, Pla o Riestra la de la burguesía comercial de Rosario desde la visión de sus clases medias muy cultas, y aun este tema está por detrás de la ingente saga de fantasy provincial (¡pero no ‘provinciano’!) de Liliana Bodoc, conversa del catolicismo al islam. Este reconocimiento de la decadencia de la ‘clase alta’ por una literatura compuesta por quienes habían nacido en ella, o en familias herederas de ella, o por quienes prestaban un obsesivo y gárrulo o frío testimonio directo, servía de insumo para un público que había pasado a ver a esa ‘clase alta’ antes aristocrática o patricia como un ‘enemigo del pueblo’.
16.
Servía como insumo para profundizar una grieta que nos colocara ‘del buen lado’. En esas generaciones de parricidas con apellidos ‘patricios’ (nunca matricidas; hacían un uso trágico de Proust, no buscaban la recuperación sino el escarnio del tiempo perdido y perdedor) había quien gozara de mayor y mejor estima que quien fuera ‘meramente’ homicida, pero de estirpe ‘plebeya’. Quien no pertenecía, ¿no era sospechable de resentimiento o encarnizamiento ignorante y aun de simple ignorancia? (Como la representación de los represores —militares, clericales, empresariales— en mucha novela y cine sobre la última dictadura). La declaración o la denuncia, rubricada con un ‘Lo digo yo, yo que soy de esa clase, yo que soy de clase alta’, acrecía precios y valores. Las guerrillas armadas de los ‘70s recibían de buen grado a militantes ‘de clase alta’: la reina de Inglaterra que bajaba a las minas, pero no de visita, se quedaba ahí.
17.
Por detrás de esta acogida al ‘soy de clase alta’, estaba la contracara del prejuicio, un incierto ‘complejo de Madame Bovary’ que reconocía o resentía una competencia cultural superior atribuida a la clase alta. El monopolio o el último tribunal de alzada con criterios seguros si no certeros de gusto y especialmente de buen gusto. Aun para sus detractores y enemigos, la ‘clase alta’, hiciera lo que hiciera, nunca sería cursi, mersa, cache, ridículo, half-baked: estaba expuesto a la sátira o la caricatura, pero no a la ironía o el tongue-in-cheek. Un gusto condenado ideológicamente pero al fin de cuentas nunca recusado ni impugnado estéticamente.

18.
El interés ininterrumpido, infatigable dedicado a las cualidades de ese gusto de ‘clase alta’, la fruición de conocerlo, llegar a ‘vivirlo’ vicariamente: cuánta imaginación se gastó y se gasta en su misrepresentation. Sigue siendo abundante, prolija y contemporánea. Para algunos, Villa Ocampo era un palacio o residencia de lujo, y hay revistas que la usan como ejemplo local junto a suntuosas villas de megamagnates o a palacetes de la nobleza europea o asiática. En realidad, era una casa grande, para que viviera cómoda una familia grande, no buscaba el relumbre social. Responde a los usos y costumbres que del más antiguo ‘patriciado’ argentino, que no se definía por el dinero, sino por su participación en la construcción del país. En cambio, el vecino Palacio Sans Souci, en San Isidro, había sido diseñado por René Sergent, arquitecto también de los palacios Errázuriz y Bosch: estos tres sí eran estaban destinados a ofrecer un escenario para grandes fiestas de la moda, el poder, la fama y el gasto conspicuo. Las falsas creencias sobre Villa Ocampo y su dueña provienen de una mala traducción del pasado -pero no de un desinterés por la ‘clase alta’: una lectura de la historia y de la ‘clase alta’ en el contexto actual, según las ansiedades de las clases medias. Las mismas afloran cuando se les dice ‘chetos’ a María Eugenia Vidal o Santilli: para los remanentes de aquellas ‘clases altas’ estos personajes, cito a una fuente, ‘son más ordinarios que el mondongo’.
19.
La idea de que el escritor es una ‘buena persona’ choca con una valoración negativa de la ‘clase alta’ o de un origen social de familia rica. ‘La buena persona’, es la opinión actual, se hace buena por su propio esfuerzo y por su interacción con la vida pública y la educación pública, y nunca con nada genético o familiarmente condicionante, porque eso además nos permitiría ubicar con cierta facilidad dónde hay más malas personas y quiénes pueden ser malas personas.
Como comer cuatro comidas al día o viajar al extranjero nos ayuda a ser tolerantes, por ejemplo, tendría menos mérito quien gozó de esos auxilios que quien no. Y en una meritocracia se cede y concede todo, menos el puesto en el orden de méritos. Nada peor que ver disuelto un mérito porque te lo convierten en un privilegio: no sólo anulan un punto, pueden incluso bajar todo el puntaje. Aquí el tabú de reconocer la ‘clase alta’ es una subespecie de una especie más amplia, pero no más imprecisa: el tabú de reconocer que la familia es rica o de reconocer fortuna personal. Algunos escritores (en masculino, sólo tengo ejemplos hombres) no evitan ni buscan evitar el patetismo al enumerar las contracaras de esos privilegios de ser ricos: el mayor control, el jet-lag, la mayor exigencia, la fijación de objetivos y estándares muy altos, la recorrida obligatoria por todos y cada uno de los museos europeos, la enseñanza de lenguas extranjeras con métodos coercitivos, la práctica de muchos deportes. La ventaja comparativa de una sola de estas enseñanzas —como saber inglés— es enorme en la carrera profesional de un escritor. Pero es desagradable admitir que ha sido un privilegio de clase, y no un mérito personal, un esfuerzo en un contexto carente u hostil.
(Continuará…)
*Este texto fue publicado originalmente en la revista digital Invisibles