Hay algo anacrónico en el gesto de registrar los acontecimientos de la vida. Escribir un diario es una forma de capturar el instante y reflexionar sobre la propia experiencia por fuera de la velocidad de la época y la lógica de monetizar cada momento vivido. Una lectura de tres diarios personales muy distintos que, cada uno a su manera, revitalizan el género transitado por escritores como Kafka o Virginia Woolf.
…
La época nos exige vivir a un ritmo acelerado, productividad constante y sin descanso, horas dedicadas exclusivamente a actividades que generen ingresos. El poco tiempo del que sí disponemos —o robamos— para nuestro ocio pareciera estar medido. TikTok, Twitter, Instagram y las demás redes sociales apuestan por lo breve: contenido condensado en pocas frases o imágenes, que lo resuman al máximo, para pasar con rapidez a lo siguiente. El ocio se convierte así en otro acto mecánico, fugaz, la pausa antes de volver a tus responsabilidades. En un contexto así, sentarse en un escritorio, buscar una libreta, una lapicera, y escribir un diario, se vuelve un gesto arcaico, casi un acto de rebeldía. El formato se opone radicalmente a los pocos segundos de vida del Reel o el TikTok: el diario pide dedicación, atención, seguimiento, compromiso.
Sin embargo, los diarios íntimos proliferan. Recién llegada (Beatriz Viterbo, 2025), de Agustina Catalano; Diario de Galileo (Bosque Energético, 2025), de Macarena Marey, y Compulsión (Beatriz Viterbo, 2025), de Pablo Ottonello, son tres libros que no sólo comparten el género sino también ciertos temas y problemáticas: los hijos, las responsabilidades, el deseo propio y la realización personal —en todos sus sentidos—, la vida en sociedad y sus mandatos. Desde esa maraña de elementos, cada libro parte hacia direcciones distintas y hace su propio recorrido, tanto en un sentido metafórico como literal.
La compulsión de escribir

A la autora de Recién llegada le otorgan una beca para irse a Europa, algo que persiguió y quiso durante muchísimos años, justo después de tener a su hijo. Decide hacer el viaje, lo que implica pasar dos meses alejada de su familia y ver qué pasa. El diario registra esa etapa en su vida y se convierte en el punto donde confluyen todos sus posibles yo: becaria, escritora, madre, mujer.
Galileo, el hijo de Macarena Marey, da título a Diario de Galileo y es su protagonista absoluto. La madre escribe un libro sobre la relación que tiene con su hijo y sobre lo que significa para él ser autista en una sociedad capacitista: el capacitismo es una forma de discriminación hacia las personas discapacitadas; en un mundo guiado por este pensamiento, el autismo es algo que tiene que curarse, no un modo de ser y de vincularse con el mundo igualmente válido a otros. Macarena Marey detecta que lo más violento que sufre su hijo es la negación de su condición, como si su forma de ser no pudiera existir. “Así trabaja el capacitismo, despolitizando la vulnerabilidad y el malestar, haciendo de la discapacidad un objeto de pena y compasión, un asunto de mala suerte, un destino individual que intentamos torcer y evitar.” Escrito desde una mirada cercana y amorosa, que no se rinde, aunque la incertidumbre a veces sea feroz e implacable, este libro es una búsqueda por el entendimiento y aprendizaje mutuo, y la narración del vínculo entre una madre y un hijo que construyen un lenguaje propio: “¿Tiene mi hijo una lengua materna? ¿Tengo yo una lengua filial? ¿Conversamos como madre e hijo? ¿Qué nos contamos cuando charlamos? ¿Quién aprende a hablar de quién?”.
Compulsión explora la relación del autor —Pablo Ottonello— con la escritura. Cómo apareció y cambió su forma de vincularse con el mundo, la manera en que le otorgó otro sentido. En distintos momentos de su vida —su primer trabajo en cine, su beca en Estados Unidos, el cuidado del hijo luego de una ruptura amorosa—, la escritura surge para Ottonello como una compulsión que no se agota. Como un motor de vida, pero también como una trampa: “La gran compulsión de escribir distorsiona la realidad. Una psicosis literaria”. Lo que el diario de Pablo Ottonello ofrece es la literatura como vicio; en exceso, daña, nos sugiere. Puede alumbrarnos al principio pero, si se abusa de ella, termina aburriendo. En cambio, si se la deja descansar un tiempo, vuelve más afilada, igual que la percepción, y lo que resurge tiene una potencia vital innegable.
Capturar el instante

¿Qué buscamos al leer el diario íntimo de alguien? Una intimidad, que dura el tiempo que leemos el libro. Pero la intimidad que desarrollamos al leer un diario es distinta a la que podemos llegar a tener con alguien: acá asistimos a la vida íntima de un otro de manera tramposa, sin exponernos a nosotros mismos. Casi como si fuéramos un fantasma que espía. Y no es menor quién es ese otro: muchas veces se trata de un autor que admiramos y del que leímos su obra. Entonces, al leer un diario no sólo buscamos puntos en común, cierta identificación, sino también echar una ojeada de la vida privada del otro, una mirada que ayuda a desarmar la figura de autor y deja al descubierto a la persona que está debajo.
Antes se los solía llamar “diarios íntimos”. Nacen en el Renacimiento, principalmente durante la época victoriana, en el Reino Unido. El género era popular entre mujeres y adolescentes, que usaban el diario como vía de desahogo, consuelo, y modo de dejar registro de sus vivencias. De esa época, se encontraron muchos diarios, notas y cartas —el género epistolar es muy cercano a los diarios— de las hermanas Brontë. Aún así, también había hombres que escribían diarios. Uno de los más conocidos en la historia del género es Samuel Pepys, un funcionario naval y político británico, del siglo XVII. Hay muchos historiadores que utilizan su diario como fuente de información de Londres en aquella época.
En la literatura hay muchísimos autores que escribieron diarios: Franz Kafka o Virginia Woolf, por citar sólo dos ejemplos célebres. Quizá el más conocido sea el Diario de Ana Frank, donde aparece, además de todo lo mencionado antes, una urgencia por escribir. Salvando las distancias, algo de esa urgencia se mantiene. Es lo que hace que el género del diario íntimo sea vitalista.
Pablo Ottonello cuenta, en Compulsión, que la primera vez que escribió una entrada de diario fue para quejarse de su jefe, como forma de descarga: “Su primera línea era contundente: “Aldo es un hijo de puta”. Así, con una injuria, me daba la bienvenida al menos hostil de los géneros literarios. El resto de la entrada no importa. La recuerdo con amor, concentra lo que es a mi entender la urgencia del diario.”
Hoy la decisión de escribir un diario puede darse por las mismas razones, buscando en la escritura una vía de desahogo, una necesidad. Sin embargo, y esto es lo que quisiera remarcar, también aparece como una forma de resistencia ante una realidad que pretende alejarnos de lo reflexivo, de la pausa, de ese momento en que recordamos, recuperamos o repensamos lo sucedido en el día. El registro es un acto sin intenciones de monetizarse. Escribir un diario aparece como forma de capturar el instante y registrar la experiencia propia. Muchas veces, los autores hacen referencia al momento —central— de la escritura del mismo diario. Vemos la escena del autor en su intimidad sentándose a escribir esas líneas que leemos con tanto fervor, el instante en que se produce ese pasaje de lo cotidiano a la literatura y las vivencias personales adquieren una dimensión poética.
En Diario de Galileo, el momento de escritura aparece enlazado con la vida cotidiana familiar, que también resulta ser el centro del diario: “Mientras escribo esto Galileo camina en puntas de pie desde mi habitación hasta el living ida y vuelta una y otra vez (como en la canción de Charly), mientras hace unos sonidos que me suenan expresivos y armónicos. Sonríe con toda la cara. Le pido un beso; “quiero un beso”, grito desde mi escritorio. Galileo aparece y me lo da.”
Leer un diario también se siente como asistir a un presente que se prolonga indefinidamente, del que somos espectadores de primera mano, habitando el límite entre lo privado y lo público. Al fin y al cabo, lo que parece demostrar el diario —quizá toda la literatura— es que el tiempo para reflexionar es válido en sí mismo. Tal vez sea eso lo único que la literatura —y los diarios como género literario— nos pide: tiempo y paciencia.
Materiales diversos

En Diario de Galileo, las entradas saltan hacia atrás o hacia adelante en una serie de años que van desde 2021 hasta 2024. Como lectora pienso en el valor de descubrir cómo una misma persona, en distintas etapas de su vida, sintió la pulsión y el deseo de sentarse a dejar por escrito un momento, una sensación, una pequeña victoria, o un interrogante: “Galileo me recompone. Galileo guarda en la acción el secreto de la palabra. Quizás un día de él aprenda a atesorar la palabra, a contemplarla entre mis manos como un pájaro frágil, recién nacido y hecho de diamante, y a no arrojarlo contra los otros.”
Compulsión, por su parte, también hace una suerte de cronología de un amplio fragmento de vida, pero en este caso vertebrada por la escritura, que es su tema central. Asistimos a distintos presentes del autor. Vemos cuándo surgió su pulsión por escribir: el nacimiento de su diario y, en simultáneo, su conciencia de escritor, el momento exacto en el que las letras, oraciones y párrafos se le vuelven algo indispensable para vivir. Recién en la entrada titulada “Gimnasio de la prosa. Buenos Aires – Marzo/Septiembre 2024”, cerca del final del libro, se habla de la composición del diario que estamos leyendo; su organización, su reescritura, sus problemas. “Además, soy un irresponsable al escribir esto. Tengo obligaciones de las que ocuparme. Clases que preparar, guiones que vender. Debería hacerle caso a Santiago: tomar distancia. En unas semanas podré leer esto con ojos frescos.”
En Recién llegada, la autora está lejos de su hijo y por momentos siente culpa, incertidumbre, miedo. Es ahí donde la potencia del diario se manifiesta. En esa escritura que rodea los mandatos y exigencias cuestionándolos y, en el proceso, cuestionándose a ella misma también: “No sé qué madre soy. Ni siquiera sé si hace falta ser alguna clase de madre; es una maldición tener que clasificarnos, como si fuéramos insectos en un museo de ciencias naturales.”
Lo mismo le sucede a Ottonello, en su diario aparece el mandato de la paternidad, la circunstancia de estar lejos del hijo, de elegir dedicarse a la realización personal, seguir el deseo propio que, en este caso, es escribir. “Lo drogo con las porquerías de Netflix para encerrarme en mi estudio a escribir. ¿Está muy mal? ¿Lo hacen todos los padres? Soy un especialista de la culpa. No vivo con él, ir a buscarlo significa el cruce de la pampa, ¿y cuando lo tengo en casa me encierro a escribir? ¿Y para colmo estos libros amorfos, sin arco dramático? ¿Soy mal padre?”.
De una forma u otra, el diario es como un confidente que escucha sin juzgar. Asiste a nuestros pensamientos con transparencia y otorga un espacio para expresarse distinto de la ficción; quizás más libre, quizás no. Porque ambos tipos de textos pasan por una instancia de corrección y edición antes de ser publicados, y eso implica tomar cierta distancia de lo escrito. Sin embargo, el diario tiene sus propias reglas y estructura. Se siente más libre, en el sentido de que muchas veces ingresan a él materiales muy diversos, como listas, notas, direcciones, contactos: pequeñas marcas que denotan lo ordinario de la vida y logran que el dispositivo diario transmita cierta sinceridad, la de una voz que no planeaba ser publicada cuando plasmó sus pensamientos en el papel, sino que lo hizo para dejar registro de algo del orden de la experiencia.
También hay algo del diario que le da al acto de escritura una importancia central en la vida cotidiana. Como si escribir la propia historia, desde la perspectiva que sea, acaso haga nuestra existencia más tolerable, más luminosa. “Quiero escribir las historias de esas otras madres que también viajaron sin hijos y no lo contaron”, dice Agustina Catalano. “La palabra hiere de muerte sin matar del todo (prolonga el sufrimiento) y al mismo tiempo la palabra abre un surco en la tierra infértil para que florezca un vergel. (…) Su condición doble de vida y de muerte es lo que hace tan hermosa y tan horrible a la palabra y tan hermosa y tan horrible a la no verbalidad”, escribe Macarena Marey.
Después de leer estos tres libros, no sé bien por qué, pero estoy más tranquila. Me siento cercana a estas personas que eligieron escribir sus diarios y luego los publicaron. Los leo, me emociono, a veces me identifico, los entiendo. Porque la escritura de un diario tiene la potencia de transformar lo individual en algo que se puede compartir con otros, y así prolongar la existencia propia, mejorarla, o intentar producir ese efecto a través de la escritura. Algo de eso sugiere Macarena Marey en esta entrada de su Diario de Galileo: “¿Qué vida es fácil sin las demás vidas? ¿Qué vida es vivible sin la reciprocidad en los cuidados? Para vivir sin ayuda mutua mejor que se termine el mundo de una vez”.