Algunas recomendaciones de nuestros colaboradores para pensar la paternidad.
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Vida de Horacio, de Mercedes Halfon

Existe una larga tradición que se puede llamar la “literatura de los padres”, donde el padre es objeto y sujeto de una escritura. En esta, la principal característica es la muerte del padre. El narrador o el autor recuerda la vida de su padre muerto, la indaga y se indaga a sí mismo a partir de esa vida muerta. Mercedes Halfon da vuelta esa tradición por completo. “Dejé de escribir para alargarle la vida a mi padre”, dice la línea central de la primera página de su libro.
Vida de Horacio extrae todas las consecuencias literarias de un padre vivo. Sabe que escribir también puede ser una forma de matar. Sostener una vida en la escritura, en cambio, se parece a caminar sin rumbo con una vela en la mano, como en una escena de Tarkovsky, cuidando que la llama no se apague. El riesgo de lo menor.
Manuel Moyano Palacio
Australia, de Santiago La Rosa

La novela aborda el duelo más difícil de narrar: la muerte de un hijo. Una pareja argentina radicada en Australia pierde a su bebé pocos días antes del parto. A través de una atmósfera cargada de dolor y absurdo —con elementos como la cuna intacta, los regalos sin abrir y la habitación del niño clausurada—, La Rosa construye una narrativa que recuerda al teatro de Beckett: los personajes quedan suspendidos en una espera vacía y sin sentido.
Australia explora cómo el dolor paraliza y desorienta, especialmente en el padre narrador, que se distancia emocionalmente de todo mientras la madre entra en una deriva que capta el interés de la institución médica. En ese punto, la novela introduce una crítica biopolítica al modo en que el sistema de salud interviene en la experiencia del duelo, volviendo incluso al obstetra en una figura de espectáculo. Con una prosa intensa y ecos de Kafka, La Rosa muestra cómo la paternidad contemporánea puede convertirse en experiencias tan traumáticas como absurdas.
Golosina Caníbal
Pedro Páramo, de Juan Rulfo

Muchos tenemos la suerte de conocer a nuestros padres, o por lo menos los queremos en tanto padres, pero en un momento de la vida buscamos saber quiénes fueron, quiénes son, más allá de su rol. Así empieza una de las mejores novelas escritas en el siglo XX “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. La novela de Rulfo narra la búsqueda por el origen, un origen que se construye a partir de los murmullos y las historias, como las historias que conocemos a manos de otros sobre nuestros propios padres. Pedro Páramo es una novela que presenta sus dificultades y complejidades a los lectores, a pesar de eso es una novela muy leída. Quizás todos buscamos a nuestro padre en Comala, quizás todos somos hijos de Pedro Páramo.
Ana Regina
La carretera, de Cormac McCarthy (adaptación a historieta por Manu Larcenet)

Uno podría pensar que los versos de Spinetta “Cuida bien al niño / Cuida bien su mente” suenan en la cabeza del padre de esta novela post apocalíptica. En medio de un paisaje desolado y calcinado por una catástrofe, un padre y su hijo caminan hacia el sur buscando sobrevivir. No sabemos lo que ha pasado, tampoco sabemos quiénes son nuestros protagonistas: están definidos por su vínculo, son un padre y su hijo.
El peso de la narración recae sobre todo en la faz gráfica. El padre es un hombre parco, aunque el amor por su hijo es indudable, quizás la única certeza que tiene el lector. ¿Cómo amar a un hijo en un mundo así? ¿Por qué no liberarlo del padecimiento con una bala? En algún lugar, Lacan dice que la función paterna es una carretera. Un camino sinuoso que alguien siembra —o promete, o inventa— para que el niño pueda atravesar la selva espesa de lo real. Ese es el legado del padre a su hijo: un horizonte, una dirección y un camino. La carretera empieza en un mundo sombrío y parece volverse cada vez más oscura, como si descendiera a los infiernos. Pero, hasta en esa oscuridad, hay una forma de amor paternal: un legado. Una dirección y una huella por donde seguir caminando, incluso en ausencia del padre.
Lucas Adur
Mi libro enterrado, de Mauro Libertella y Recuerdos de Córdoba, de Flavio Lo Presti

No me gustan los verboides “paternar” y “maternar”, ni los defensores de la reproducción, menos aún los que peinan canas y fueron padres hace tres días y, o bajan línea tipo “¡hay que ser padre hoy!” o se excusan de cualquier cosa usando de escudo a sus hijos. Hace un tiempo leí que algún perspicaz comentador de X decía que hoy la literatura argentina está escrita desde la perspectiva del hijo. No lo sé,, quién sabe, pero en ese caso la pregunta sería: ¿Qué pasó con los padres, dónde están? ¿Qué fue de “el padre”?
Para esta ocasión me vienen a la mente dos libros: Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, un hijo escritor que no publica su primer libro hasta después de la muerte de su padre, un hijo escritor con un padre escritor, un libro triste e introspectivo que se mete adentro del ataúd del padre, en su temporada final, para intentar encontrarlo.

En la vereda de enfrente, Recuerdos de Córdoba, de Flavio Lo Presti, quien ficcionando al padre a través del lema “cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia” crea un personaje vital, un padre de peripecias y anécdotas, un padre mitómano que se inventa personajes para vender sus mercancías de vendedor ambulante pero también sus historias.
Sebastián Maturano
Una coda
Para salir de la mirada del hijo, en muchos libros de Silvio Mattoni (sean de poesía como Poemas sentimentales, Avenida de Mayo o diarios como Campus o Capturas, entre otros de una extensa obra) aparece la mirada de un padre de familia actual, con una delicada filigrana de versos o de prosa sinuosa y reflexiva donde se arma lo cotidiano. Allí pueden aparecer retratados los avatares de un padre que espera a una hija en la mesa de un bar o que está atento a la primera palabra de su hijo más pequeño, o la mirada encantada a su compañera de vida. Quizás sea Mattoni, como dijo Fogwill alguna vez, “un poeta de la paternidad, de la genealogía”.