Una pincelada verde en la devastada Leningrado

En Beanpole (2019), el joven cineasta ruso Kantemir Balagov pone al color en el centro de la escena para convertirlo en voz, cuerpo y herida abierta en una ciudad de posguerra. 

Con el paso de los años, la historia del cine ha demostrado que el color, como herramienta dentro de la puesta en escena, es un elemento que muchos autores intentan dominar. Uno podría enumerar los casos más conocidos: el uso del rojo en las películas de Stanley Kubrick para lograr ciertas perturbaciones, el mismo en las películas de Pedro Almodóvar para componer desde lo emocional y lo narrativo el deseo, el dolor y la identidad femenina; o la tríada cromática azul / rojo / blanco de Krzysztof Kieślowski, en la que la paleta resonante representa, refiere y acompaña el crecimiento emocional de sus personajes, estructura la narrativa y emana una postura político/filosófica.

En esta línea se ubica Beanpole (2019), la última película de Kantemir Balagov, para incitarnos a pensar: ¿qué significan el verde y el rojo? ¿Qué representa el color?

En 2005, Patti Bellantoni publicó If It’s Purple, Someone’s Gonna Die: The Power of Color in Visual Storytelling, arremetiendo contra la obsoleta teoría de los colores que Goethe había impuesto. Este libro, manual de revisión para muchos cineastas, completa su recorrido tras la publicación de Psicología del color, último bastión de la reconocida Eva Heller. Ambas autoras analizan el elemento cromático desde su influencia en la recepción y en el impacto que suscita el mismo sobre los sentimientos humanos. Como tesis del análisis las autoras comprenden que, en una serie de combinaciones, el color se cristalizará como una poderosa metáfora de imbricación: pintar de verde, dirá Heller, evocará sentimientos tales como la esperanza, lo natural y lo agradable; para Bellantoni, el rojo en la pantalla, opuesto complementario, denotará sentimientos como la agresión, la pasión, lo prohibido y lo muerto. Así, el color dejará de ser una capa más para convertirse en el elemento plástico cinematográfico más atractivo, sobre todo en directores como los que mencionamos, que supieron aprovecharlo. En Beanpole, la cuestión del color redobla la apuesta. Estamos en la Leningrado de posguerra, lugar de acción militar de la Alemania nazi. La cámara describe secuencia tras secuencia esos momentos de reconstrucción: heridos y enfermos en hospitales, malestar y hambre en las residencias, violencia y destierro en las calles, y el cuerpo como instrumento de poder. ¿Cómo abordar tanta devastación? Aunque el guión busque centrarse en dos de sus sobrevivientes, la servicial y bondadosa Iya y su mejor amiga Masha, el color aquí se postula como el verdadero protagonista. El conflicto ha dejado sufridas y marcadas consecuencias en todos los estratos, los vestigios de lo postraumático rememoran aquella frase certera que dice que la guerra disocia al cuerpo del alma, por eso el empaste de los deseos, los vínculos y la amistad serán claves para que no gane la ley de la selva.

Retomando la cuestión plástica, Balagov tiene la virtud de hablar desde los ojos y por contraste, es decir, de construir su film con componentes estéticos, como la saturación cromática del rojo y el verde, para encapsular y resignificar lo que se muestra en la pantalla. Por eso, los colores son detonantes claves, no solo en la reconstrucción escenográfica, sino también en lo simbólico, al teñir estados y delinear atmósferas.

Si ambas tonalidades fueron utilizadas comúnmente para hablar de esperanza, en el caso del verde, y de pasión en el caso del rojo, aquí se disocian y pierden su identidad. El verde se tiñe de daño, el rojo de represión; el verde acarrea toxicidad más que serenidad, el rojo dialoga con la miseria más que con la pasión. Las heridas físicas y morales empapelan paredes, visten ropajes, comparten presencias, porque ya no hay simbolismo que valga cuando lo moral y lo ético se ha desvanecido con la guerra.

Hay una bellísima escena que ubica a Iya, a Masha y al médico en una habitación. En un acto casi performático, Masha insiste con la idea de que su amiga engendre un hijo porque ella “está vacía”. Así, el personaje lleva al extremo la cuestión al obligarla a concebir con el médico, situación angustiante donde la idea del cuerpo como territorio, aquello contra lo que el feminismo tanto ha batallado, se disipa. Aquí el matiz es testigo de lo que sucede y cada elemento pictórico del encuadre está diseñado cual pintura: la escena se pinta de colores apagados tras planos que nos venían acostumbrando a la saturación cromática. El director comprende que ya no es el momento de que el color sea la estrella ante tanto flagelo. Aparecen verdes sucios, un beige pálido y sombras marrones, una paleta opresiva que no evoca contención emocional sino más bien vulnerabilidad extrema, claustrofobia, negación total de intimidad y una enfermedad sosegada. A este ritmo, uno podría recortar fotograma a fotograma y entender el reto que propone la película: ver un film no es solo un trabajo de expectación sino también un compromiso humano.

Beanpole también recuerda a pinturas e interiores de Edward Hopper, donde los cuerpos están presentes pero emocionalmente distantes porque los colores toman su protagonismo y hacen que nos quedemos imantados a la pantalla (o a la imagen), aunque se estén representando los hechos más duros e incómodos que el quinto arte puede mostrarnos. Poniendo en escena un relato clásico y nunca ajeno sobre las penurias, el hambre, la soledad, la muerte y las heridas físicas y morales, el film logra transformar el color en un lenguaje simbólico que enriquece la narrativa y profundiza la experiencia emocional del espectador. Lo que resta es la reconstrucción por parte del mismo, su rol activo. Y para eso será necesario unir las paletas, mojar un poco de rojo en el verde, aunque poco empasten.

Victoria Malter Terrada

Lic. en Artes Audiovisuales. Maestría en Crítica de las Artes.

Últimas notas