Fotos por Silvana Colombo
A mediados de los años 90, en plena efusividad menemista, un tal Fabián Polosecki irrumpió en la TV argentina con dos programas que dejaron una huella: El otro lado (1993-1994) y El visitante (1995). Con un ritmo narrativo que cruzaba el documental y la ficción y un enfoque periodístico basado en la observación y la escucha, “Polo” buscó escaparle a la espectacularización de lo marginal y mostró desde la pantalla de la televisión pública una realidad callejera que estaba opacada por las luces de la farándula y el jet set. En diciembre de 1996, el periodista y conductor se suicidó tirándose a las vías del tren. Tenía 32 años.
Casi dos años antes, en septiembre de 1994, participó de un encuentro denominado “Video y roles de trabajo”, en el marco del II Festival Latinoamericano de Video en Rosario. Allí realizó una intervención en la que dejó algunas reflexiones sobre su trabajo, la televisión argentina y su inclinación por indagar en lo extraordinario de lo cotidiano.
Compartimos un fragmento de su exposición y algunos de los intercambios que mantuvo con los asistentes.
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“Lo permanente no es sinónimo de lo actual”
Por Fabián Polosecki
Agradezco la realización de estos encuentros porque me permiten la posibilidad de reflexionar un poco sobre la marcha acerca de nuestro trabajo, que es un poco hijo de la improvisación. No hubo muchas pautas marcadas en general y menos en lo que hace a mi labor particular como entrevistador: si bien soy el productor del programa, creo que el rol fundamental que cumplo ahí es el de entrevistador, por lo menos ante la cámara. Diría que fui descubriendo una relación con el medio, y con la cámara en particular, desde el primer momento en que tuve la posibilidad de trabajar. De hecho, cuando a mí me toman una prueba en el programa de Pettinato para hacer una entrevista, era la primera vez que me ponían ante una cámara y, presa del terror, me quedé callado ante el entrevistado. El entrevistado habló, habló bien, y ahí fue que me dí cuenta de que la cosa podía no ser tan complicada, pero básicamente en eso se resume lo que sería “mi técnica” de entrevistador. Yo podía seguir haciendo mi laburo teniendo únicamente en cuenta esa premisa: el miedo ante la cámara, dejar que alguien hable y quedarme callado. Pero con el tiempo fui pensando en algunas cosas que me ocurrían a mí y en el momento de editar, de hacer el programa, y advertí que se dan algunas cosas interesantes cuando uno sale con una cámara.
Por ejemplo, cuando el presidente está almorzando con Mirtha Legrand y habla de un acuerdo con determinada empresa, se cuida de mencionarla porque tiene miedo de hacer “chivo”, es decir, el presidente pide perdón si menciona una marca. O sea que internalizó un código televisivo a tal punto que se vuelve mayor que su propia autoridad. La cámara impone una autoridad, entonces, y un deber hacer. Y me parece que en la experiencia que tenemos nosotros tratamos justamente de romper eso. Creo que cuando se pone una cámara en la calle hay una conducta esperable de quien está delante, que puede ser simplemente la de saludar, mandar un beso, o muchas veces la de mentir, en el sentido de tomar una actitud, una determinada forma de hablar, hilar un discurso. Me parece que si existe algún “otro lado” al que hace referencia ese equívoco título que tiene nuestro programa, es el que surge de buscar justamente lo no esperable en la actitud de la cámara hacia la gente, en primera instancia, para luego poder romper esa otra actitud esperable, la de la gente ante la cámara.

(…)
Creo que estamos tratando de hacer una suerte de antiperiodismo, desde la elección misma del perfil del personaje, que vendría a ser yo, como una especie de buscador de historias o entrevistador, sin demasiado motivo aparente o concreto para cumplir ese rol. Hago de guionista de historietas, aunque a veces ni yo me acuerdo de eso. Esto es una elección —para mí— determinante: evitar cualquier punto de contacto con el rigor periodístico televisivo y no sólo televisivo.
Creo que nuestro programa se ha convertido en una especie de “aventuras culturales” por las calles de Buenos Aires (y eventualmente por algún otro lugar, como Rosario), en busca de mostrar lo extraordinario de lo cotidiano. Me da la impresión de que la actualidad, en algún sentido, es enemiga del programa. Un caso: cuando nosotros queríamos hacer un programa en un cuartel, sobre la conscripción, matan al soldado Carrasco. Estábamos en el medio de esas tratativas y, bueno, inmediatamente se cierran las puertas del cuartel y cualquier entrada nuestra hubiera implicado también estar invadidos por ese hecho, que evidentemente trastocó lo cotidiano de cualquier cuartel.
Lo que me interesa particularmente es rescatar la posibilidad de hacer periodismo no atado al orden de lo público. No digo que no sea importante: es obvio que sí, es una estupidez decir lo contrario. Pero sí digo que hay mucha información interesante en la persona que tenemos viviendo al lado, o en cualquier persona que vive una pasión de manera desmesurada; que es válido intentar una suerte de mirada sobre esos campos de la realidad que nos obligan también a desprendernos de cierto código de comunicación que tenemos en la televisión, que nos obligan a adaptarnos a ese otro tipo de laburo.

—Quería saber si no te parecía que el hecho de volver el micrófono sobre la gente más vinculada a lo cotidiano no tenía que ver con una falta de credibilidad en las figuras públicas, en los políticos o en la misma figura del periodista.
Lejos de ser un analista de medios, que no lo soy, coincido un poco con vos y me parece que tiene que ver con lo que decía antes: no creo que el terreno de lo público y lo político sea el único punto de interés. Creo que además de leer los diarios, ocuparnos por nuestros salarios, por quién votar y por el devenir del universo y del mundo, nosotros seguimos practicando el sexo, el amor, seguimos desesperándonos por la soledad, nos interesa comer bien y ese tipo de cosas que, llevadas a la televisión, pueden significar una invasión de la vida privada.
De todas maneras me parece que hay un sistema que ataca esos temas en una élite: lo que llamamos “la farándula”, que engloba artistas, políticos, periodistas y todo tipo de gente que aparece en los medios. Ahí ya hay una forma pactada de invasión a esa vida privada. Hay programas especializados que hacen un show con eso. No quiero hacer una polémica con lo que dije del “antiperiodismo”, porque respeto al periodismo y creo que yo soy periodista, pero lo dije porque creo que nosotros le huimos, en algún sentido, a la noticia. Pero no sólo a la noticia de actualidad, sino a convertir en noticia lo mundano. El stripper que mostramos en el programa sobre la belleza en algún punto está al margen de la ley. Por lo que hace, también está reñido con las buenas costumbres. Nosotros podríamos hacer una especie de denuncia respecto de este personaje, podríamos haberlo filmado con cámara oculta en caso de que hubiera sido un taxi-boy. Antes de tener este programa entrevisté a un taxi-boy y estuve una semana emitiendo su relato. Me tuve que ir del departamento donde lo estaba entrevistando porque su compañero recibía un cliente. Y no usé cámara oculta. Digo antiperiodismo porque tratamos, en lo personal, de rescatar una actitud “artística”, diría. Una mirada subjetiva, personal respecto de la realidad. Unimos los temas quizá de una manera arbitraria o deforme. Hay una música que ponemos, hay textos que no iluminan demasiado el tema sino que más bien acompañan un relato… A eso me refiero con antiperiodismo.
Creo que también tiene que ver con la falta de credibilidad. Cuando en mi programa aparece un tipo que tiene claramente un discurso, cuando hay alguien que formula sus opiniones para convencer, es mortal, le huimos. Hicimos un programa sobre la política y fue muy difícil, porque es muy difícil hacer hablar a esos tipos. Terminamos hablando con el Marinero Rojo, un pirado total que va con su coche vestido de marinero y saca un sable en la marcha de los jubilados frente al Congreso… Bueno, era un aspecto de la política, ¿por qué no? Eso nos interesaba: era puro discurso, era discurso concentrado. También entrevistamos a Padró, que pobrecito después le fue mal, y también era puro discurso, impenetrable: pura línea. Bueno: me importaba nada lo que decía, cero. Pero era interesante cómo lo decía porque delataba eso: al tipo, engominado, no había forma de sacarlo de su estructura de formulación de la política y de la vida… ¡Era aburridísimo!
Entonces me parece que lo que hacemos es antiperiodístico, si se quiere hasta por una cuestión estética. En el programa no entran ni los psicólogos, ni los sociólogos, ni los especialistas y muy difícilmente los artistas, que también tienen un discurso bastante estructurado respecto de las cosas.

(…)
—Vos dijiste que de alguna manera la actualidad es enemiga del programa que ustedes hacen. Entonces, como periodista, ¿creés que aquellos mitos sobre los que laburás no circulan por lo que nosotros llamamos actualidad? Y a raíz de esto, ¿no será que los medios nos están sometiendo a una oportuna fragmentación de los sucesos para una mera utilización comercial, negando la posibilidad de abrir una ventana a las interrelaciones que se suceden en ese otro lugar que llamamos realidad?
Creo que el material con el que nosotros trabajamos sí circula. Los mitos o los temas circulan de forma permanente. Lo permanente no es sinónimo de lo actual. Más que actualidad, yo debería corregir y decir la “noticia”: es decir, “El hombre mordió al perro”. Nosotros tratamos “El perro mordió al hombre”, y cómo lo mordió, qué perro era… No “El hombre mordió al perro”. Porque el mismo día que el hombre mordió al perro seguramente nosotros no vamos a poder tener acceso a él. Quizá entrevistemos al hombre que mordió al perro muchos años después, o al hijo, o si el hombre que mordió al perro se hizo travesti….[risas]. No es la noticia, no es el titular del diario de esa semana, ni de ese mes, tal vez nunca lo sea. Pero circula. Es decir, si yo quiero entrevistar a un stripper es porque la atracción que tiene un tipo que se desnuda ante hombres o mujeres es permanente, es algo de voyeur, más que de periodista.
Respecto a lo de la fragmentación, no sé muy bien. Como consumidor de información no tengo capacidad para absorberlo todo. Creo que yo no hago prácticamente nada respecto de eso en mi programa, en el sentido de que no estoy tratando de subsanar, con otro tipo de tratamiento de la información, esa fragmentación que aparentemente sería nociva. Como consumidor de medios absorbo, me distraigo, me hincho las pelotas, hay cosas que me gustan, cosas que me interesan, cosas que no, pero creo que la televisión implanta evidentemente el imperio de la imagen. La imagen ataca el inconsciente, es directa, inapelable. Una mujer está llorando y está ahí, llorando, y punto. Y si yo dirijo ese programa, es evidente que elijo poner esa imagen. El problema no es la imagen, es cómo la TV puede ganar para sí ciertas formas de reflexión, donde la imagen y la fuerza apelativa que la imagen tiene no sea única. Porque el lugar de la palabra y de la reflexión tiene que aparecer de algún modo. Quizá en nuestro programa podamos estar trabajando algo de eso, quizá pueda ser un programa en el que la imagen tiene su tiempo y su descripción, y no es nada más que el impacto. Reconozco que un alto porcentaje del material televisivo tiene que ser de alto impacto y está bien que así sea, no puede ser de otra manera. Pero también es cierto que nuestra sed de información o de placer no puede estar saciada nada más que por imágenes de alto impacto, porque el alto impacto no lleva automáticamente a la reflexión. Emociona, es importante, pero también está lo otro.
*Este texto apareció originalmente en la revista Film (enero/febrero de 1997). Está disponible para leer completo en AHIRA (Archivo Histórico de Revistas Argentinas)