“Debajo de mí, oprimida, rechazada, hay una que sabe perfectamente que todo esto no tiene ninguna importancia. Dejar de existir: lo que hago y lo que hice ha sido para entretenerme mientras espero que la espera se acabe. La verdad no llega por una revelación fulgurante, como tú lo creías. La verdad es este poco a poco, esto que se extingue despacio: tu niñez, tu juventud, tus deseos, tu espera…”
(Alejandra Pizarnik, 1962)
Noviembre de 1968. Chantal Akerman, de dieciocho años, se materializa en la película de 35mm que contiene su primer cortometraje, Saute ma ville: carga un ramo de flores, revisa su correspondencia y sube hacia su departamento mientras canta y balbucea. Ya adentro, prepara fideos, se atiborra del vino tinto que queda en la botella, limpia los pocos metros que abarca la cocina, pone cinta adhesiva en puerta y ventanas, prende la hornalla y deja correr el gas. Y espera, todavía con el ramo en la mano, hasta volar por los aires.
«Has acumulado tanta rabia que podrías explotar», le diría su psicoanalista años después de la secuencia en esa cocina claustrofóbica (su habitación favorita para filmar), que precede a su segundo y verdadero suicidio, no ya en una representación chaplinesca de trece minutos sino en este mundo, al que sentía no pertenecer. Un día como hoy, de 2015, casi medio siglo después de esas primeras imágenes y con solo sesenta y cinco años, Chantal Akerman dejaba atrás una cuarentena de obras —entre cortos, medios y largometrajes— sobre cuerpos anhelantes que se inscriben en las trivialidades de la existencia.
La banalidad y el tiempo
Luego de Saute ma ville llegarían los cortos y mediometrajes L’ Enfant aime ou je joue a être une femme mariée (1971), Hotel Monterey (1972), La Chambre (1972), Le 15/8 (1973) y Hanging Out Yonkers (1973), hasta llegar a su primer largo, Je tu il elle, estrenado en 1974 pero escrito en el invierno del ‘68 durante una estadía en una buhardilla parisina. En forma de tríptico y a partir de una serie de planos largos estáticos, la película sigue los intentos de Julie (la je del título, personificada por la misma Chantal) por habitar espacios ya agotados y por romper con la celda que significa la rutina de un aislamiento autoimpuesto, mientras aguarda un reencuentro amoroso para el que se prepara reescribiendo y revisando la misma carta una y otra vez.
En la misma línea, años después, continuarían el corto J’ai faim, j’ai froid (1984), que sigue a dos adolescentes que vagan por la ciudad con hambre y frío, y Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles (1993), un mediometraje estrenado como parte de la serie televisiva Tous les garçons et les filles de leur âge. En él, la inadecuación en el mundo de Michèle, una jeune fille que adolece en Bruselas en abril del ‘68 (antesala al revolucionario mayo francés), se materializa en pantalla cuando es rechazada por su amiga, por la que siente un amor silencioso, después de que ella prefiriera bailar con un varón. Mientras en los altavoces irrumpe “It’s a Man’s Man’s Man’s World”, su corazón se rompe en un plano secuencia que se fija en su gesto de decepción.
En circunstancias similares a la jeune fille y a Julie se encuentra Anna, la directora de cine que viaja por Europa en Les rendez-vous d’Anna (1978): a propósito de la promoción de una de sus películas, de la cual no tenemos detalles, la protagonista encara un breve paso por Alemania y se encuentra con varias personas que le confiesan sus intimidades, experiencias y miedos en largas conversaciones de las que parece desvanecerse a pesar de mostrar un interés inicial. Es que, al igual que la Julie desplomada sobre su colchón en Je tu il elle, Anna se encuentra desterrada y habita los espacios de manera nómade. También anhela una conversación telefónica que no se concreta por varios desencuentros. Una amante, a la que desea volver.
Estas cuatro narrativas se inscriben en un tipo de representación queer o incluso puntualmente lésbica —insignias que Chantal rechazó en vida. La presencia masculina circunstancial en las vidas de las protagonistas (Julie, elle; Michèle y su amiga; Anna y su amante italiana, junto a sus breves encuentros sexuales) no las invade, sino que refuerza la armonía de su dinámica simbiótica.
La falta de giro en el curso de las mujeres de Je tu il elle y de Les rendez-vous d’Anna las sitúa en las antípodas del personaje que da título a Jeanne Dielman 23, Quai du Commerce 1080 Bruxelles, estrenada en Cannes en 1975. A Jeanne Dielman, un ama de casa que se prostituye por las tardes, también le urge una catarsis, pero sobre todo para arreglar una falla que permitió que se le filtrase una angustia desestabilizadora en su rutina. Akerman construye milimétricamente días casi idénticos en la vida de Jeanne, quien se sustenta del esquema patriarcal y alienante del trabajo doméstico para sobrellevar el día a día: mientras que en Je tu il elle asistimos a la representación del sexo en tiempo real, en Jeanne Dielman…, una película casi sin elípsis, la directora omite abruptamente este elemento, corta y elude el acto justo cuando tiene lugar: ¿es la sexualidad la pieza que termina por desencajar el rompecabezas en la vida de Dielman?
Vivir la vida kitsch
Poniendo en pausa su característica desdramatización del melodrama, Akerman retomaría el tono más vivaz y chirriante de su primer cortometraje en películas como Histoires d’Amèrique: Food, Family and Philosophy (1989), Un divan à New York (1996), Demain on déménage (2004) o Family Business (corto, 1984), en las que priman elementos más kitsch y en donde sus personajes son cosas o marionetas que miran y hablan a la cámara y recitan sus diálogos de forma cómica y exagerada. Esta tanda breve de películas, de trabajos a simple vista más inocentes y menos densos, que tienen una visión estilizada y artificial de las temáticas que dictan su filmografía, esconden bajo un halo de colores brillantes un sentimiento enorme de inadecuación espacial.
En esa línea estrena en 1986 Golden Eighties, un musical que, en palabras de Susan Sontag al describir el fenómeno del camp, “es de una seriedad absoluta […] que fracasa. Contiene la mezcla adecuada de lo exagerado, lo fantástico, lo apasionado y lo ingenuo. […] Es la teatralización de la experiencia.” La película transcurre en el mundo subterráneo de una galería, donde dos jóvenes mujeres se enamoran de un gato floro. En el film triunfan el amor y la pasión desmesurada por sobre la racionalidad, entre un tierno leitmotiv y números musicales perfectamente coreografiados.
Un divan à New York (1996), por su parte, es el intento de comedia romántica de Akerman, quien despliega de forma absurda y exagerada (no debe confundirse con cinismo) una trama en clave Nora Ephron: dos desconocidos, un psicoanalista neoyorquino y una artista parisina que buscan cambiar de aires, se prestan sus departamentos hasta que se enamoran mutuamente en la ausencia del otro. Esta ironía, que se sobrepone a la tragedia de las ficciones más «solemnes» en el catálogo de Akerman, se apoya en la inocencia de sus personajes, que bien podrían ser los arquetipos más reutilizados por la industria cinematográfica yanqui.
Demain on déménage, su anteúltima ficción, es la historia de una madre que, luego de la muerte de su esposo, se muda a la casa de su hija Charlotte, una escritora. Personificada por Sylvie Testud —la Antoine Doinel de la realizadora, en sus palabras—, Charlotte espera, como todas las mujeres en la narrativa akermaniana. Sentada con un cigarrillo en la mano, que fuma compulsivamente, se entromete en conversaciones ajenas y pide consejos para lograr la inspiración necesaria para un texto erótico, tema del que sabe poco y nada. La película está marcada por un sentimiento de incomodidad, algo off, como una distracción montada para paliar el desasosiego, pero que fracasa. En esta oportunidad, Akerman escribe el que podría ser un final alternativo para sí misma: uno feliz—con número musical incluido—, en el que se imponen la vida y el bienestar por sobre la psicosis; uno en el que es posible seguir existiendo y formar una familia.
Una autobiografía
Es claro el carácter autorreferencial del cine de Akerman, conteniendo sus meditaciones ficcionales y documentales rasgos identitarios directamente relacionados a los suyos: una directora, una joven lesbiana encerrada en París, una madre judía con sus ritos, una joven adoleciendo a finales de los sesenta, judíos en el exilio neoyorquino. Reforzado, además, por la presencia misma de su figura en varias de sus obras. Akerman afirmó que “la preocupación de mis films es la resolución cinemática de mi vida emocional”, y un elemento central es la relación con su madre, Natalia Akerman, una figura muy presente tanto en sus ficciones como en sus documentales.
En News From Home (1976), uno de sus esfuerzos documentales más tempranos, Akerman filma la ciudad de Nueva York mientras su narración epistolar en off condensa la correspondencia con su madre, quien le escribe desde Bruselas. «Estoy impaciente por tener noticias de ti […] No te imaginas lo que me gustaría verte feliz. […] Vivo al ritmo de tus cartas. No me dejes sin noticias. Sonia también pregunta por ti, escríbele algo, por favor.» Sus palabras de ánimo y reclamos constantes están acompañados por la impersonalidad de las imágenes y el barullo de la multitud en la ciudad, a la que cede hasta desvanecerse casi por completo hacia el final, cuando la realizadora decide volver —a su madre.
Natalia fue conjurada por una última vez en No Home Movie, estrenada en 2015 luego de su muerte, poco antes del suicidio de su hija. Especie de reducción de todo el corpus akermariano a su forma más elemental (la observación), en el documental convergen las temáticas predominantes de su narrativa (la espera, el judaísmo, el hogar, el exilio). Natalia Akerman fue primero Jeanne Dielman, luego la madre de Anna en Les rendez-vous…, la de Sylvia Plath en Letters Home y la de Charlotte en Demain on déménage, pero en No Home Movie es ella misma, dando su último respiro. Chantal enfrenta a su madre, a quien ama y a quien ya no puede mantener con vida, ni en su mundo ficcional ni en este.
Quizás el cine de Chantal Akerman pueda pensarse como una aproximación a su biografía, la de «una niña judía» y su madre, y como un repaso por la vida de una mujer (o la de todas nosotras), llena de tiempos muertos, momentos de espera y anhelo. Una puesta en escena milimétricamente calculada y a la vez un diario íntimo, una narración cruda y confesional, un retrato de la desnudez —literal y figurativa—, del sexo y los días que corren, a los que sobrevivimos mientras se espera que algo pase y que cambie el curso de las cosas. O simplemente mientras deseamos con ansias que terminen lo antes posible.
Foto de portada: Jean Ber.