El tabú de la clase alta en la literatura argentina
A partir de un tema del que no suele hablarse, este ensayo propone treinta y cinco situaciones, aproximaciones, testimonios, pretextos, variaciones e inquisiciones sobre la historia de las clases altas en la literatura nacional. Primera de tres entregas.

Foto de portada: Silvina Bullrich

1.

Nuestra ‘clase alta’ es, como en inglés upper class, designación in bonam partem. A diferencia de “burguesía” o “clase dominante” (ruling class), con resonancias ya tan in malam partem. Como en muchas partes, en la cima de la pirámide social y económica hacen pie una “oligarquía terrateniente” (más antigua) y una “burguesía industrial-financiera” (más nueva). Aunque con el tiempo no sea ya el personal de las familias dedicadas a una y otra actividad fuente necesaria ni constante ni primera de la ‘élite del poder’ (The power elite, Los que mandan).

2.

Cuando se habla de “clase alta” en la cultura y la literatura argentinas, la resonancia suele ser categórica, y categorial. Por restricta. Casi siempre, la referencia primera será la oligarquía terrateniente, el más antiguo componente de la clase alta. Hasta 1916, con la llegada del radicalismo al poder, “la élite del poder” había pertenecido a facciones dentro de ella. Vista desde fuera, el afrancesamiento en especial y el europeísmo en general, habían sido rasgos que se le adscribieron. Sin ulterior examen. Afrancesados en el léxico y la sintaxis fueron los integrantes de la Generación del 80, afrancesado nuestro naturalismo donde Julián Martel escribía La Bolsa mirando pendularmente al Zola defensor de Dreyfus y a sus fiscales antisemitas. Afrancesado nuestro positivismo. Afrancesado el modernismo, y el español Juan Valera consignaba el “galicismo mental” del argentino por opción Rubén Darío. Y aun afrancesadas serían muchas formas de nuestro nacionalismo, de la literatura de derecha, del pensamiento religioso católico de monseñor Franceschi y la revista Criterio. La lista de acusaciones o constataciones de extranjerismo podría seguir y ramificarse.

Adolfo Bioy Casares (Foto: Silvana Colombo)

3.

Antes que una opción estética, asumida o atribuida, ese cosmopolitismo y regusto foráneo eran una posibilidad material. De importación y uso de bienes. Florida podía comprarse y usar bienes que Boedo no. Los ricos tienen rentas y los pobres, en el mejor de los casos, becas, mecenas y mediadores. Mariani contándole Proust a Arlt. Almendra y Manal. Soda y los Redondos. Cerati y Soda con las competencias superiores o diferenciales que dan el comprar discos importados, instrumentos musicales, poder seguir las letras en inglés. En la literatura, que con los años y la cultura de masas “ser de clase alta” (o ser percibido como perteneciente o funcional a esa clase) devino un área más rarificada, se vuelve un hándicap para cualquier ingresante en la vida literaria. Un privilegio del que hay que dar cuenta, a la vez que los frutos de ese privilegio se vuelven marcas antes que ventajas de por sí. Es difícil fechar el comienzo de esas dificultades, pero fueron crecientes, con variaciones de intensidad, aunque nunca con giros completos de timón, a lo largo del siglo XX. Un lastre. (Ese hándicap “elitista” verá reducida la animadversión de algunos sectores cuando empezaron a emerger otros hándicaps por su presumida “superioridad”, como el académico –ser o no ser “de Puan”, en algunos ambientes es algo de lo que se dan aclaraciones, o que se usa como aclaración). Esa hostilidad o prejuicio o indagatoria personal no se correspondía con una puesta en cuestión (y en parte se debía a que no existiera) sistemática del poder de canonización cultural de esa “clase alta”. Su gusto era un principio rector en la cultura, en la literatura, en sus estilos de vida y formas de convivencia, desde el mobiliario y la ropa hasta su concepción de museos y bibliotecas y lecturas, los destinos de sus viajes, la gastronomía o la joyería. Con un eclecticismo que también había sido un rasgo de esa clase, esa modelización iba a convivir o coexistir con otras, generalmente más baratas, pero que ni la excluían ni se mestizaba, y cuando se le acercaban, como en el etno-chic, tendían a subordinarse.

4. 

Cuando el peronismo triunfó en 1946, y desde entonces, la virulencia contra los ideales y los gustos culturales atribuidos a la clase alta ganó sonoridad y legitimización. El Gobierno y el Estado denunciaban al elitismo por no ser para todos y pronto todas (y sospechaban de las tentativas de volver para todos y todas las formas artísticas elitistas). Aquella clase exportadora a la que el poeta Leopoldo Lugones había cantado en 1910, Centenario de la Revolución de Mayo, con su didáctica e intimista «Oda a los ganados y las mieses», era ahora anti-nacional, anti-popular, anti-democrática, fraudulenta, viciada y viciosa, desviada y snob, mendiga y orgullosa, europeizante y anti latinoamericana, prefería los libros ociosos (lo bello) a las alpargatas trabajadoras (lo útil). Para decirlo sartreanamente: en la versión gala de la moda existencialista de aquellos años, de Congreso de Filosofía mendocino de 70 puntuales años atrás, donde Perón quiso a Heidegger pero tuvo a Gadamer, el monopolio de la “buena conciencia” era peronista.

5.

Cuando Perón se erigía como tótem de la comunidad organizada, las marcas culturales y sociales de nacimiento y/o educación oligárquicas se volvieron un tabú: eran un lastre que había que callar, o bien que denunciar con autocrítica o con el entusiasmo evangelista de quien ha nacido de nuevo.

Después de la Revolución Libertadora, el antiperonismo gorila se volvía más inexcusable. Una gran escritora, Marta Lynch, podría servir de buen ejemplo de esta “mala conciencia”, de esta revocación permanente de su pasado, de la que es emblema su título La penúltima versión de la Colorada Villanueva. Es significativo que en los últimos treinta años, por esta “mala conciencia” de la que Lynch es ejemplo, por esta inquietud permanente a la vez por minimizar o por justificar su clase, por enfatizar que “origen de clase” y “posición de clase” no tienen por qué coincidir, no se haya revalorizado a esta novelista y sí a alguien como Sara Gallardo, que parece no haber sufrido temor ni temblor, a pesar de que siempre admitió sin retaceos su origen de clase. Gallardo coloca el problema del otro lado del mostrador: el problema es de ustedes, nos dice, si tienen alguno, yo no tengo que justificar con la bondad de mi ideología la maldad histórica de mi clase. (Paradójicamente, Lynch llegó a ser en su tiempo un best-seller, lo que no le tocó en vida a la sin embargo nunca impopular Gallardo; a Lynch le dedica el último capítulo de su inteligente El paraíso argentino Claudio Zeiger: el autor parece más interesado, al menos allí, en el destino que en la literatura de la suicida). 

6.

Algunos de los mayores ideólogos nacionalistas que habían contribuido a la formación del “pensamiento nacional” peronista provenían precisamente de la clase alta. Eran anglófilos, como los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, amigos de Bernard Berenson, que hablaban inglés entre ellos, germanófilos como Ernesto Palacio, francófilos como Manuel Ugarte. Entre las vertientes intelectuales y políticas de la oligarquía terrateniente, del siglo XIX y de después, dos se contraponen: la liberal-europeizante-cosmopolita-laica-agnóstica-anticlerical-masónica-urbana (“La vieja y buena causa unitaria”) y la conservadora-restauradora-revisionista-nacionalista-popular-católica-clerical-federal-rural.

El concepto más social y cultural de “clase alta” parece orientarse a la primera de esas vertientes (la clase media alta del radicalismo, y también del socialismo, buscará adunarse con ella). La segunda vertiente, que fue derrotada con Rosas en 1852 en la batalla de Caseros, siguió rumiando su resentimiento, su orgullo y muchas veces su empobrecimiento en las provincias, y encontró en Perón quien la declarara vencedora moral. Simplificando las líneas históricas, Mayo-Caseros y Rosas-Perón. Por lo tanto, se era de “clase alta”, sí, pero en el sentido de ser “muy criollos”, muy del “campo popular”. Esta posibilidad duró y perduró largo tiempo dentro del peronismo y luego el kirchnerismo, en la política y en la cultura.

7.

Con la consolidación del régimen peronista, se consolidó una oposición que lo consideraba “fascista”, que consideraba a Perón “el segundo tirano” (el primero había sido Rosas: la formulación es de La Prensa, diario de los Gainza). Con esta “grieta” era posible ser de “clase alta” por la identificación con la línea Mayo-Caseros. Reivindicar la lucha por la libertad, el liberalismo político, la democracia electoral y pluripartidista, el repudio al culto de la personalidad de Perón y Eva, la belleza de la ilustración frente a una utilidad cada vez más inútil en la crasa empiria. Victoria Ocampo, Borges, Bioy, Alicia Jurado representan esta vertiente de say it loud / posh and proud.

Victoria Ocampo (Foto: Gisèle Freund)

8.

La posición de Victoria Ocampo se ve magníficamente reflejada, sin el menor pudor (Never Apologize Never Explain, la norma de E. Waugh) y sin la más mínima mistificación, en sus respuestas y correcciones a la nota de una periodista de la revista Atlántida, publicadas con letra chica en un número de Sur de 1969; la de Bioy, en su cuento «La pasajera de primera clase». Silvina Bullrich fue una escritora notable, en cuya espontánea “buena conciencia” de clase alta se afinca una de las claves y se sostienen tramas y temas de sus libros. Fue un gran best-seller en la era que inventó la palabra best-seller. En Los burgueses, en los 60, unos veinte años después en Escándalo bancario, y en la mayoría de sus novelas, como décadas antes en las de Gálvez o Mallea, es recurrente una impostación a la vez pugnaz y despreciativa de portavoz de la “clase alta” derrotada (ya sin dirimir si liberales o conservadores estos socios del Jockey Club o del Círculo de Armas) por una burguesía industrial-financiera asociada con gobiernos populistas. Como en el Uruguay de hoy, a una escritora como Mercedes Vigil, best-seller popular, Bullrich fue seguida por el público, que también había hecho de ella una mediática no muy distinta a Moria Casán, aunque no por la crítica. Tulio Halperin Donghi podía decir en privado que era la novelista que leía con más gusto, pero ni argumentó ni expuso por escrito los motivos de ese gusto secreto. 

9.

En los últimos treinta años, la representación de la élite del poder y de la nueva burguesía urbana no faltó en la narrativa argentina. Y escritores como Fogwill o Jorge Asís no sólo la representaban en sus libros de variada ficción o menudo ensayo, sino que esos libros eran también un billete de ingreso o credencial de entrada a esa clase. En las primeras novelas de Asís, jóvenes y pícaros, entre lúmpenes, proletarios y clasemedieros, se mueven entre el conurbano bonaerense y el centro porteño; en las últimas, desde 1990 a hoy, la acción se reparte entre los polos mansillescos de Buenos Aires y París y sus personajes son industriales, agroexportadores multinacionales, políticos y funcionarios de primera línea, agentes o espías o diplomáticos en esplendor o en desgracia, oligarcas pampeanos que bancan (literalmente) al fascismo colaboracionista francés, o damas proustianas en otoño dorado a la hoja. Antes, pero no mucho antes, las novelas de David Viñas habían tenido como tema a esa élite del poder económico y político, mandatarios, funcionarios, revolucionarios, represores, militares, sacerdotes, académicos consejeros en los oídos del príncipe, muchas veces captados o narrados en sus tiempos de despoder. Como las de Fogwill, sus novelas advirtieron e insistieron en los cambios tectónicos de los más cercanos correlatos económicos, sociales y políticos de la “clase alta” cultural, que fueron acorralando a la vieja oligarquía terrateniente agro-exportadora con la expansión de los latifundios de la agroindustria, sojera y de nuevos cultivos, con nuevos métodos y tecnologías, y nuevos dueños de la tierra. Esta literatura bien informada, noticiosa y bien advertida, à la page, parecía prometer, a los ojos de sus autores, pero también de buena parte de su público y de la crítica, un derecho propio a codearse con la “clase alta” y circular libremente por sus andariveles sin emular sus maneras ni compartir (ni siquiera comprender) sus preferencias estéticas.

10.

El ‘malditismo’ de clase alta, con distintos grados, también existió desde antes de los tiempos de Perón hasta ahora. J.W.Cooke había dicho famosamente que “el peronismo es el hecho maldito en el país burgués”. Más distraídamente, podían responderle desde las almenas de la “clase alta”: somos la clase maldita en el país peronista. Aunque sea difícil encontrar algo así de programático en Arturo Jacinto Álvarez, el heredero que gasta el último centavo de su fortuna agro-ganadera para proyectos editoriales literarios ruinosos y otras performances lujosas, y acabará sus días en un geriátrico –de inspiración peronista- del conurbano bonaerense. Más genuinamente angélicas y luciferinas son posturas y posiciones a la vera de la “clase alta”, como las de J.R.Wilcock o Juan José Hernández, para quienes la homosexualidad podía servir como desafío y ariete antes que como reclamo y reivindicación en el universo de la comunidad organizada

(Continuará…)

*Este texto fue publicado originalmente en la revista Invisibles

Alfredo Grieco y Bavio

Escritor, periodista y crítico.

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