Roma y el secreto de las estatuas parlantes
La primera postal de la capital italiana que recuerda el autor de esta nota son las statue parlanti. En el camino hacia el bar atendido por una moza de ojos violetas, mientras esquiva la mirada despectiva de los romanos, queda hipnotizado por la estatua de Madama Lucrezia, y en el hieratismo de ese torso mudo cree entrever un secreto antiguo.

Vivo en Roma entre el 1 de abril y el 30 de agosto de 2022. Son seis meses intensos. Tengo recuerdos que se redefinen sin cesar, pero también tengo muchas lagunas mentales por culpa de los spritz, las cervezas y los vinos. Durante el día trabajo en un libro y por las tardes salgo a recorrer la ciudad. 

Caminar por las calles de Roma es sinónimo de esquivar turistas y pozos. También es sinónimo de una progresiva anestesia que se inocula para cuidarme de tanta historia de la belleza. Esa belleza primero me choca en la cara, con el tiempo se vuelve rutina y las cosas se convierten en algo más del día a día. Las ruinas, los monumentos, los bustos y las mil proezas arquitectónicas se me empiezan a diluir en el campo visual. 

En abril todavía hace frío. Tengo que salir con un pullover y una campera que me pongo y saco de acuerdo al ritmo del paso. Alrededor de las cuatro de la tarde, bajo por el Trastevere, el barrio donde está mi residencia, y cruzo el río por el ponte sisto. Voy a los palazzi que hay por doquier y pierdo la cuenta de qué períodos de la historia del arte transito, qué esculturas hay y qué pinturas veo. Todo se confunde. En las calles solamente hay pelotones de gente con celulares. También hay algunos romanos que me odian. Soy un turista o un inmigrante, por el solo hecho de estar en su ciudad destruyo el patrimonio o la economía nacional. Para ellos soy parte de los que hacen de Roma un museo de plástico cargado de historias muertas.

Es fácil entender a los romanos cuando hablan. Tengo que mirarles las manos, seguir los gestos y captar algunas palabras. Logro mejorar mi italiano y me convierto en un vampiro lingüístico, trato de entablar conversaciones en italiano solamente para practicar. En la primera semana mantengo el alcohol en sangre a un nivel constante porque también me ayuda con la fluidez idiomática. Por momentos hablo con las manos y mi tonada argentina ayuda.

Pasquino, la más antigua y famosa de las estatuas parlantes de Roma.

Cuando salgo del Palazzo Massimo, después de ver los frescos y mosaicos que adornan las paredes de las villas más importantes de la época latina, compro dos libros de Elsa Morante a treinta euros en un kiosco de usados. Los hojeo tratando de captar algunas frases, pero el éxtasis de los jardines retratados en los frescos y la línea de alcohol me impide la concentración. Decido encaminarme al lugar donde mejor se toma: el bar de la moza de ojos violetas.

El bar está en medio del Trastevere y uno de los más turísticos de la ciudad. Según Google Maps, tengo como una hora de caminata. Las estatuas se suceden sin tregua. Atravieso monumentos y plazas. Los autos son de tamaño mediano y chico, avanzan por todas partes a los bocinazos. Todos están sucios o chocados. El tráfico es caótico y no hay reglas claras de estacionamiento. El transporte público es tan malo que no vale la pena usarlo. 

Días antes participo de un recorrido guiado por una especialista en algo así como Intelectuales españoles exiliados en Roma durante el franquismo. Ese día estoy resaqueado, son las diez de la mañana y la chica habla en algunas esquinas emblemáticas sobre la relación de María Zambrano con Roma. Escucho poco y nada. Pasamos por una estatua y nos detenemos. Lo único que me queda de todo lo que dice es statue parlanti. La conjunción de palabras se me queda grabada: estatuas parlantes. 

Estoy en camino al bar de la chica de ojos violetas. Tiene iris violetas de verdad. Sigo andando con los libros guardados en una bolsa de tela que me cuelga del hombro. En el recorrido paso por el Monumento a Vittorio Emanuele II y por Piazza Venezia. Me pierdo un poco y llego a otra plaza donde hay una fuente con un pico del que sale agua. Hago la cola, estoy sediento, tengo tres o cuatro turistas adelante mío. 

Me pierdo, no sé dónde estoy. En una esquina veo una estatua feúcha. Es de mármol. Cuando me dirijo a verla de cerca, leo un cartel que me dice dónde estoy: Piazza di San Marco. La estatua se llama Madama Lucrezia.  

Según internet, las estatuas parlantes que hay en Roma son seis en total y se vuelven famosas desde el siglo XVI en adelante. En el paseo con la especialista, vemos la estatua de Il Pasquino, la más conocida de las seis. También es una de las más lindas. Es una estatua rota que está colocada cerca de Piazza Navona, después de mucho tiempo perdida. Representa a un tal Pasquino, peluquero del Vaticano y conocedor de los chismes más apremiantes. En su honor, la estatua se usa para pegar mensajes anónimos y hacerlos circular durante el siglo XVII. Son mensajes con ironías y críticas al poder.

La que tengo frente a mí cuando me dirijo al bar de los ojos violetas es otra de las estatuas parlantes. Es la única estatua mujer. Es regordeta, tiene la mirada vacía y la cara está borrada. También está sucia. Le falta un brazo y la mano del brazo que sí tiene. Es un torso donde resaltan las tetas bajo los pliegues de la ropa. Ese día la surcan dos o tres pedazos de mierda de paloma. También tiene flemazos verdes adosados al mármol. Mide como tres metros y viene de la época de la Roma clásica. Lo que más me gusta es que además de sus ojos ausentes, tampoco tiene nariz y la boca se ahueca para adentro de manera monstruosa.

La especialista dice que se llaman statue parlanti porque tienen mensajes que el pueblo dice en murmullos. O sea, críticas y sátiras sobre los gobernantes y las familias más ricas. Además, dice, tienen el sabor de la irreverencia por el anonimato de los mensajes. También recuerda que de ahí viene la categoría de pasquinate, en referencia a la estatua de Il Pasquino, y yo me acuerdo del inicio de Yo el Supremo de Roa Bastos: un pasquín clavado en la puerta de la catedral que promueve la muerte del dictador. 

Madama Lucrezia, en Piazza di San Marco

Vuelvo a los ojos vacíos de Madama Lucrezia, la estatua parlante de la señora regordeta en Piazza di San Marco. No hay ningún mensaje. Supuestamente se siguen colocando y pegando hasta hoy, pero la gente no mira otra cosa que el celular. Mi capacidad de atención flota. Sé que es una estatua parlante porque lo busco en el celular. Pero solamente estoy disfrutando su fealdad. ¿Y si comienza a hablarme? 

Cuando miro a la Madama, además de considerarla un poco deforme, me calienta. Es inevitable, me hace pensar en una madama de burdel, típica de película, y pienso que es un buen personaje. Las madamas que regentean esos antros usualmente saben lidiar con los clientes, los cachondean un poco y les manejan las satisfacciones, pero el acceso a su carne está casi siempre prohibido. Y por lo general, su propio pasado de prostitutas las marca. Son explotadas que se vuelven explotadoras. También cuidan a sus chicas como madres. Son contradicciones interesantes para un personaje de ficción. El torso de Madama Lucrezia tiene todos los atributos de este arquetipo. Es matrona, voluptuosa y parece vieja. Da miedo y excita a la vez. 

La borrachera leve me hace sentir especial. Creo que son casi las seis de la tarde y la estatua parece estar a punto de decir algo. Es la literatura, me digo en voz baja como robándole sus palabras. Un chino con un celular se para a mi lado para contemplarla en ese momento. Es la primera persona que se detiene a verla como yo. Después de mirarla apenas unos segundos, le saca dos o tres fotos. Se da vuelta, me mira, sonríe y baja el mentón como saludándome. 
El tiempo para ir al bar de los ojos violetas se complica. A la noche hay algo en la residencia, una fiesta o una reunión a la que tengo que asistir sí o sí. Me tengo que bañar y preparar. La cara del chino y su gestito de mentón me torturan a lo largo de los años. Sé que somos cómplices de algo, pero no sé de qué. O sé que me roba un secreto hecho sólo para mí, un secreto que me entrega una estatua parlante gorda y cachonda. Cada vez que lo recuerdo me nace el odio de Roma a los turistas que la visitan.

Manuel Moyano Palacio

Nació en Córdoba una gélida mañana de julio de 1987. Pesó 4 kilos y medio. A los pocos años escribió su nombre en una cartulina verde. Publicó los ensayos Disco Wilcock y Bonino. La lengua de la inocencia ; el libro de poemas Ética para nada y la novela La ciega. Actualmente escribe una biografía sobre Oscar del Barco. A veces sufre de presión y depresión.

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