Tras la publicación de su libro Teatro animal. Tomo 1, donde adelanta su nueva obra, Franco Verdoia reestrenó esta ópera prima que se convirtió en un gigante del teatro independiente.
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Sobre el centro del escenario, una especie de Torre de Babel se instala de forma imponente. Es una estructura bestial que rebalsa de objetos y detalles y remite al Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso: “Como en el amor, la primera imagen lo es todo”. Así —y lejos de la idea borgiana de la torre como alusión a la búsqueda infinita de sentido, al conocimiento inabarcable y al laberinto del lenguaje—, la construcción de este gigante en Late el corazón de un perro, del director de cine y teatro Franco Verdoia, plantea una premisa que resiste más allá del impacto visual: la extrañeza y complejidad del objeto anuncian su bastión, que no es otro que la representación psíquica del personaje principal.
Es alrededor de esa torre donde se desnuda y acontece la historia. En un pueblo de frontera cordobesa, del que es oriundo el mismísimo Verdoia, Mabel (Silvina Sabater) resiste al desalojo de su casa. Esta acumuladora compulsiva recibe a su hija Ana (Berenice Gandullo), una azafata que regresa tras largos años de ausencia. Junto a Hernán (Gerardo Serre), su primer amor adolescente, intentarán diseñar estrategias para persuadirla, en un pueblo dispuesto a devorarlo todo.
En medio, el pasado se diluye como una carga tortuosa, camuflado entre discusiones que trazan los contornos de lo vincular, entre reproches que tensan los bordes de lo afectivo y entre recuerdos que remiten a lo sesgado por el tiempo. Y entonces comprendemos: es necesaria la destrucción de un tiempo viejo para que advenga uno nuevo. Es necesaria una nueva forma de amar.

Pero no es solo en lo temático donde la obra respira con fuerza. Son muchos los aciertos que Verdoia logra en esta pieza. Más allá de una escenografía pintoresca, hay en él un manejo sutil de la dramaturgia: sabe alternar lo cómico y lo dramático, impone un ritmo que se vuelve frenético, que escala con justeza y que se aquieta cuando corresponde. Con frases que suenan como puñales, en una familia que ha olvidado cómo hablarse sin herirse, con comentarios que provocan una sonrisa leve, pero que nos dejan al borde de una incomodidad flotante, Verdoia ha comprendido que hay que salpicar verdades para que el espectador las internalice como si fueran poemas.
Una vez escuché decir, entre lágrimas, a un hijo que, tras la muerte de su padre, lo primero que había olvidado era su voz. “Por eso guardo fotos, videos, cuido sus colecciones, comparto sus fetiches”, decía. Los objetos son retrasos de la memoria, “ese bálsamo ante la angustia de los tiempos”, como dirá Baudrillard. Una pulsión que retorna para detener el flujo y volver —con todo eso— al tiempo que ya no está, comprendiendo así la finitud de la vida. Como dice el personaje de Hernán: “Uno se inventa una vida o aprende a vivir también con lo que falta”.
En una elección generosa —y coherente—, Verdoia vuelve a confiar en su elenco habitual (la obra comparte la mayoría con Matar a un elefante, hoy también en cartel en Timbre 4), repitiendo un estilo donde lo intimista, lo minimalista y la importancia de la palabra y las relaciones humanas se profundizan con sutileza. Sin embargo, en esta obra las miradas se las lleva todas Silvina Sabater, tal vez en su protagónico más logrado. Hay una escena bellísima en la que la encuentra cara a cara con el público, al borde del escenario, bajo una luz directa que baña su rostro: “Estoy intentando que desaparezca el tiempo entre nosotras, hija. ¿Hasta cuándo el cuarto de una hija que ya no está tiene que ser el cuarto de una hija que ya no está?”, dice el personaje. Lo que sigue es una respiración entrecortada: morderse las palabras, sostenerse con el cuerpo en silencio; un silencio que nos invita a pensar que no es posible volver a un mismo lugar sin haberse ido antes.
Finalmente, esa torre maldita solo llegará al abismo y a la desaparición absoluta. Porque es necesario abandonarlo todo para que algo —finalmente— renazca. Bella y verdadera, cruda y visceral, Late el corazón de un perro rebosa de detalles y se construye sobre una hondura poética que la distingue por sobre el resto. En estos tiempos en los que lo afectivo parece desintegrarse, deshilacharse, evadirse; donde lo frágil se vuelve norma, este palacio de la memoria —que emociona y atrapa— insiste en la potencia y la recomposición de los lazos. Y eso, sin dudas, es todo un gesto político. Porque, más allá de toda desgracia, algo —siempre— late adentro.
Late el corazón de un perro
Dramaturgia: Franco Verdoia
Actúan: Berenice Gandullo, Silvina Sabater, Gerardo Serre
Diseño de vestuario: Cecilia Allassia
Música: Ian Shifres
Diseño de Iluminación: Matías Sendón
Fotografía: Franco Verdoia
Asistencia de dirección: Debora Torres
Producción: Marina Kryzczuk
Dirección de arte: Alejandro Goldstein
Dirección: Franco Verdoia
Duración: 70 minutos