Los Simpsons falopa 

Desde fines de los 80 la fiebre amarilla entró en los hogares argentinos. Entre privatizaciones, diputruchos y el auge de lo falopa, Los Simpsons contagiaron sus vicisitudes de familia moderna disfuncional, sus frases y, sobre todo, sus imágenes. Este es un recorrido por las calles de la ciudad, con Barts fumancheros, Homeros hinchas del ascenso y una fauna lunfarda de colores amarillos. Es que los Simpsons falopa ya son parte del paisaje nacional. 


En 1989 se estrenó en Estados Unidos el primer capítulo de Los Simpsons y apenas dos años más tarde la familia de Springfield aterrizaba en nuestro país. Cuando canal 11 emitió el primer episodio había sentados ante el televisor cuatro millones y medio de personas.

El programa se mantuvo durante décadas. Cenar puntualmente los martes a las 9 de la noche era la ceremonia familiar para poder ver completo el nuevo capítulo. Durante los primeros episodios recuerdo un comentario que repetía mi viejo desde la cabecera de la mesa: “¿Amarillos? ¿Cómo los van a hacer amarillos?”. 

Su estupor y sorpresa no eran tan ajenos a las intenciones de Matt Groening, creador de la serie. Según contó Yeardley Smith, la actriz que hacía de Lisa, a Groening le pareció muy gracioso que cuando los espectadores, haciendo zapping, se cruzaran con el programa, creyeran que los colores de su televisor estaban desconfigurados. Había algo cautivante en ese fuera de lugar. 

Mientras tanto la Argentina entraba a los años de la convertibilidad. Corrían los 90 y los productos importados se instalaban en las góndolas, las fábricas cerraban y los hipermercados, también extranjeros, se levantaban como gigantes de una nueva mitología. Los trenes, el correo y las empresas de servicios públicos, como la vieja Segba, fueron privatizadas y con el aumento del desempleo y la pauperización surgieron las ferias de marcas falsas y los bolishoppings. Entre ellos la reina plebeya de Ingeniero Budge, La Salada. 

Pero lo apócrifo no era exclusivo del mercado. En 1992 Julio Abraham Kenan, sin ser integrante de la Cámara Baja, votó a favor de la privatización de gas del Estado, convirtiéndose así en el diputrucho. El término se popularizó y en poquísimo tiempo se desparramó en el habla como el adjetivo estrella para referirse a personas truchas, resultados truchos, productos truchos y todo lo falso que nos rodeaba. 

En esos años los Simpsons habían cosechado miles de fanáticos, coleccionistas y exégetas. No se sabe muy bien en qué momento, pero una nueva fiebre amarilla fue propagándose. Al poco tiempo comenzaron a aparecer todo tipo de artículos: pósters, carpetas, cartucheras y hasta un álbum de figuritas 3D que supe tener. 

Cuando transcurría la segunda temporada de la serie llegó el videojuego para arcade. El juego consistía en rescatar a Maggie, quien había sido secuestrada por Smithers luego de que la bebé se quedara por azar con un diamante como chupete. Lo jugué varios meses pero nunca pude pasar del segundo nivel, Krustyland. Uno de los tantos pantanos de los fichines en los que los púberes solíamos quedar atrapados. 

Entre los objetos de la simpsonmanía también hubo libros, remeras y muñecos de todo tipo, truchos o con licencia (entre ellos, los chocolatines Jack). Se sabe que incluso el mismo Matt Groening era un asiduo comprador en las ferias de los bootlegs. Esos cuerpos, con rebarbas y mal pintados, los hijos bastardos de su creación, también tenían lugar para el reconocimiento. 

Ay la pucha! 

La palabra farlocco, de origen italiano, suele usarse para referirse a algo que es ‘falso’ o ‘engañoso’. Por eso, en el susurro coloquial del Río de la Plata, para aludir a los estupefacientes, en particular a la cocaína de mala calidad, se usaba falopa. Hace años que la palabra se despegó de la droga y se volvió un adjetivo popular, de uso común, para señalar algo de poca calidad, berreta. 

Desde aquel primer brote de la nueva fiebre amarilla, Los Simpsons vienen siendo pintados compulsivamente en las paredes de nuestro país, pero de una forma particular. Con aerosol en los paredones, taggeados con fibrones en los baños públicos, bocetados con tiza sobre las pizarras o pincelados en el cartel de chapa de una pollería: Estúpida y sensual milanesa

La pintada puede abarcar el frente de un puesto de diario y complicarse en la composición de la familia sentada en el sillón, reponiendo figuras, fondo y colores casi nunca coincidentes. 

Presionando el pico, la línea amarilla del aerosol puede avanzar sobre un acotado cartel de tránsito, resolviendo en un simple y rápido garabato un enredo de líneas curvas que nos permite adivinar un Homero. 

En un exceso de pintura los ojos de Bart pueden quedar chorreando, como si estuvieran frente a un paisaje atómico, confundiéndose las lágrimas con las líneas de pintura en caída, liberadas de la mano anónima. 

En la diseminación de estas figuras, en la propagación de los motivos, la identidad de los integrantes de los Simpsons parece extraviarse. A veces solo un poco, pero nunca por completo. Solo se vuelve falopa, cachivache. Unos Simpsons pintados así no más. Los Simpsons falopa. 

De pintura a pintura, de dibujo a dibujo, la falopa amarilla tuerce y percude todo lo accesorio y conserva lo esencial, lo imprescindible para seguir reconociéndolos: el color, las formas curvas de sus cuerpos, los remates picudos de los peinados o el pelo de la sien en forma de M (por su creador, Matt). 

Como detrás de un vidrio cóncavo, todo lo demás se deforma en los Simpsons falopa. Y no se sabe si lo falopa está en la fisonomía detonada del personaje o en el ojo extraviado que sostiene el pincel y distorsiona la imagen. A veces, forma y contenido son una y un Bart crecido, sentado en un tronquito de un descampado, quema una cuchara con su encendedor. 

En lo falopa las cabezas se achican o se agrandan inexplicablemente, como globos a punto de explotar. Las pupilas se dilatan y los labios se aflojan como en la boca de un desdentado. 

Los ciudadanos de Springfield pueden tener los incisivos de una piraña, pelos saliendo de las orejas y los globos oculares como un par de postizos de vidrio. Pueden presentar protuberancias que serían de alarma en cualquier consulta médica. 

Con la falopa los personajes se vuelven planos, se achatan. El azul del pantalón de Homero o el rojo de la gorra de Bart se decoloran al rayo del sol, el amarillo se revienta en una extensa gama que va del amarillo canario al mostaza y al ocre, quedando alguno con la coloración de un hepático. 

El color verde del vestido de Marge se confunde con las capas más viejas de pintura que se niegan a dejar de existir. La sonrisa maliciosa de Burns se afantasma en el descascarado de la pared y el rostro de Lisa es carcomido por el óxido de la chapa, pero no así el latón de su saxo barítono. 

Se descoyunturan, se abandonan las proporciones de sus cuerpos y muchos otros caprichos, berretines. Porque los Simpsons falopa son eso: lunfardo, asalto y apropiación de la imagen. 

Un Bart rolinga posa de perfil con su flequillo y pañuelo y un Homero barrabrava del funebrero se pide una Quilmes. El propio nombre de la familia puede perder letras, consonantes y a pesar del tajo se seguirá reconociendo su apellido (Los Simso) o el latiguillo (Ay la pucha!). 

Dibujitos descangayados que pululan por todas partes, pero sobre todo en las grandes ciudades argentinas, al lado de la cancha del ascenso y del almacén. Los Simpsons falopa son un fenómeno que no casualmente compartió su territorio y su época de auge con el llamado rock barrial. Si hasta tuvo sus encuentros explícitos, como cuando el Pity Álvarez, cantante por ese entonces de Viejas Locas, compuso Homero, en homenaje a su padre y al de Springfield. 

Y en esta apropiación argenta y falopa de los Simpsons ocurre algo fundamental: muchos de los aspectos de la sociedad y la familia disfuncional que eran el objeto de la sátira son orgullosamente reivindicados.

Pintadas viles

La pintada falopa bailotea sobre todo en la precariedad del pincel y cuando sale del spray suele estar liberada de la técnica y del volumen del graffiti. Los Simpsons falopa pergeñan un estilo vil. Buscan vender, promocionar, adornar, intimidar, bardear o marcar territorio. No atesoran el aura del street art, ni la respetabilidad política de los murales y su monumentalismo solemne y muchas veces institucional. 

Es un estilo sin firma ni pretensión contracultural, donde no existe la conciencia de estar haciendo bombing. Está más interesado en la representación que en la estetización y ni siquiera se hace la pregunta acerca de si lo que hacen es arte o vandalismo. Por sus colores, falta de pretensión técnica y los detalles simplificados parecen ser más bien la versión callejera de algunos pintores del arte ingenuo latinoamericano (aunque a veces nada tenga de ingenuo). 

Sin contar con la posibilidad de hacer un trabajo serializado, como ocurre en el stencil y sus plantillas de acetato, Los Simpsons falopa, estos amarillos abyectos, se desparraman por cada calle y cada plaza.

En una calesita, contra las chapas que recubren el rotor de la plataforma giratoria, está pintado Bart, semidesnudo y colgado de una liana. Mientras tanto una foca de la plataforma, montada por un nenito, en cada vuelta tapa la desnudez, con la pelota que hace equilibrio en su hocico. Pasa por delante, una y otra vez, justo a la altura de las partes pudendas de Bart, recreando una versión mecánica del chiste donde la exhibición es oculta por casualidad y no por recato. 

Lejos de esta viñeta naif, en su punto opuesto, un paredón cercano a la cancha de Aldosivi recrea un escena más bien tumbera: el gordo amarillo sostiene por los pelos a Flanders mientras ensarta un cuchillo en su cuello. Homero tiene los ojos rojos, los brazos enredados de venas y la camiseta bastonada, verde y amarilla del tiburón. Flanders, hincha de Alvarado, solo atina a gritar y en un gesto involuntario saca y se le retuerce la lengua. Al costado del paredón Nelson lo señala burlonamente, Jajaj se re regalo

En el piso quedaron los restos del naufragio: latas de pintura, pinceles, botellas plásticas cortadas, algunas con restos de color y otras con alcohol y un balde de latex, dado vuelta, a modo de asiento. 

En las escenas hay Barts pícaros fumando macoña y mostrando los glúteos; uno narigón, con papada, barba de pocos días y pucho en la boca. Barneys beodos y Maggies tiernas. Hay un Smithers mucamo, de espaldas, con medias de red y plumereando el paredón. 

Hay parva de Nelsons desatados de ira, alguno con piluso de hincha y enfierrado, en plena riña con el clásico rival. Algún Cletus vende pollo de dudosa procedencia y en otra escena el Jefe Gorgory avisa en el vidrio del frente de un kiosco que no se vende alcohol —guiño, guiño— después de las 22 hs. 

El rey falopa

Pero Homero es el rey, Homero manda en esta figuración canalla. Algunas veces se lo puede ver en situación de trabajo, pero acá no hay planta nuclear. Está como canillita, avisando a los lectores que pueden pedir el diario desde su coche. También promociona productos tan disímiles como hamburguesas, remises o viagra. 

En una picaresca escena Homero lava el parabrisas de su Plymouth Junkerolla, color rosa chicle. Lleva un short de jeans que deja entrever las nalgas. Se abalanza con la esponja sobre el parabrisas, y mientras brota la espuma y las burbujas, el otro padre de familia, Peter Griffin, enjuaga, concentrado, el capot. Son socios de lo falopa y ofrecen el servicio de lavado de autos. 

En los ratos libres que le deja las changas Homero va a la cancha. Puede ser hincha de Lamadrid, del candombero de la isla Maciel o parar con los de Defensa y Justicia. 

No obstante siempre vuelve la imagen de la barra, Moe y la espuma del chopp chorreando sobre su mano. En una escena es retratado brindando en unos pocos y tristes tonos de pintura gris con Bender, el robot de Futurama. Parece la imagen de alguien que recuerda la noche anterior, sumergido en la resaca. 

O es retratado corriendo a lo largo de un paredón. Su capa flamea y él alucina, bajo el posible efecto de un delirium tremens, que es perseguido por Mickey Mouse. 

El decálogo falopa continúa con Homeros macrocefálicos, desinflados y con la frente aplastada, Homeros cursando una mutación a Popeye y Homeros con bigotes, cabeza de glande, pálidos y de orejas enormes. 

Falopa de origen 

Cuentan que en el origen, cuando los capítulos duraban solo un minuto y la serie fue emitida por primera vez en “El show de Tracy Ullman”, Matt Groening se sorprendió al verlos en la pantalla. Sus bocetos habían sido usados tal cual por los animadores, sin ser corregidos. 

Los cuerpos y las líneas que contorneaban a los primeros Simpsons, lejos de ser redondas, nítidas y cerradas tenían ese narcótico, esa sustancia, la misma que nosotros supimos producir localmente. En el origen, Los Simpsons falopa. En nuestras calles, también.

Picture of Mariano Gigena

Mariano Gigena

Mariano Gigena (1982). Docente en el Nacional de Quilmes y editor del proyecto Homo Faber.

Últimas notas