La inteligencia artificial irrumpió en casi todos los aspectos de la vida humana: arquitectura, marketing, mercados bursátiles y hasta la guerra, entre muchos otros. El mundo del arte no es ajeno al fenómeno: MidJourney, DALL-E y GPT-3 nos dan la bienvenida a la época del arte no humano, donde los derechos de autor y la creatividad son los nuevos campos de batalla.
…
Una nueva escuela de arte
En menos de un año, los generadores de arte con IA se han convertido en una opción atractiva para diseñadores gráficos, artistas y creadores de contenido gracias a sus bajos costos, su notable calidad y capacidad de producción. Esta tecnología permite a millones de usuarios, muchos de ellos amateurs o sin formación artística alguna, producir obras que de otro modo estarían fuera de su alcance. La imaginación sin límites, aliada con la IA, está dando lugar a una multitud de imágenes que van desde el surrealismo absurdo hasta el hiperrealismo fotográfico. Todo vale, siempre que los usuarios respeten las listas de palabras prohibidas establecidas por cada compañía.
Los generadores de arte con IA se alimentan de una base de datos llamada LAION (Large Scale Artificial Intelligence Open Network), una organización sin fines de lucro alemana que proporciona conjuntos de datos, herramientas y modelos para democratizar la investigación en aprendizaje automático. Esta muestra, compuesta por miles de millones de imágenes almacenadas como códigos HTML, actúa como un fragmento de nuestra memoria cultural colectiva, a partir del cual la IA puede entrenarse y aprender. Luego, emplea los «prompts» proporcionados por sus «clientes» para crear una obra original mediante un algoritmo aplicado sobre un campo de ruido aleatorio.
Según David Holz, creador de MidJourney, la base de datos es solo “un gran rastrillaje de Internet. Usamos los conjuntos de datos abiertos que se publican y entrenamos al algoritmo a partir de ellos”. Cuando se le preguntó si un artista puede excluir su obra de esos conjuntos para que su estilo no sea copiado, respondió: “Estamos considerando esa posibilidad. El desafío ahora es descubrir cuáles son las reglas”. La respuesta suena poco alentadora para artistas de todo el mundo, que ven cómo su estilo es replicado cada vez con mayor perfección.

Lo que estas empresas ofrecen es un servicio basado en un software de inteligencia artificial. Podríamos peder el tiempo con palabras hermosas acerca de cruzadas corporativas para empoderar la imaginación humana —a todos nos encantan las cruzadas idealistas—, pero las aplicaciones son un modelo de negocios que, tras un período de prueba gratuito, requiere de una suscripción mensual.
John Mueller, director de arte de Blizzard Entertainment, fue uno de los primeros beta testers de MidJourney y declaró en su cuenta de Instagram: “Esto es toda una nueva escuela de arte. Hay tanta libertad para explorar cosas que nunca tendría tiempo de crear”.
En poco tiempo, el espacio digital se vio inundado con visiones impactantes de gran creatividad y pasión, un Jonah Hill como Darth Maul, Elon Musk vendiendo sandías en Hong Kong, María Antonieta en atuendo steampunk cantando K-pop, los ejemplos serían infinitos. Millones de publicaciones aparecen cada minuto. Un usuario describió la experiencia como casi saturante: “Siento que estoy perdiendo mi capacidad de asombro. ¿Alguien más lo está experimentando?”.
Arte no humano
Otro usuario le pidió al generador de texto GPT-3 que escribiera un chiste sobre el arte producido por IA. El resultado fue: “El arte con IA puede ser bastante impresionante. Es decir, piensa en esto: una máquina es capaz de crear algo que parece arte, sin todas esas molestas emociones o conexiones personales que los artistas humanos suelen aportar a su trabajo. ¡Es como el artista robot perfecto!”.
¿Es una ironía o una declaración de guerra? Quizás deberíamos empezar con una afirmación que aclare las cosas: un generador de arte por IA no es una herramienta. En palabras del Dr. Andrés Guadamuz, catedrático de Derecho de Propiedad Intelectual en la Universidad de Sussex y editor en jefe del Journal of World Intellectual Property, “con los últimos tipos de inteligencia artificial, el programa informático ya no es una herramienta; en realidad toma muchas de las decisiones involucradas en el proceso creativo sin intervención humana.”
Tal vez el problema radica en que cuesta entender que ordenar a un robot que haga algo creativo no es lo mismo que hacerlo nosotros mismos. Y eso es exactamente lo que está sucediendo: estamos presenciando el nacimiento de un nuevo tipo de forma artística no humana y, por lo tanto, no sujeta a derechos de autor. Esto parece ser levemente incómodo de aceptar para inversores, accionistas, artistas y algunos usuarios.

La legislación actual de Estados Unidos niega la posibilidad de otorgar derechos de autor a imágenes generadas por inteligencia artificial. La Oficina de Derechos de Autor de EE.UU. sólo registrará una obra original de autoría siempre que haya sido creada por un ser humano. Esto significa que, a menos que la obra sea el claro resultado de decisiones y habilidades humanas, todo arte generado por IA debería considerarse de dominio público hasta que la jurisprudencia indique lo contrario.
Esta visión es compartida por Creative Commons, que recientemente emitió una declaración de cierre de año: “La originalidad y la autoría humana deben seguir siendo esenciales para la concesión de derechos de autor u otros derechos exclusivos sobre obras creativas, y el contenido generado por IA no cumple con esos estándares… Por lo tanto, se debe presumir que las producciones de IA son de dominio público, en la medida en que el contenido haya sido generado de forma autónoma, sin decisiones creativas humanas.”
Esta es quizá la razón principal por la que las empresas de arte por IA prefieren enfatizar la utilidad de sus servicios para diseño conceptual, generación de ideas y placer personal. El producto bruto generado por su servicio puede venderse, pero no puede estar protegido por derechos de autor, a menos que sea transformado en algo distinto por un artista humano.
La Capilla Sixtina en la era de la IA
En 1508, el Papa Julio II encargó la pintura de la Capilla Sixtina a Miguel Ángel, pero nunca reclamaría la autoría de esa obra, porque correspondía al artista. El Papa solo dio instrucciones y pagó por el servicio. Al encargar una obra de arte, sólo podés proporcionar indicaciones y referencias al artista, luego él entrega su creación que, en ciertos casos, podés editar, filtrar o ajustar según tu gusto y criterio para ser utilizada en un proyecto específico (o no). Esto es exactamente lo que hacemos con un generador de arte por IA: encargar una pieza de arte, pero en este caso el artista es un robot. O algo parecido.
Cada modelo de IA tiene un estilo distintivo con sus propios matices, resultado de una base de datos colectiva que interactúa con sus limitaciones, algoritmos y filosofía corporativa. Midjourney, por ejemplo, tiende hacia tonos anaranjados y azules, mientras que DALL-E favorece una estética caricaturesca con fuertes amarillos y verdes. Pero los programas están aprendiendo a una velocidad vertiginosa y, para cuando este artículo llegue a sus lectores, la mayoría de los defectos señalados por artistas y usuarios serán recordados sólo como anécdotas.
Si seguimos el razonamiento de que los generadores de arte por IA brindan un servicio creativo, ¿es justo que puedan entrenarse a partir de una base de datos humana colectiva, sin importar la autoría? Por otra parte, también podríamos preguntarnos si a un artista le borraríamos de la memoria todas sus referencias, influencias y conocimientos. No hay una respuesta sencilla a este dilema: lo que es justo y lo que es legal rara vez coinciden cuando se trata de nuevas tecnologías emergentes.

Quizás reconocer que las creaciones artísticas no humanas existen sea el primer paso. Sólo reconociendo esto, especialmente por parte de la comunidad artística, las creaciones de arte «hechas por humanos» podrán ganar un valor añadido y aspirar a sobrevivir a esta revolución. De la misma manera en que existen etiquetas como “orgánico” o “amigable con el medio ambiente”, respaldadas por preocupaciones éticas, un logotipo de “libre de IA” podría aumentar el atractivo de un producto, siempre que se logre generar conciencia entre el público de manera efectiva.
Pero, ¿por qué debería importarle a los consumidores? Después de todo, ¿por qué los lectores o las editoriales le darían una oportunidad a un escritor amateur cuando, dentro de unos años, un chatbot inteligente podrá escribir cualquiera de los libros inconclusos de George R. R. Martin? En una década podremos disfrutar incluso de la posibilidad de encargar experiencias cinematográficas personalizadas como “Flash Gordon II al estilo de Christopher Nolan, protagonizada por un Brad Pitt muy joven”, todo esto sólo porque lo ordenamos para que exista.
Un panorama fascinante, que contiene su innegable lado positivo, pero que obliga a recordar una cita de Dickens: “Las mentes, como los cuerpos, a menudo caen en un estado irritado y enfermo por el mero exceso de comodidad”. Un fenómeno entrópico teórico que podría definirse como la Pérdida del Logos (en Retórica, el material del argumento, la forma en que un razonamiento avanza hacia el siguiente), la consecuencia inevitable de que la especie humana delegue la responsabilidad del proceso creativo a nuestros gólems psicotrónicos y se convierta, esencialmente y de forma exclusiva, en una consumidora de entretenimiento. Una audiencia cómodamente anestesiada.